EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
¿Existe la palabra “propositivo” en los diccionarios de nuestra lengua? Es posible, suena verosímil, pero su construcción es dura. Toma sus elementos como si dijéramos de distintas pilas de ladrillos. ¿Tiene la acepción de “proponer”? ¿Más bien nos dice que sólo vale lo que está a favor de lo “positivo”? ¿Es un verbo o un collage de dos términos que nos sugieren separarnos de todo lo que sea “pronegativo”? Pero esta última palabra es lunática, sólo puede ir al cesto de los expulsados. Por eso, muchos políticos emplean hoy la expresión “propositivo”, temerosos de ser descubiertos en al pantano de las pequeñas inquisiciones de grupo, ajenos al ideal radiante de trabajar “por lo que todos nos merecemos”.
Esta sucinta construcción verbal es una de las características de Mauricio Macri. “Por todo lo que nos merecemos.” ¿Qué le veríamos de malo a esta expresión que consigue aunar un efecto generalizado de bienaventuranza? Si buscamos refutar esa frase, no es fácil. No la hubieran dicho Winston Churchill ni el general De Gaulle, para tomar dos figuras distantes. Pero no tenemos con qué darle, si nos apoyamos en los peñascos más fáciles del sentido común. Reconozcamos pues que es una frase engañosa, cuyo poder de artimaña no es fácil develar. Es una locución “propositiva”, y lo que “nos merecemos” es un exorcizo asequible que coincide con el punto más oscuro en que descubrimos que se habla de nuestras necesidades, pero con una inmediatez e intimidad que permite pasar por alto muy rápido precisamente lo que verdaderamente necesitamos. Somos merecedores y lo que merecemos parece provocar apenas una venta de felicidad “propositiva”. Se nos ha ofrecido a nuestros merecimientos un vocablo que expulsa el rigor de las cosas, el obstáculo como forma de la historia, la elaboración del sentido cívico a través de la dificultad compartida y no de simulacros de cumpleaños, donde es habitual escuchar agradecer “desde el fondo del corazón”.
La lengua “propositiva” –desde luego, la del PRO y aledaños– ha logrado ser una lengua real hablada en la ciudad. O al revés, flotaba en la ciudad barrial, afectuosa, “familiera”, gratamente dominguera, un soterrado desánimo que con el tiempo, ablandado como se ablandan los motores, se consiguió que llegue al puerto de lo “propositivo”, el simulacro de la vida sin conflictos, el jardín de la política sin política. El ablande de las cosas, el “vos” con el que nos convocan, y con el que se realiza el adiestramiento ficticio de la cercanía, la propia cercanía como concepto magno (“el Estado cerca de la Gente”), son todos artificios comunicacionales que nos llevan a pensar sobre nosotros mismos como personas diluibles.
Es que el merecimiento es el más esquivo concepto de la política. Es lo que quiere el individuo en su fraseo final, cuando se reconoce como persona no diluible (no “propositiva” sino “complejamente hablante”). La persona no diluible acepta vivir una vida escarpada, forcejeada. Pero el político que juega con el merecimiento colectivo sin especificar qué y cómo, holgazanea con sus propios actos, que también contienen decisiones oscuras, opciones duras entre personas diferentes y cálculos no expresados públicamente; por lo que con el merecimiento ve sólo ante sí a personas diáfanas, a ser restauradas en su virtud, a las que les debe hablar simulando y disimulando –si verdaderamente las conoce– sobre las zonas escabrosas de su conciencia. De este modo, llega a la eficacia política sobre la base de personas disolubles, las que diluyen la escondida densidad moral de lo real de sus existencias.
La ciudad será concebida como una red de circulación feliz y se la consagrará a un rediseño basado también en el merecimiento: la ciudad comprendida como mera máquina circulatoria, un tecnomecanismo que la retira de la historia compleja; la aparta de sus ejes problemáticos histórico-sociales. Su industrialización en los ’30, su desindustrialización en los ’60, la trama lóbrega de la renta urbana, la pesada especulación inmobiliaria, las visiblemente malas condiciones habitacionales, sus cercamientos, su repliegue respecto del conurbano, sus nacientes prejuicios que viborean contenidamente. Es decir, la ciudad vista como un instituto sombrío de reproducción técnica de desigualdades. De este modo, se la considera una gestionadora de servicios públicos secundarios (ganar 15 minutos en el cruce a la 9 de Julio por los nuevos circuladores no está mal, pero esto se propone sin nociones urbanas ligadas al espaciotiempo del usuario no usurpado por la utilería del control del tiempo urbano, un tipo de ciudadano en vías de extinción).
La novedad del PRO, más allá de la supuesta osadía con la que una de sus fracciones señaló taimadamente la industria del juego, mientras Macri apoyó a Larreta con una frase también tortuosa (“Horacio conoce los instrumentos de gobierno”), no implica la emergencia de un fenómeno nuevo: es un partido de revestimiento, lo principal se dice en otro lado (su programa hay que leerlo, entre otros lugares, en los editoriales de Morales Solá, para qué molestarse, personaje al que es inimaginable verlo aceptar los peripatéticos pasos de baile de Del Sel y Macri). Mientras la vida propositiva del PRO transcurre dentro del lenguaje usual de la población, en ese velado de depósito de habladurías sobre “instrumentos de gobierno”. ¿Cómo piensan la ciudad? También como un revestimiento, un conjunto de efectos de circulación ajenos a la vida productiva y marchando hacia la organización de un modelo punitivo para el uso futuro de la ciudad.
Hay muchas razones para imaginar los vapuleos electorales que proporciona el PRO, y muchos hacen a la discusión política tradicional. Pero el que parece posible imaginar ahora es el que nos permite decir que el PRO está inserto en el lenguaje colectivo avalado y traficado por los grandes medios de producción de “contenidos”, ellos lo crearon, sin querer queriendo, y la impregnación es tan grande que a mayor desplome de los cimientos clásicos (no tradicionales, sino modernos y democráticos) de la lengua nacional, más crecerá la atmósfera de vulgaridad y rusticidad que amalgaman una forma política y los usos colectivos de la lengua (estos dos variables dan como sumatoria a una ciudad).
No se podrá ganarles, por lo menos en la Capital, si no se encara este problema, si no nos decidimos a hablar de otra manera, no con otras ramplonerías, sino haciendo de la historia de la que somos portadores –que tiene sus oscilaciones visibles, diferencia esencial entonces–, una trama de eventos a ser dichos con nuevas pertinencias. Sin disolver nada a fin de hacerlo más digerible, y sin hacer de los queribles ritos antiguos, el lenguaje cerrado de apenas una enorme minoría.
* Director de la Biblioteca Nacional.
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