EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
Desde el Grupo Clarín se demoniza a La Cámpora como “sectaria, estalinista y violenta”. Uno de los periodistas del Grupo suele calificar a Víctor Hugo Morales como “mayordomo del gobierno”. El jueves hubo un atentado con bombas molotov contra un local de La Cámpora y el miércoles el periodista Víctor Hugo Morales fue agredido cuando trataba de realizar una nota que denunciaba al Grupo por apropiarse de una calle. Quizás los atacantes del local político y del popular periodista radial se sientan justificados por esta prédica mediática de integrantes del grupo que, al mismo tiempo, se victimizan sin motivo. Con el respaldo de un gran despliegue mediático crean la falsa imagen de que los atacados son ellos y no los que ellos atacan. En general, los que sí sufrieron agresiones han sido los periodistas que confrontan con la fuerte presión editorial que históricamente ha impuesto semejante corporación monopólica a través de sus medios y voceros.
Esta versión trastrocada forma parte de un clima de época donde la hegemonía mediática impone su versión. El debate sobre los medios siempre ha preocupado a los periodistas. Siempre hubo los que defendieron en forma oblicua o directa el sistema de las grandes corporaciones hegemónicas y siempre hubo los que, desde un lugar muchísimo más desfavorable, defendieron la diversidad democrática frente a las hegemonías. En un ámbito tan concentrado y corporativo, acompañar la opinión de Juan Gelman, de Rodolfo Walsh o del mismo Eduardo Galeano, duramente críticos de estos monopolios, implica menos posibilidades de conseguir trabajo y otras limitaciones profesionales. Los periodistas que asumen este lugar vulnerable tienen más motivos para denunciar actos de violencia en su contra que los afamados editorialistas que fueron a hacer su patética denuncia ante la OEA. Pero los medios hegemónicos tienden a convertir lo patético en real.
Es lo mismo cuando los grandes medios imponen la estrategia de demonizar a una agrupación de militantes como La Cámpora, a la que no se ataca por sus posiciones –que pueden ser muy discutibles– sino porque representa el desembarco masivo de una nueva generación en la militancia. Les preocupa el retorno de los jóvenes a la política, atraídos por una propuesta que confronta con la versión hegemónica de realidad. Los grandes medios organizan programas especiales, encargan libros ad hoc, saturan el mundo virtual con planes maquiavélicos y personajes grotescos, conspiraciones oscuras, escenas cortesanas, denuncian que han copado cientos de puestos en la administración pública pero –extrañamente porque lo podrían inventar– no han dado un solo ejemplo de corrupción o de falta de idoneidad.
El peronismo había tenido problemas desde el retorno de la democracia para evitar hechos de violencia en sus manifestaciones callejeras. Pero en los últimos diez años, con la incorporación de esta nueva generación, las manifestaciones más pacíficas y respetuosas han sido las peronistas. Las cacerolas han sido más violentas y agresivas y sin embargo a la que se acusa de ser violenta es a La Cámpora. Esta campaña mediática termina por justificar al verdadero violento que incendió el local de la agrupación en Belgrano con bombas molotov. El incendio del local en sí no sería tan relevante desde el punto de vista físico. Pero este episodio ya ha sido escrito en la historia como la ventisca que precede a la tempestad. Desde el Grupo Clarín se justifican estas formas de violencia porque “el odio fue provocado por los kirchneristas”. Es como justificar las violaciones porque las mujeres usan minifaldas. Entre la demagogia gritona de algunos columnistas y el primitivismo político, estos discursos se asoman al abismo.
Son planos que casi no se entrecruzan. Los periodistas “protegidos por el gobierno” (según los grandes medios) son los agredidos en la realidad. Las agrupaciones políticas “violentas” (según los grandes medios), son las violentadas en la realidad. Y los grandes medios que se dedican a denunciar actos de violencia, en la realidad de estos diez años nunca sufrieron un solo ataque o atentado.
