Lun 27.04.2015

EL PAíS  › OPINIóN

La prosperidad de la clase media

› Por Luis Bruschtein

Con los pasitos de baile, las sonrisas artificiales y los globitos de colores, los porteños confirmaron su preferencia conservadora. Resulta una paradoja que algo guionado, que evidentemente no es espontáneo, genere una onda de intimidad virtual con la adhesión que despiertan las cosas reales, no las artificiales.

Se ha planteado que el voto porteño es más ideológico que concreto, más motivado por el temor al ascenso de los sectores sociales postergados que por sus intereses reales. En los barrios próximos a las villas miseria hay muchos votos por derecha. Son justamente las zonas que más progresaron. Las mejoras en las casas son evidentes, son barrios que se han beneficiado por la economía del país de los últimos diez años y es imposible encontrar un lugar para estacionar. Pero la villa está a ocho o diez cuadras y lo más importante no es el progreso personal, sino mantener esa distancia.

En la ciudad de Buenos Aires, el kirchnerismo, y en general el progresismo, no han podido quebrar ese núcleo de pensamiento hegemónico que instaló el macrismo. La propuesta conservadora de la ciudad de Buenos Aires tiene se propio arraigo, diferente al voto a Miguel del Sel en Santa Fe.

El voto conservador en las provincias contiene cierto aire de patrón paternalista, es lo más parecido al populismo del viejo partido conservador que buscaba como interlocutores a los pobres porque necesitaba sus votos. Por el contrario, el discurso de la derecha o el centro derecha porteño no tiene alusión a los pobres. No les habla ni les promete mejoras. Se dirige, en cambio, a los sectores sociales que se quieren diferenciar de los pobres. Y así será si gana ese discurso: habrá muchos más pobres, pero los relativamente pocos que se salvan en la clase media se diferencian mucho más de ellos.

El progresismo y el kirchnerismo no han podido atravesar esa estructura ideológica tan rígida para la que una ciudad sin fábricas y mayoritariamente de clase media es el mejor caldo de cultivo. Esos mecanismos funcionan incluso en una clase media cuyos sectores empobrecidos, que antes eran mayoría, ahora han logrado estabilizar su trabajo, mejorar sus viviendas y comprarse un automóvil. La composición del voto en la zona sur de la ciudad pone de manifiesto ese fenómeno. En la zona Norte de la ciudad hay menos pobres, es una clase media más próspera, de más alto nivel adquisitivo y por lo tanto muy sensibilizada por el impuesto a las ganancias y el detestado cepo al dólar.

El núcleo de ese pensamiento hegemónico tiene esa composición troncal. En la copa se ramifica. Pueden estar los que despotrican contra la política de derechos humanos o los que están a favor (que son los menos); los que se identifican con el discurso de la seguridad o los que están convencidos de que dan batalla por valores republicanos. Pueden convivir todas esas posiciones, pero el cogollo que define la decisión masiva tiene esa composición ideológica clasista.

Sin embargo, si a nivel nacional se volvieran a aplicar las políticas económicas que expresan los referentes del macrismo, la clase media de la zona sur volvería a ser pobre y arrastraría a gran parte de la clase media de la zona Norte. Es probable que los pocos que sobrevivan, mejoren. No es una disquisición teórica porque ya sucedió, es la descripción de lo que pasaba en la segunda mitad de los ’90, cuando era mejor vivir en la villa que en los barrios decrépitos y desolados que la rodeaban y cuando amplios sectores de la clase media estaban obligados a emigrar al exterior tras perder sus empleos o quebrar sus pequeños comercios. Los asesores económicos institucionales del PRO, como Federico Sturzenegger, Rogelio Frigerio o Carlos Melconian, defienden la misma ideología que primó con el menemismo y la Alianza cuando se produjo esa catástrofe para las clases medias. No es una metáfora.

Por el contrario, lo que sí hay es una paradoja: el kirchnerismo generó una amplia clase media próspera que se siente amenazada por las políticas que le dieron prosperidad.

Es el núcleo del sinsentido que el kirchnerismo no pudo desarmar en la ciudad de Buenos Aires. Aunque el kirchnerismo no pretende eliminarlos, tiene lógica que el capital concentrado o los grandes productores del campo, que tienen resto para eliminar a sus pequeños y medianos competidores, se subleven contra las políticas que tratan de regularlos. Lo que no es lógico es que esos pequeños y medianos se unan a sus predadores para romper las regulaciones que los protegen de ellos. Es como si las gallinas defendieran el derecho de los zorros a comérselas.

Se trata de un problema recurrente en la historia argentina. Lo mismo le sucedió al primer peronismo, que creó una gran clase media que terminó cooptada por el antiperonismo. Y volvió a suceder con el golpe del ’76, cuando muchos medianos y pequeños empresarios que pasaban por una situación floreciente respaldaron al golpe militar que los hizo quebrar en masa con las políticas de José Alfredo Martínez de Hoz.

La propuesta progresista y kirchnerista es más contenedora para la clase media que la del PRO. Esa diferencia surge de los discursos, pero también de la comparación de los años ’90, cuando fueron aplicadas las políticas que impulsa el PRO, con la primera década y media de este milenio que fue la más próspera para esas clases medias. Sin embargo el kirchnerismo no pudo encontrar la forma de mostrar esa diferencia.

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