EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La presidenta Cristina Kirchner ha incluido en sus últimas intervenciones públicas una fuerte apelación al “equilibrio” de nuestra sociedad. En general, este énfasis toma la forma de una exhortación a los sectores pudientes de la sociedad a moderar sus ambiciones de acumulación de rentas, de manera de evitar que la injusticia de la distribución genere odios irreconciliables con los grupos más vulnerables de nuestro pueblo. La idea no es novedosa, tiene una larga tradición en el pensamiento sobre la política, que incluye a los grandes pensadores griegos, a la doctrina social de la Iglesia y, entre nosotros, al peronismo, cuyo fundador produjo un discurso considerado canónico, el que pronunció ante empresarios y terratenientes en la Bolsa de Comercio en 1944. Allí el entonces coronel y secretario de Trabajo del gobierno de facto nacido en 1943 les dice a sus oyentes que el mundo está frente a la amenaza de las guerras civiles al interior de sus Estados y del triunfo de las ideas comunistas. La única manera de conjurar ese peligro era la creación de un orden. ¿En qué consistía ese orden? En la disciplina y organización de las masas trabajadoras para neutralizar a los agitadores y en la disposición de los patrones a establecer relaciones más humanas de trabajo. Con mucha razón, este mensaje fue citado intensamente por las izquierdas que rechazaron al peronismo, como documento probatorio de la filiación conservadora y anticomunista de la doctrina del peronismo. El aire de familia de la expresión de la actual presidenta con aquel discurso es innegable. Sin embargo, aquí –como en la genial broma de Borges sobre el Quijote escrito nuevamente varios siglos después con un texto exactamente idéntico por “Pierre Menard”– hay que detenerse a considerar el contexto en el que la frase es pronunciada. En este caso, la historia ha modificado radicalmente el significado de la apelación a la moderación de la ganancia y al equilibrio social.
En realidad, el significado de las palabras fue gradualmente modificado desde el propio momento en que las pronunciara Perón, más abiertamente desde la caída de su gobierno en 1955. Las modificó el avance político, social y sindical de la clase obrera en la primera década de Perón. Las conquistas sociales logradas y la decisiva influencia política que alcanzaron en esos años. Y mucho más se transformó ese significado en los años posteriores a la caída del gobierno, cuando las masas ejercieron el derecho de hacer su propia interpretación de la doctrina; cuando la retórica de Perón fue utilizada –no sin interesantes torsiones internas– como el lenguaje central de las clases subalternas argentinas en su lucha por la democracia y contra los abusos del capital. Algo que ver tiene este movimiento interno del significado de las frases con ese gran malentendido histórico argentino en el que los trabajadores adoptaron la ideología burguesa de la conciliación de clases y las clases medias (y más que medias) recibieran con beneplácito a las izquierdas antiperonistas de ideología clasista. Las izquierdas se habían negado, en el instante crítico de la irrupción de la clase obrera en nuestra historia, a aceptar que esa irrupción no se hiciera en los términos internacionalistas que parieron las circunstancias europeas, sino bajo la bandera de un nacionalismo que nació militar-clerical y devino, en el curso de la real historia de las luchas de clase, popular y, en un cierto sentido y circunstancia, revolucionario.
Es necesario volver a los discursos de Cristina y a la realidad nuestra de estos días pero no sin establecer previamente un nexo de sentido con la invocación histórica anterior. ¿Por qué pudo la conservadora fórmula de la conciliación de clases convertirse en un engranaje del avance y la radicalización de las luchas sociales y políticas? ¿Por qué las mismas invocaciones al equilibrio social postuladas por la Iglesia Católica desde la encíclica Rerum Novarum de fines del siglo XIX pueden haberse transformado, en el inteligente y enérgico uso que hace de ella el papa Francisco, en una de las formas ideológicas importantes del cuestionamiento al capitalismo realmente existente? La huella de esa metamorfosis semántica está en la historia del capitalismo desde mediados del siglo pasado hasta hoy. Es la historia de la concentración de la riqueza, de la vulneración sistemática –a partir de mediados de la década del setenta del siglo pasado– de las conquistas obtenidas por los trabajadores en los años del capitalismo fondista-keynesiano. En nuestro país es también la historia del revanchismo político clasista de los años que siguieron a la caída del peronismo, de la proscripción y la persecución, de los gobiernos “democráticos” elegidos por minoría. La frase de Cristina dicha en esta coyuntura política se carga, además, de un sentido polémico, de una intención de ruptura con el sentido común dominante en nuestra sociedad en vísperas de un trascendente proceso electoral.
