Mar 28.04.2015

EL PAíS  › OPINIóN

Zoom a los globos amarillos

› Por José Natanson *

El modo que ha elegido el PRO para festejar sus triunfos genera en el progresismo una sensación equivalente a la de arañar un pizarrón, tocar gomaespuma con la yema de los dedos o respirar el polen que despiden los bananos en las noches de primavera. Sin embargo, superar este rechazo epidérmico es esencial para entender un fenómeno más complejo de lo que habitualmente se piensa.

Comencemos por el principio. Igual que el kirchnerismo, el PRO es un hijo de diciembre, del sacudón que produjo la crisis del 2001 en amplios sectores de la sociedad, y cuyos antecedentes, también como el kirchnerismo, pueden rastrearse a los ’90, al lento proceso de degradación de los años finales de la convertibilidad, cuando no sólo surgieron las agrupaciones de izquierda independiente en las universidades, los nuevos movimientos sociales y la renovación de los organismos de derechos humanos a través de HIJOS, de donde luego provendría buena parte de la militancia K, sino también una serie de ONG de filo tecnocrático que están en el seno del fenómeno PRO.

Formadas al estilo de los think tanks estadounidenses, que funcionan a la vez como centros de elaboración de programas de gobierno llave en mano, espacios de socialización profesional y núcleos de lobby, este tipo de organizaciones desarrollaron un conjunto de propuestas que giran alrededor de las nociones de modernización, transparencia y eficacia, detrás de las cuales no es difícil imaginar clivajes como eficiencia/ineficiencia, nueva/vieja política o improvisación/equipos, luego transformados en los ejes propositivos de la renovación programática del PRO.

Financiadas por organismos internacionales y grupos empresarios y adoptadas con entusiasmo por los medios de comunicación, las ONG de los ’90, como Poder Ciudadano, Cippec, Grupo Sophia y Creer y Crecer, marcaron el inicio de las trayectorias de buena parte de la cúpula del PRO, incluyendo a Horacio Rodríguez Larreta, Laura Alonso, Miguel Braun y Nicolás Ducoté. Por supuesto, el PRO absorbió también los fragmentos supervivientes de los partidos neoliberales, como la UCeDé y Acción por la República, a las fuerzas conservadoras tradicionales, como el Partido Federal y el Demócrata, a sectores del peronismo y, en menor medida, del radicalismo porteño. Pero lo que sin dudas lo distingue de otras experiencias es la capacidad de incorporar dirigentes –casi diríamos cuadros– sin contacto previo con la política, provenientes del mundo empresarial, del voluntariado católico y, sobre todo, del equívoco campo de la “sociedad civil”. Esa es la gran novedad, el aporte verdaderamente original del PRO a la política argentina.

Este rasgo le confiere a la militancia del PRO un aire especial, agudamente destacado por Gabriel Vommaro, Sergio Morresi y Alejandro Bellotti en Mundo Pro (Editorial Planeta): una dimensión moralizante que enfatiza valores como la entrega y la generosidad para “donar” tiempo y esfuerzo a pesar de las dificultades que impone la política cotidiana. Esta imagen de “autoconstrucción moral” resume el núcleo implícitamente sacrificial de la militancia estilo PRO: la idea de que el funcionario o militante, ubicado por el azar de su nacimiento en los pisos más altos de la pirámide social, podría estar triunfando en su mundo privado, profesional, deportivo o empresarial y que, en cambio, se involucra en los asuntos públicos por el bien del país.

Pero no se trata sólo del origen. Si el PRO nació al mismo tiempo que el kirchnerismo y ha sabido atraer a la política a dirigentes y militantes que antes la miraban con recelo, su crecimiento se inscribe, como el del oficialismo, en una tendencia regional que lo excede. Me refiero al ascenso de una nueva derecha, que demostró su potencia en las elecciones presidenciales de Brasil, en las que Aécio Neves quedó a sólo tres puntos de Dilma Rousseff, y en las de Venezuela, en las que Henrique Capriles estuvo cerca de derrotar a Nicolás Maduro, a lo que podríamos sumar el triunfo de Sebastián Piñera en las elecciones chilenas de 2010.

