EL PAíS › EL HIJO DE UN REPRESOR CONTó QUE TRABAJó EN INTELIGENCIA Y QUE ESTUVO EN EL CENTRO LA PERLA
Luis Alberto Quijano contó que vio secuestrados, que escuchó grabaciones de sesiones de tortura, destruyó documentos y que a las víctimas los enterraban en pozos. Dijo que quiere colaborar con la búsqueda de verdad y justicia.
Luis Alberto Quijano, hijo de un torturador ya fallecido de dos centros clandestinos de detención de Córdoba, declaró ayer como testigo en la megacausa La Perla, por delitos de lesa humanidad en esa provincia. El hombre de 54 años contó que desde que tenía quince, en 1976, fue obligado a trabajar de forma permanente en el Destacamento de Inteligencia 141 del Ejército, donde estaba destinado su padre y donde se decidía sobre secuestros, asesinatos y desapariciones. Quijano relató que visitó La Perla y vio a secuestrados sobre colchonetas, que tuvo que escuchar cassettes con grabaciones de sesiones de tortura y que a las víctimas “les hacían cavar pozos, los mataban y los enterraban”. También explicó al tribunal que conserva en su hogar muchos de los objetos robados a los secuestrados, que sacó del Destacamento o que llevaba su propio padre.
Luis Alberto Cayetano Quijano, fallecido hace dos meses, fue un oficial de Gendarmería especializado en Inteligencia que registró a su hijo con sus dos primeros nombres. A partir del golpe de Estado fue destinado al destacamento, del que dependían La Perla y La Ribera, entre otros centros de detención, y pasó a integrar un grupo de tareas responsable de centenares de secuestros, allanamientos, torturas, robos y desapariciones. Según el relato difundido por Cba24n e Infojus, la infancia de Quijano estuvo marcada por la violencia que le impartió su padre, que desde fines de 2012 compartió el banquillo de los acusados con sus ex compañeros. Recordó a varios de los que conoció en los años ’70 (nombró a Palito Romero, Chubi López, Manzanelli, Texas, Diedrich, Yáñez, Barreiro y Vergez) aunque pidió declarar sin que ellos estuvieran presentes.
“Mi tarea en el Destacamento era destruir documentación clasificada. No se confiaba mucho en los colimbas, por eso me pusieron a mí de encargado. Dependía de Aguilar, un oficial que era como mi tío, me hacía creer que yo también era un oficial de Inteligencia”, manifestó el testigo. Entre las tareas encomendadas contó que se encargó de destruir fotos, documentos, pasaportes, títulos y libros. Agregó que aún conserva algunos ejemplares que en ese momento le llamaron la atención.
Pese a su juventud, Quijano relató que sabía usar armas de guerra, que iba a cada lugar con su pistola y a veces con una ametralladora. En varias ocasiones acompañó a grupos armados a realizar secuestros o allanamientos. La tarea que le adjudicaban era la de cuidar el vehículo y ahuyentar a cualquier vecino que preguntara qué estaba ocurriendo.
“Recuerdo una imprenta clandestina en el Barrio Observatorio. Se bajaba por una escalera y se ingresaba a una bóveda donde funcionaba la imprenta que pertenecía a Montoneros”, relató. “Agarré una estrella federal de madera que tenía escrita la frase ‘Libres o Muertos’ y me la llevé”, contó.
“Me daban cassettes para oírlos. No era algo agradable, pero ya estaba acostumbrado. Dos amigos de la escuela también los escucharon. Yo los llevaba en el bolsillo y para mí, teniendo en cuenta esa época, era algo normal. Ya no los tengo porque se me ordenó destruirlos”, describió Quijano. “Sé que a los presos se los ataba de pies y manos a la cama. Y se les ponía el voltaje directo. Recuerdo que no se les podía dar agua inmediatamente porque morían de un infarto. Nadie se resistía a la picana, ellos (los militares) le decían ‘la máquina’”, contó. En cuatro oportunidades visitó La Perla y desde una puerta pudo ver “la cuadra”, una gran sala con cientos de secuestrados vendados. “Desde la puerta veía la gente y las colchonetas”, recordó. En un momento, mientras Quijano adolescente observaba, su padre le ordenó: “¡Dejá de mirar, pelotudo!”.
Sobre el destino de los desaparecidos, contó que “ellos (los militares) hablaban del pozo: sacaban gente de La Perla, venían los camiones de la Brigada y los cargaban. Les hacían cavar pozos y los mataban y enterraban”. “Sé que cuando llegó la época de Alfonsín se trajeron, no se de dónde, máquinas para abrir los pozos. Se molió todo: los cuerpos y la tierra. Decían que nadie iba a encontrar nada”, agregó. “También en algunos casos se llevaban cuerpos a fosas comunes de cementerios”, dijo.
“Héctor Vergez era uno de los tipos que más autónomamente se manejaban. Era considerado muy peligroso. Solía robar mucho, aunque todos robaban”, admitió. “Recuerdo haber visto mucho dinero, que se lo repartían entre ellos. Decían que era botín de guerra”, expresó. “Los militares tenían la facultad para fusilar gente. No se usaba orden de allanamiento. Eran dueños de la vida y la seguridad de todos”, añadió.
Quijano contó que durante su infancia y adolescencia “tenía muchos problemas de conducta” pero “me salvaba porque era hijo de militar, si no me echaban”, y que cuando el padre murió no se conmocionó con la noticia. Ayer, a casi cuarenta años de aquella historia, manifestó ante el tribunal su deseo de colaborar en la búsqueda de memoria, verdad y justicia.
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