EL PAíS › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
Buena parte de la ciudadanía está contenta por los primeros resultados de las PASO. El domingo anterior se satisficieron varios paladares, sobre todo oficialistas. Y aunque en las municipales de Zapala (Neuquén) también triunfó el FpV, todos los reflectores se enfocaron en Salta, donde el gobernador Urtubey ganó por lejos y ratificó su kirchnerismo, aunque la capital provincial le sonrió al massismo.
Pero más allá de números y porcentajes cabe señalar algunas contradicciones y desniveles de la política nacional, que hoy resultan insoslayables porque hacen a conductas argentinas que muestran que, detrás de los resultados electorales y los eventuales festejos, hay claroscuros importantes. Por caso, el disgusto que el triunfo del señor Urtubey produjo en prácticamente todas las organizaciones ambientales del país, que son muchísimas y muy activas y todas condenan desde hace tiempo los desmontes generalizados en Salta, con la venia del gobierno, que incluso ha tolerado desplazamientos de comunidades de pueblos originarios expulsados de sus territorios ancestrales.
Algunos dirán que son contradicciones de la política, o sapos que hay que tragar, pero entonces cabrá recordarles que tragar sapos no tiene por qué ser un deporte político nacional, y que además es una ingesta despreciable. Y a la vez habrá que subrayar nuevamente que el drama ambiental argentino es una de las grandes deudas de las dirigencias, de todas y no sólo del kirchnerismo. Es obvio que todos los partidos, y en particular los neoliberales, si llegaran al gobierno serían infinitamente más tolerantes con los desastres ecológicos porque eso está en el ADN de toda convicción empresarial. Esa y no otra es la razón por la que la oposición jamás hace oposición en esta materia.
Claro que no sólo es el desdichado extravío de las políticas ambientales argentinas lo que merece el título de esta nota. También en el aspecto ideológico, y obviamente el histórico, hay tristezas a la vista.
Ahí están las tragedias –es difícil utilizar otro vocablo– del radicalismo y el socialismo, los dos partidos con más larga y rica historia democrática de nuestro país, hoy sumidos en una degradación que no puede sino lamentarse.
El partido fundado por Leandro Nicéforo Alem en 1891, que gobernó esta república con dos de sus mejores miembros (Hipólito Yrigoyen y Raúl Alfonsín), es hoy una especie de circo barullento en el que la inmensa mayoría de sus dirigentes ha olvidado los principios y conductas que fueron sustento fundamental de la UCR, otrora pilar de la democracia con sentido nacional, popular y social, y hoy penoso muestrario de desconcierto y oportunismos.
Eso es lo que parece explicar el paso que dio el veterano dirigente Leopoldo Moreau, quien junto con militantes y dirigentes intermedios decidieron integrar el MNA (Movimiento Nacional Alfonsinista) al Frente para la Victoria. Desilusionados hasta extremos impensados, estos y otros radicales populares (cabe pensar también en el MAY, Movimiento de Afirmación Yrigoyenista fundado por Luis León en los ‘80) representan una esperanza de cambio más allá de las furias de sus hasta ahora correligionarios.
En cuanto al partido que en 1896 fundara Juan Bautista Justo y que luego tuvo en Alfredo Palacios a su máxima figura y legislador durante más de medio siglo XX, también se muestra impreciso, como extraviado. Dividido en fracciones que lo fueron debilitando, su máximo representante en los últimos años fue el ex gobernador santafesino Hermes Binner, un hombre de evidente espíritu conservador, opuesto al gobierno venezolano y a los jóvenes dirigentes griegos y españoles que intentan refrescar la política europea.
Desde ya que parecidas contradicciones, sacudones y rupturas ha vivido el peronismo, especialmente desde la muerte de su fundador y líder. En su estilo movimientista y paquidérmico, desprolijo y zigzagueante, el peronismo también ha cobijado y expresado –como en los ’90– a lo peor de la política nacional, y sus crisis e internas han llegado a ser feroces.
Como sea, la república necesita de estos tres partidos, que representan a millones de argentinos y argentinas que constituyen, sin duda alguna, las grandes mayorías populares y la más definida identidad nacional. Pero los necesita sanos, fuertes y de pie, no gelatinosos, genuflexos u oportunistas. O las tres cosas juntas, como tantas veces hemos visto.
Sin ignorar las tristezas del presente, es bueno recordar que las renovaciones en esos tres grandes partidos han sido, históricamente, traumáticas y despaciosas. Pero hoy los tiempos se aceleran en la medida en que se acercan los comicios de octubre y se muestra hiperactiva una oposición que insiste en el doble discurso mentiroso, que no se atreve a expresar planes de gobierno con claridad y que esconde sus propósitos detrás del padrinazgo mediático y de las grandes corporaciones a las que obedece y sirve.
Inmejorable ejemplo de ello fue la cena empresarial con gurúes económicos que organizó esta semana el señor Eduardo Eurnekian en el Alvear Palace Hotel. Allí tres asesores de primera línea se sinceraron insólitamente. El señor Espert afirmó que “no tendría que haber paritarias”. El señor Melconian declaró que “todo el macrismo tiene la orden de eliminar el cepo” y propuso revisar el manejo de la Anses. Y el siempre impactante señor Broda dijo sin eufemismos: “Necesitamos un equipo como el de Cavallo”. Todos aplaudidos.
La verdad es que nadie sabe, ni los supuestos especialistas, cómo convencer a la ciudadanía para que vote a éste o a aquél. Pero lo seguro es que no sólo con propaganda se logran triunfos electorales. Muchos argentinos/as saben y creen que todavía son importantes –y nunca dejarán de serlo– los principios, los valores y la decencia. Y sobre todo la elemental coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace.
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