EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Los espantosos spots radiofónicos y televisivos del proselitismo electoral, antes o después que la insustancialidad de la inmensa mayoría de los candidatos en sus apariciones públicas, inducen a pensar y decir que el país vive una etapa de baja politización, carente de debate en torno de cuestiones ideológicas profundas. ¿Es realmente así, o esos rasgos de la campaña demostrarían paradójicamente que sucede todo o buena parte de lo contrario?
Si es por las propagandas políticas, hace ya rato se afirma que los creativos publicitarios se toman vacaciones cuando llega el momento de presentar ideas y hasta formatos novedosos. Por cierto, en la estética visual y auditiva podría pedírseles que activen un cuarto de batería a la hora de concentrar en pocos minutos la imagen y propuestas de un postulante. Grabaciones que suenan a efectuadas en un baño, cámara fija captando posturas artificiales, descuidos ostentosos en el manejo de vestuario, empastes en la presentación numérica de las boletas, locuciones sin garra. Y no deja de ser curioso que los candidatos dejen pasar esos detalles que provocan vergüenza ajena. Si no se percatan ellos mismos, se supone que algún amigo, familiar, asistente, gente cercana, les habrá dicho que protagonizan avisos impresentables. No solamente ahora, quedó dicho. Ya tuvieron tiempo de aprender, de prepararse, de exigir normas de calidad básica que de ninguna manera se relacionan con los recursos económicos disponibles. Pero el problema obvio es que ni el más fantástico de los creativos, sin que por eso queden disculpados por su pereza realizativa, puede hacer milagros –o siquiera un esfuerzo enorme– si de por medio no hay una mínima idea en condiciones de ser relatada con solvencia. La responsabilidad profesional es del chancho. La culpa, no. Si Carrió quiere decir que les baja los impuestos a todo el mundo y chau, en lugar de saco acá y pongo allá durante el mismo lapso que le llevan unas oraciones tan demagógicamente berretas, no hay nada que hacer por mucho que le cuiden el maquillaje. Si Macri tiene como único concepto que vamos para adelante porque se puede vivir mejor, o si de la noche a la mañana resuelve kirchnerizarse, es irrelevante que por lo menos le indiquen cómo se debe agarrar el mate. Si Massa menta “seguridad” a secas y advierte que con él las condenas serán de cumplimiento completo, cual si se propusiese como un dictador capaz de pasar por encima de la Justicia y el Congreso, carece de sentido estructural prevenirle que los asados no se hacen con camisa de manga larga. De Scioli y de los candidatos oficialistas también pueden cuestionarse numerosos aspectos formales, pero la diferencia –se les crea o no hacia delante– es que tienen detrás una gestión concreta, de unos cuantos años, en diversos cargos. Llevan largos turnos escudriñados en el ejercicio del poder. Los demás juegan a una de dos: saben que no ganarán y en consecuencia ni se molestan por mostrar sus ideas con firmeza descriptiva; o tienen chances, pero revelar a fondo las recetas que aplicarían se subdivide a su vez entre la inconveniencia de manifestarlo y lo patético de reconocer que al fin y al cabo harían más o menos lo mismo que el kirchnerismo porque, dentro del marco impuesto por un sistema capitalista, el modelo vigente oscila entre lo menos malo y lo mejor.
Hace un par de sábados, en este diario, Luis Bruschtein se refirió específicamente al asunto de los spots y escribió que “el argot de los políticos de izquierda, centro o derecha es diferente al lenguaje que usa la mayoría de la sociedad cuando habla de política. La baja politización no es un mérito sino una limitación, pero esa es la realidad. Hay una necesidad, por parte de los políticos, de comunicar mejor sus ideas. Pero esa necesidad no puede implicar el engaño, o el vaciamiento de contenidos y la falta de debate. El discurso político también es una construcción ética y uno de sus valores esenciales es la sinceridad. El gran desafío de la comunicación es comunicar con contenido, una cualidad que tuvieron los grandes políticos de la humanidad más que los técnicos de la comunicación con su pretendida asepsia profesional”. Una de las preguntas, quizá la más significativa, es si acaso el engaño no desnuda una honda raíz ideológica. Axel Kicillof sostuvo la semana pasada que los economistas dicen siempre lo mismo: hay que bajar el gasto público, las jubilaciones, los subsidios, las erogaciones en infraestructura, el crédito. Abrir la economía. Hace doce años que dicen que estamos al borde del abismo, agregó el ministro tras recordar que en Brasil el PIB caerá casi 2 por ciento y que China atraviesa el peor año de los últimos 25 mientras en Argentina, según las estadísticas privadas, las cosas está bien aunque lejos de sus mejores temporadas. “Dejar