EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
Ningún problema de la vida intelectual podría evitarse con una simple anulación de la palabra “intelectual”. No me refiero a los “intelectuales” en cuanto entidades abstractas a ser invocadas para la cuestión que fuere, sino a la tentación frecuente de rechazar la cuestión intelectual como tema perturbador de la política, el que la aleja de sus decisiones prácticas. En verdad, completas formaciones políticas de notable persistencia, han oscilado entre la crítica a los intelectuales (“de espaldas a la realidad”) y la episódica aceptación de un papel importante para ellos (“precisamos de nuestros intelectuales”). De manera positiva, o si no por el reverso, las prácticas intelectuales constituyen el bastidor de la política. Porque no es que primero existan intelectuales ni grupos intelectuales, sino que hay ciertos problemas de la política y del conocimiento que al ser identificados, reclaman un tratamiento que inevitablemente exige de la vida intelectual común. Quienes los tratan con esa conciencia son “intelectuales”, no de un modo inmutable y para siempre, ni porque hayan leído a Lukács, a Gramsci o a Carlos Astrada, sino que lo son ante la exigencia de tratar dentro de cierto nivel de conceptualización los nudos de la historia que nos interesan. En cualquier discusión que podría versar sobre un problema técnico, si en algún momento se siente que se tocan puntos esenciales de lo “demasiadamente humano”, estamos también ante un ejercicio propio de la condición intelectual.
De este modo, no se trata de que hay intelectuales –aisladamente los hay– sino de que todo problema histórico político consistente reclama un tratamiento que no puede dejar de pasar por la cuestión intelectual. Esto es, no puede dejar de ser problematizado y discutido sino se recurre a la historia del problema, a los modos en que apareció en coyunturas similares, a las formulaciones que recibió en ocasiones homólogas, a los supuestos cognoscitivos que visible o invisiblemente lo sustentaron o refutaron. Hay una historia de los problemas, ciertas encrucijadas políticas, económicas o de la existencia social colectiva, que en su trasfondo íntimo tienen la naturaleza de ser parte de una configuración teórica que es recurrente y permanece encubierta. No es necesario que ante ella se haga presente el clásico intelectual “develador de enmascaramientos” sino que cualquier espíritu avizor puede desentrañar las armazones enmascaradas de lo real detrás de lo real. En verdad, vivimos una situación donde el interés por la política se expresa en una división entre los más o los menos predispuestos a despejar las superficies litúrgicas visibles, respecto de los tejidos históricos de fondo, aparentemente inescrutables.
Pero no necesariamente ellos son los intelectuales, sino que los intelectuales son “forjados” por distintos tipos de intervenciones en acto que escinden una opinión sobre cualquier problema. De otra manera, son la innumerable cantidad de individuos que con sus argumentaciones, sus modos expresivos, sus inevitables ignorancias, sus perturbaciones discursivas, van reconociendo la naturaleza compleja, incierta y muchas veces contingente de un problema que separa las fracciones de lo que parecía la solidez de un ámbito colectivo. Entonces, “formulan opinión” de un modo que voluntaria o involuntariamente nos pone frente a la cuestión intelectual entendida como una esgrima que va recorriendo los desgajamientos sucesivos de un tema. Por un error comprensible (comprensible en términos de una larga historia, ya muy bien analizada por infinidad de autores clásicos) se cree que la opinión política debe surgir de un cálculo de oportunidades donde es obligatorio suprimir todo lo que supuestamente “sobra”, ya sea porque puede ser “utilizado por los otros”, ya sea porque “resulta incomprensible para las masas”, o bien porque “se inspira en autores exóticos”, etc. Los argumentos antiintelectuales, inspirados en estos prejuicios, han abundado en los movimientos populares argentinos. Se convirtieron en un drama visible cuando el mayor intento de crear una vida intelectual con lenguaje propio en un movimiento popular –Scalabrini, Jauretche–, también fue en su momento relegado por el propio peronismo, por razones que hoy pueden debatirse más claramente. Los dos intelectuales precitados venían de influencias modernistas, de lenguas metafísicas y juvenilias decadentistas (Scalabrini) y de sesgos payadorescos y libertarios (Jauretche) que aun cuando criticaban al “modelo intelectual alienado de los intereses del país”, (la tan mentada “intelligentzia”) lo hicieron con un vocabulario libre en cuyo centro ponían la libertad de crítica que habían aprendido en el mundo cultural pre-peronista. El peronismo oficial, hacia los años 50, los tenía arrinconados, por dos razones: la lengua del peronismo era otra y estaba ya muy codificada, era “doctrina nacional”, y los grupos intelectuales que venían de otra experiencia en el uso del lenguaje, aunque apoyaban al peronismo, solían hacer críticas que disgustaban a la espesa burocracia que esa lengua oficial había creado (recordemos que no hay burocracia sin distintos rituales abstractos y tampoco sin una lengua autorizada y sellada para ser hablada).
Más de seis décadas después, el tenor de estas cuestiones ha cambiado pues ganó espacio la idea de que hay una pluralidad de lenguajes aun en el seno de las mismas familias políticas, y una creciente aceptación de las críticas internas hechas a la luz. No obstante, subsiste una indisimulada veta antiintelectual en los movimientos sociales argentinos (y de todo el mundo). Lo “demasiadamente humano” parecería, cada vez que surge, como una fórmula inhibitoria para “hacer política” con una única argamasa posible: las “realidades palpables y objetivas”. Es cierto que éste es un pensamiento reactivo que tiene sus justificaciones. Un espíritu vanamente elitista era el modo en que se expresaba (y se sigue expresando) una desconfianza intelectual hacia las multitudes y sus lenguajes generales. Esto contribuyó demasiado a que un estamento privilegiado en el usufructo de recompensas simbólicas, estableciera distancias y distinciones cristalizadas entre supuestas capacidades y discapacidades cognoscitivas de heterogéneos sectores sociales. La pobre permanencia de este error no debe desconocer ahora –y con más razón ante las realidades de tipo “decisionistas” que nunca han abandonado y hoy definen grandes períodos del ser provisorio y huidizo de la política–, que los dilemas de carácter intelectual son indispensables para redefinir la relación de la democracia con diversas y cruciales dimensiones existenciales colectivas. Nos referimos a la instrumentalidad técnica, las grandes construcciones comunicacionales, las industrias culturales, las diferenciadas visiones del cuerpo humano, los derechos de la memoria (tener un pasado, un futuro y un presente que nos incluya en lo que llamamos la “naturaleza”) y, por último, a la crítica de las nuevas formas de circulación de signos sensibles de todo tipo (financieros, artísticos, sensoriales) que componen la difícil contemporaneidad del capitalismo. Nada de esto le es indiferente, aunque no aparezca en primer plano y muchos esbocen una actitud burlona, a las situaciones políticas que estamos atravesando.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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