Hay otros planos trastocados. En la década que pasó, el turismo interno aumentó el 60 por ciento y gastó 140 por ciento más. En 2014 treinta millones de argentinos hicieron turismo interno y arribaron al país cerca de seis millones de extranjeros. Es una de las áreas más favorecidas por las políticas distributivas y de desarrollo del mercado interno. Según da cuenta el diario La Nación, el miércoles pasado, el Consejo Interamericano del Comercio y la Producción organizó una charla con la participación de los economistas ortodoxos Miguel Angel Broda, José Luis Espert y Carlos Melconian, quien funciona también como asesor de Mauricio Macri. Con algunos matices, los tres hicieron una crítica demoledora de la política económica de estos diez años, hubo profecías apocalípticas, reivindicaciones de Domingo Cavallo y confluencias en que el próximo gobierno estará obligado a hacer un ajuste fenomenal.
La ortodoxia de estos tres economistas no es novedad. La paradoja está en que empresarios como Eduardo Eurnekian, presidente del Consejo Interamericano y dueño de Aeropuertos 2000, cuyas ganancias se multiplicaron de manera exponencial gracias a las políticas de turismo de esta década, esté más preocupado en cómo se cambian estas políticas, que en mantenerlas.
La idea de ajuste, congelamientos o devaluaciones sigue atornillada en la cabeza de muchos de los grandes empresarios como si fuera una llave mágica. Lo que no es mágico, sino una realidad concreta, es que si hay menos trabajo y si baja la capacidad adquisitiva del salario, millones de argentinos dejarán de viajar y Aeropuertos 2000 pasará a ser Aeropuertos 0000.
Esto pasa con empresarios que buscan bajar salarios gracias a los cuales han multiplicado sus fortunas. Pero sucede también en la política. Esta semana se votó la nueva ley de ferrocarriles. No se nacionalizan porque ya eran de la Nación, pero se termina con el modelo privatizador menemista, el Estado se hace cargo de las vías y de la operación y se reformulan los contratos con los concesionarios privados. El gobierno kirchnerista invirtió miles de millones de pesos y con esta ley retomó el control directo de las operaciones. La ley en sí es la culminación de ese fenomenal proceso de transformación de los ferrocarriles y la decisión de que esa inversión no se dilapide con los errores del pasado.
Los ferrocarriles fueron un tema de Pino Solanas. Muchas de las medidas que se han tomado habían sido reclamadas por el cineasta, y sin embargo junto con Norma Morandini fueron los dos únicos senadores que votaron en contra. Se podrá discutir que a la ley le falta más o menos o que es una decisión tardía. Pero una vez que la decisión está tomada resulta llamativo ponerse en contra de un esfuerzo que implicó la primera inversión en cincuenta años y la mayor de la historia de los ferrocarriles, que implicó la renovación de equipos y vías y la operación directa de la mayoría de las líneas. La intervención a fondo en los trenes requería una fortuna y mover semejante cantidad de recursos de un lado a otro de la economía no se hace de la noche a la mañana.
La argumentación de Solanas y Morandini es por izquierda, pero sus consecuencias, de haberse rechazado la ley de ferrocarriles, hubieran sido de derecha porque se hubiera mantenido el sistema anterior. No es la única paradoja. Solanas criticó siempre por izquierda a este gobierno, pero llegó a senador con los votos de la derecha porteña gracias a su alianza con Elisa Carrió. O sea: un discurso de izquierda, que si se concretara tendría consecuencias de derecha, es votado por la derecha. Norma Morandini –el otro voto contrario– es senadora por el partido cordobés de Luis Juez, que planteó un discurso de centroizquierda, pero fue el primero en buscar una alianza con la derecha radical y con Macri. El jefe de gobierno porteño acaba de bajarle las pretensiones de ser candidato a gobernador y sólo podrá refrendar su banca de senador. Con el discurso al revés, otra fuerza que criticó por izquierda al kirchnerismo ahora busca ir aunque sea como furgón de cola de una coalición conservadora.
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