EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Jozami *
La decadencia de una gran fuerza política es siempre dolorosa. Dos semanas después de la Convención que decidió acordar con el candidato del PRO, la sostenida protesta de muchos viejos militantes no refleja sólo la antipatía que tienen por Mauricio Macri, el nuevo aliado, sino la comprensión de que la UCR sigue avanzando en un ciclo que la aleja cada vez más de sus orígenes como fuerza democrática y popular, lo que puede también amenazar su supervivencia y su unidad. Pero no es esta cuestión, que podríamos llamar de integridad partidaria, la más inquietante, sino el hecho de que el más antiguo de los partidos políticos argentinos haya decidido integrarse en el frente orgánico de la derecha. Es cierto que no faltan antecedentes recientes que relativizan la sorpresa que podría provocar la decisión adoptada por la Convención Nacional. Bastaría con recordar, en el tiempo cercano, el acuerdo con Francisco De Nárvaez, del que después se arrepintieron quienes fueron sus protagonistas. Sin embargo, ni siquiera esa alianza inaceptable con un dirigente ya disminuido en su influencia política –tan oportunista como inconveniente por sus resultados– puede compararse con esta otra, que permite al conservadorismo argentino, incapaz de crear una fuerza política verdaderamente representativa desde el fin de la Década Infame, beneficiarse del acuerdo con una estructura política que sigue conservando su organización a lo largo de todo el territorio nacional.
Esta última escena del gran sainete opositor no puede entenderse al margen de la cada vez mayor influencia que asume el poder económico y mediático en la conformación del bloque político antikirchnerista. Convirtiéndose en protagonista central de esta maniobra política, la UCR completa un ciclo en la evolución de su relación con las corporaciones. En sus orígenes, el partido de Yrigoyen parecía ajeno a los intereses económicos. Por cierto que éstos siempre estuvieron presentes en el partido, sobre todo en el interior del país, donde los productores agropecuarios –no los más concentrados– estaban muy representados, pero el programa radical subordinaba toda otra cuestión a la reivindicación del sufragio y ese programa republicano excluía cualquier definición en lo social o económico que pudiera romper la unidad del radicalismo. Con este discurso, el líder radical amonestó al dirigente mendocino Pedro Molina –quien después de este episodio renunció al partido– por haber levantado la bandera del librecambio, condenando la postura de los radicales mendocinos que habían reclamado medidas proteccionistas para la producción del vino. De todos modos, ese republicanismo que parecía desdeñoso de ideologías y compromisos sociales no impidió a Yrigoyen sostener una postura nacional. En los finales del tiempo del fraude, después de que Forja hubiera reivindicado la tradición yrigoyenista para profundizar el discurso nacional popular, un joven dirigente radical se preguntaba, en 1942: “¿Por qué hace cuarenta o cincuenta años los argentinos peleaban y morían por defender el sufragio y por qué ahora no lo hacemos?.” Moisés Lebensohn se respondía señalando que aquellos radicales del ‘90 y el 900 creían que el sufragio libre, es decir la verdad institucional, era lo que faltaba para la felicidad de los argentinos, mientras que la lucha en los años ’40 se planteaba –en el mundo convulsionado de la Segunda Guerra Mundial– teniendo como eje la justicia social. Estas lúcidas observaciones de Lebensohn fueron recogidas en el Programa de Avellaneda, que la intransigencia radical aprobó en 1945, adoptando medidas de nacionalización y regulación estatal de la economía que luego llevaría adelante el peronismo.
Aquella anticipación de Lebensohn sobre la centralidad de la justicia social pudo haber facilitado un acercamiento de los radicales con el mundo del trabajo. No fue así, porque la polarización en contra del gobierno peronista convirtió en el principal partido de oposición a la UCR, que cerró así todo posible acercamiento con los trabajadores y los sectores populares que se encolumnaron tras la convocatoria de Perón. Relegado a ser un partido de las clases medias, el radicalismo buscaría después del ‘55 un acercamiento con los empresarios, pero nunca alcanzaría a expresar a los sectores más poderosos.
El equipo económico que gobernó con Arturo Illia y volvió a hacerlo con Raúl Alfonsín veinte años después, encabezado por Bernardo Grinspun, mostró claramente su ajenidad con el nuevo poder económico consolidado por la dictadura e impulsó una política de preservación del mercado interno, enfrentando la presión de los acreedores y del sector financiero, orientación que fue abandonada antes de cumplirse dos años de gobierno. Se buscó entonces la negociación y el acuerdo con los llamados capitanes de la industria, grandes empresas de la patria contratista y beneficiarios de las grandes transferencias del Estado. Más allá de lo que se piense de esas negociaciones –inevitables para cualquier gobierno– y de los planes económicos que de allí surgieron, que se fueron alejando de los propósitos iniciales de Grinspun, lo cierto es que Alfonsín fue siempre resistido por el poder económico, que finalmente lo desalojó de la presidencia con un golpe de mercado. Más tarde, Fernando de la Rúa continuaría la senda menemista, siguiendo a pies juntillas el programa neoliberal. Hoy Ernesto Sanz protagoniza la última página de esta saga en la que aquella resistencia al gran capital se transforma en la más absoluta y vergonzosa sumisión: el partido que se identificaba con la política misma y rechazaba –a veces con cierta ingenuidad– la primacía de los intereses económicos no puede hoy, sin escándalo, convertirse en el partido de las corporaciones.
¿Qué harán en esta coyuntura decisiva los votantes radicales, acostumbrados en estos años a no acompañar siempre las erráticas decisiones de su partido? Si como creemos y reitera a diario la Presidenta, el conflicto de hoy se da inequívocamente entre democracia y corporaciones y éstas, por cierto, no renuncian a influir a ninguna fuerza política y actúan incluso sobre los bordes del kirchnerismo, ninguna razón de fidelidad partidaria puede justificar que quien se identifique con la primera, termine apoyando al candidato del bloque de poder económico-mediático.
Para que nuestra convocatoria sea más creíble, apresurémonos a decir que comprendemos lo que les pasa a los radicales porque lo hemos vivido: fue doloroso para quienes habíamos sido convocados por la tradición nacional popular del peronismo tener que alejarnos como repudio al Menem del indulto y las privatizaciones. No menos difícil habrá sido para quienes soportaron en silencio la humillación de esos años y volvieron a respirar cuando Néstor Kirchner levantó, renovadas, las viejas banderas populares.
En ésa y otras experiencias hemos aprendido, contra cierta tradición peronista autosuficiente, que ninguna de las grandes tradiciones populares argentinas puede estar ausente del proceso de transformación en curso. Hace ya varios años que la Presidenta invoca la figura de Raúl Alfonsín, recordando que, más allá de toda diferencia, fue víctima del hostigamiento de los mismos enemigos de adentro y de afuera que hoy soportamos. También, cuando hoy se invoca a Alfredo Palacios no se ignora que fue antiperonista, pero se rinde homenaje al luchador antiimperialista por la unidad latinoamericana, al abanderado de los derechos obreros durante décadas.
Los grandes momentos de conflicto, cuando se juega el destino de la patria por muchos años, han sido siempre también circunstancia de encuentro, de confluencia de tradiciones políticas. Así viene ocurriendo con el kirchnerismo y por qué no pensar que esta defección de los radicales que abdican de lo mejor de su tradición también puede abrir otros caminos de convocatoria y de diálogo. Con audacia y sin sectarismo todos podemos contribuir.
* Director del Centro Cultural Haroldo Conti.
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