EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Jozami *
Interesado en explicar que el exterminio de los judíos no provocaría ninguna reacción, Adolf Hitler decía con desparpajo: ¿Acaso alguien se ha preocupado por el genocidio armenio? Por estremecedora que la expresión resulte, debemos aceptar que, en su momento, no le faltaban razones. Había transcurrido un cuarto de siglo desde que las tropas turcas iniciaran las matanzas y la comunidad internacional mostraba su impotencia para condenar los hechos y establecer responsabilidades.
En el convulsionado escenario de entreguerras, no se asignó a la muerte de un millón y medio de armenios la significación debida. Más tarde, las revelaciones sobre el Holocausto del pueblo judío ofendieron las conciencias del mundo occidental. Sin embargo, esta mayor sensibilidad hacia el horror planificado no llevó de inmediato al reconocimiento del genocidio armenio. Demasiado poderoso frente a la pequeña Armenia, el Estado turco presionaba a las naciones para sostener la negación del genocidio.
En Argentina, donde una numerosa comunidad armenia mantuvo siempre la memoria, el retorno a la democracia permitió iniciar un camino que llevaría finalmente al reconocimiento del genocidio. En enero de 2007, durante la presidencia de Néstor Kirchner, se declara el 24 de abril como Día de Acción por la Tolerancia y el Respeto entre los Pueblos. La sociedad argentina, que comienza a mirar con ojo crítico su propia historia, comprende, cada vez más, que no existe argumentación ninguna que pueda justificar la anulación de los derechos que corresponden a todos los seres humanos.
La muestra inaugurada hace pocos días en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti da cuenta no sólo de la historia de sufrimiento de los armenios frente a una matanza que se prolongó dos décadas, sino también de las dificultades que ha debido enfrentar el reclamo de reconocimiento del genocidio. Como tantas veces a lo largo de la historia, cuando las matanzas coloniales se justificaban en el altar del progreso, se esgrimieron también las más diversas razones para no reconocer el crimen que podía malquistar a las naciones con el gobierno turco, considerado un aliado en las estrategias defensivas de Estados Unidos y Europa Occidental.
Otros señalaban que los oficiales conocidos como los jóvenes turcos, al igual que Mustafá Kemal Ataturk, quien los siguió en el gobierno, todos responsables de la matanza, habían protagonizado un proceso que afirmó la independencia de la nación turca y el ingreso del país en la modernidad burguesa. Esta argumentación, que en su momento fue aceptada por ciertas visiones de izquierda, ha perdido actualmente vigencia: resulta inaceptable que el desarrollo de una nación pueda basarse en el exterminio de otros pueblos.
Desgraciadamente, el genocidio no ha quedado en el pasado, como lo demuestran tantos episodios. Sin embargo, no estamos obligados a aceptar esta realidad del mundo. Junto al escarnio de la violación de los derechos humanos crece también en todas partes la conciencia de la necesidad de luchar por su vigencia. Esa era también la apuesta de quienes marcharon por las calles de Buenos Aires repudiando el genocidio, pero celebrando también la lucha de los armenios que, cien años después, siguen exigiendo reparación.
* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
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