entrar todos los zapatos, pantalones y juguetes del exterior, porque es más barato, puede ser atractivo para el consumidor, pero nosotros no vamos a liquidar la industria como sucedió en los noventa”, dijo además Kicillof para encontrar como respuesta la nada total o, como mucho, un informe de la UIA acerca de que desde 2011 cerraron casi 800 industrias siendo que, aun así, hay un 42,9 por ciento más que en 2002, y 17 por ciento más que en 1996. Son números de las propias empresas industriales, se subraya. Podrían contraponerse varios datos inquietantes, con pronóstico de acentuación, como el hecho de que la economía argentina sigue concentrándose en manos oligopólicas y extranjerizadas. Unas mil compañías aglutinan alrededor del 75 por ciento de lo que consume la población, sin ir más lejos. Pero después, ¿cómo harían las fuerzas opositoras con expectativas gubernamentales para correr al kirchnerismo por izquierda, con señalamientos como esos? No pueden, ni saben ni deben, siempre que –reiterativos– hablemos de poder y no de testimonialismo. Ese es el intríngulis en que cayó Macri con su inverosímil giro de chiquicientos grados, a la espera de que el tercio fluctuante de la sociedad coma vidrio. Y entonces ocurren esos spots en los que habla a favor de la felicidad, como otros alrededor de palabras parecidamente huecas, junto con un resto de energías que agrupa en explicar lo inexplicable. Pareciera preferible la coherencia discursiva de las franjas de izquierdismo radicalizado, aun cuando persistan en terminar siendo funcionales a los intereses de la derecha. Como apuntó Bruschtein en la nota mencionada, al citar a una figura decente, Margarita Stolbizer, ella dice “progresistas”, pero “le resulta difícil enunciar algo más progresista que lo que refleja el conjunto de medidas tomadas en los doce años de kirchnerismo. Objetivamente, siempre aparecerá menos ‘progresista’ que los doce años que Scioli (dice que) se propone continuar. Entonces completa con otra idea, ‘ética’, que ha sido el caballito de batalla de la derecha para combatir las ideas progresistas. Todas esas medidas que tomó el kirchnerismo tuvieron, según esa explicación, un trasfondo delictivo o demagógicoclientelar. El problema para Stolbizer (y para los restantes, también agrega quien firma) es que no existe en Argentina otra experiencia –más que la peronista/kirchnerista– que pueda tomar como referencia o contrapartida”.
Hay mucha minucia en la que detenerse si se trata corroborar que “la gente” tiene razonamientos más sencillos o directos que lucubraciones como éstas, y que puede caer en trampas, coyunturales, aptas para certificar su baja politización. Por caso, en la interna peronista bonaerense se atiende el papel que podrían jugar los intendentes y punteros de, sobre todo, el conurbano. En esa hipótesis, la confrontación entre Fernández-Sabbatella y Domínguez-Espinoza tiene muy sin cuidado a los habitantes de la provincia porque sólo es cuestión de votar a favor o en contra de Scioli y el gobierno nacional. En ese razonamiento, “la gente” toma las boletas completas que la semana previa a sufragar, o el mismo domingo, les dan y tiran por debajo de la puerta. Ergo, quien tenga más y mejor aparato lleva las de ganar. El pequeño detalle es que, gane quien gane, ganará una de las fórmulas peronistas/kirchneristas. ¿Eso sería baja politización? ¿O el certificado de que tras doce años se prefiere ratificar al oficialismo en la conducción del país, cualquiera sea el candidato vencedor en la interna del distrito que aporta unos cuatro votos de cada diez? Una de las cosas que la oposición no se preocupa en descifrar, públicamente, consiste en cómo es posible que en medio de la decadencia oficial, la corrupción nunca vista, el avasallamiento de la Justicia, el proceso inflacionario, la inseguridad galopante, Cristina vaya a concluir su mandato con la popularidad más favorable de todo presidente que se tome desde la recuperación democrática. Y que, como sea, el oficialismo llegue a las urnas con ventaja, o cabeza a cabeza.
Frente a esa realidad que la oposición asume, de acuerdo con las piruetas a que se somete so pena de que el kirchnerismo vuelva a ganar –así lo dicen–, algunos registran beneficioso pegar una vuelta casi completa respecto del desastre enunciado y augurado. Nada de cambio absoluto, como decían hasta ayer nomás, y por lo tanto convocan a estar un poquito embarazados. Otros prefieren no caer tan bajo y se gastan en palabras solitarias, descontextualizadas, que hasta no alcanzan el rango de frase. Otros asustan con el dólar. Otros se entretienen con el honestismo.
El resultado son esos spots y esos dichos públicos que es mejor perder que encontrar. Pero que son profundamente ideológicos, tanto por lo que muestran como por lo que ocultan.
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