El pensamiento más lúcido de la derecha argentina ha logrado instalar en un sector importante de la parte de nuestra sociedad que no vive embelesada por el relato tragicómico de los grandes grupos económicos mediáticos, una idea fuerza principal, la de la necesidad de combinar en el próximo período político “la continuidad y el cambio”. Es una fórmula que necesita describir la realidad en términos de un gobierno que avasalla a la libre empresa, a la libre expresión, la libre vida política. Lo que Cristina muestra simplemente como la búsqueda de un nuevo y más justo equilibrio social, la derecha lo vive como un agobio insoportable: el aire neoliberal-conservador del argumento aparece muy visible. La fórmula de la continuidad con cambio la había adoptado Massa en los días siguientes a su distanciamiento del gobierno y la mantuvo hasta advertir que el antikirchnerismo realmente existente no tiene esas sutilezas y que Macri la seducía más con la verborragia de la libertad. Sin embargo, el propio Macri, autorizado por lo que simboliza, se permite hacer guiños de esa naturaleza dentro del guión prolijamente deshistorizado que le sugiere su asesor de imagen: “¿quién puede estar en desacuerdo con las banderas del peronismo?” fue su aporte más lucido. También Scioli juega ese mismo juego, aunque sus actuales conveniencias le aconsejan sobreactuar la fidelidad y la promesa de continuidad. La idea del cambio es el aspecto crítico de este juego de palabras. ¿Cambio en qué?, se pregunta cualquiera que se sienta atraído por esta dialéctica que, bien mirado el asunto, rige en cualquier aspecto o fenómeno del universo: todo continúa, todo cambia... En este punto coinciden todos los candidatos a los que las actuales encuestas asignan chances presidenciales: los que quieren mantener la asignación universal, las nacionalizaciones, la política de redistribución, tanto como los privatizadores y neoliberalizadores confesos, todos ellos reconocen más o menos abiertamente que hay que cambiar el clima, las relaciones en el interior de la sociedad. Una vida sin tantos conflictos, dicen. Que haya diálogo, que se escuchen todas las opiniones, que no se estigmatice al adversario, dicen incluso los que hacen de la descalificación y el insulto su argumento más notable. Es decir, se mantienen todas las prestaciones pero se suprimen las contradicciones. Se mantiene un rumbo autónomo y la integración regional pero se retoman las óptimas relaciones con los Estados Unidos. Se mantiene la ley de medios pero se cena cordialmente con Magnetto.
El argumento de la derecha –y de los que le hacen el coro– combina el cansancio, el miedo y la ilusión. Cansancio de tanta tensión e intensidad política. De tanto discutir apasionadamente de política. De tantos amigos y familiares con los que no podemos conversar. Miedo de que la tensión reproduzca los climas que nos llevaron al horror de la segunda mitad de los setenta. Miedo de las represalias que los poderosos, cansados de tantos desaires, harán caer sobre nosotros. Del autoritarismo estatal y de la violencia de los desafíos al Estado. Pero también ilusión. La ilusión de que una conducción mágica, iluminada por la paciencia y el buen sentido, pueda hacer razonables a los irracionales, moderados a los voraces y buenos ciudadanos a quienes no reconocen límites legales a su afán de ganancias y de poder. La ilusión de seguir disfrutando las conquistas sin hacernos cargo de los costos de esas conquistas en términos de lucha política. Es, como se ve, una nueva “conciliación de clases”, aunque curiosamente la prediquen muchos de los críticos de Perón. Es la conciliación de clases como bandera de la sumisión de un sector de la sociedad argentina a los poderosos locales y de la nación en su conjunto ante los poderosos del planeta.
Sería bueno que la discusión sobre las candidaturas –muy especialmente las del Frente para la Victoria– saliera de la esfera centrada en la personalidad de los actores para situarse en el terreno de las definiciones políticas. Para que en serio discutamos lo que se está jugando en la Argentina de este tiempo. Las “continuidades” que no se muestren dispuestas a asumir los costos de la lucha y el conflicto lo único que en realidad prometen es una gradual y pacífica restauración de lo viejo, de lo que se hundió en 2001. Hay quienes creen que el tipo de argumentos que aquí se esgrimen equivale al infantilismo, al desconocimiento de la política tal como es. Sin embargo, después de doce años de experiencia kirchnerista, deberían saber que la política puede ser de muchas maneras y que hoy en América latina y en el mundo están ocurriendo cosas que ponen en entredicho el conocido manual del cinismo político disfrazado de realismo.
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