La nueva derecha es nueva porque es democrática y posneoliberal. Por una simple cuestión etaria, los dirigentes que la lideran no tuvieron participación en las dictaduras de los ’70 y ’80, sus partidos surgieron una vez que éstas finalizaron e, incluso, como en el caso del PSDB brasileño y el célebre voto de Piñera por el No a Pinochet en el plebiscito de 1988, se opusieron a ellas. Y es posneoliberal porque se trata de una derecha que reivindica un rol activo del Estado en la economía, destaca la importancia de la educación y la salud pública y promete mantener las políticas sociales en caso de llegar al poder (en este sentido, resulta notable que, así como Hugo Chávez fue el primer líder de la nueva izquierda en llegar a la Presidencia, Capriles fue el primer candidato de la nueva derecha en comprometerse a no desactivar las misiones sociales si ganaba las elecciones: por eso Mariano Fraschini habla de la caprilización de la derecha latinoamericana).

Pero maticemos antes de continuar. Que la nueva derecha sea esencialmente democrática no quiere decir que sus sectores más recalcitrantes no participen de los intentos de “golpe suave” registrados en los últimos tiempos, aunque es difícil estimar hasta dónde y aunque el tema exija una mirada más fina. Del mismo modo, que combine una defensa de lo público con promesas sociales no implica que llevará a cabo una gestión socialmente inclusiva. Pero tampoco significa que gobernará del mismo modo que la derecha de los ’90, por una razón tan sencilla que a veces se pasa por alto: las reformas del Consenso de Washington, corazón del programa de la vieja derecha, ya fueron implementadas, y en muchos aspectos siguen vigentes a pesar los esfuerzos contrarreformistas de los últimos años. En otras palabras, la nueva derecha no incluye menciones explícitas al neoliberalismo porque el neoliberalismo es antipático, pero sobre todo porque el neoliberalismo ya ocurrió.

¿Cómo definirla entonces, y por qué seguimos hablando de derecha? Probablemente se trate de una ecuación más compleja, como la de Mauricio Macri en la Ciudad: no privatizó las escuelas, pero disminuyó el presupuesto para la educación pública como porcentaje del PBI, no aranceló los hospitales (ni prohíbe que se atiendan los no porteños o los no argentinos), pero tampoco invirtió en nuevos centros de salud; no mandó las topadoras a las villas, pero tampoco destinó un peso extra a vivienda social. Imposible de definir sin zoom, la fórmula quizá podría resumirse de esta manera: todo el gasto social que haga falta para garantizar la estabilidad política y la prosperidad de los negocios, pero ni un peso más del que sea necesario. Una estrategia que, dicho sea de paso, puede funcionar en buena medida gracias a un Estado central hiperactivo que compensa en materia social la desatención de los niveles subnacionales, porque siempre es más fácil gobernar un distrito con planes como la Asignación Universal y el Procrear que sin ellos, pero que difícilmente alcance para llevar adelante una gestión nacional, aunque eso está por verse.

Rebobinemos antes de concluir. El origen del PRO en la crisis del 2001, su capacidad de sumar dirigentes y la astucia para incorporar algunas marcas programáticas del mundo posneoliberal ayudan a explicar su ascenso, más que las miradas sociológicas centradas en el derechismo intrínseco de los sectores medios, que en algunos análisis aparecen inmutablemente cosificados en una posición conservadora contra la que ni siquiera vale la pena luchar, una especie de resignación que implica desconocer la capacidad de la política para transformar realidades sociales, tal como demuestran los dos triunfos kirchneristas en la misma ciudad conservadora que el domingo se inclinó por el macrismo, con Aníbal Ibarra en 2003 y con Cristina en 2011.

Por eso, antes de estornudar tratemos de entender una escena que hemos visto mil veces: los dirigentes del PRO, de traje pero sin corbata, las mujeres casual, elegantes sin exagerar, salen a bailar, revoleando los pañuelos, haciendo pogo, incluso el trencito, con Antonia a babucha y los globos multicolores volando por todos lados. El DJ mezcla cumbia y rock y guarda para el momento clave “Ciudad mágica”, el hit de Tan Biónica, la banda que por aptitud estética y origen (su salto a la fama se debió en buena medida a su brillante presentación en el festival Ciudad Emergente) se ha convertido en la banda PRO. El baile, decíamos, tiene su lógica: el PRO, a diferencia de otras fuerzas, no es resultado de una historia densa que imponga un folklore determinado. ¿Qué hacen los peronistas cuando festejan? Cantan la marchita. ¿Y los radicales? También tienen la suya, menos inspirada pero existe, y las boinas blancas, aunque ya casi nadie las usa. Sin una tradición política a la que recurrir, los dirigentes del PRO, como señaló el periodista Nicolás Cassese, apelan, igual que todo ser humano en momentos de angustia o euforia, a lo que tienen más a mano, al universo cultural de su memoria emotiva, que los reenvía a los casamientos, los Bar Mitzvah o los tercer tiempo de la adolescencia. Su patria también es la infancia.

* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.

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