EL PAíS › ENTREVISTA CON CARLOS CALLE, UN CIENTíFICO QUE TRABAJó EN LA CNEA HASTA QUE FUE SECUESTRADO EN 1976
Calle explica en qué consistía el plan de energía nuclear que se estaba desarrollando en el país hasta que el terrorismo de Estado lo desmanteló. Después de ser secuestrado y torturado, Calle se exilió en Italia.
› Por Alejandra Dandan
La carretilla con ruedas de goma era lo mejor que tenían para atravesar los pasillos del edificio central de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), ubicado sobre la Avenida del Libertador, justo frente a las sombras de la Escuela de Mecánica de la Armada. Sobre la carretilla viajaban tres largos años de trabajo, reunidos en un proyecto de 10 tomos, un proyecto de instalación nuclear para encarar el reprocesamiento de elementos combustibles irradiados o gastados de Atucha I y Embalse Río Tercero. El grupo de reprocesamiento integrado por Santiago Morazzo y Carlos Calle, entre otros, insistía con el proyecto. La CNEA se había convertido en la central de investigación y desarrollo de energía nuclear más prestigiosa de América Latina. Sus científicos habían logrado separar plutonio por primera vez en la región, sólo adelantados por Estados Unidos. Lo hacían con fines pacíficos y para la producción de energía eléctrica, pero era el mundo de la Guerra Fría: el plan nuclear molestaba a los países centrales. Los argentinos bregaban por la “independencia nuclear” que era una cuestión de soberanía tecnológica y se oponían al desarrollo “llave mano” impulsada por los países desarrollados sobre los países emergentes. Morazzo y Calle fueron secuestrados el 28 de marzo de 1976. Los liberaron siete meses más tarde. Ambos se exiliaron. Y pasaron sus años productivos a cargo de centrales de investigación nuclear en Europa.
“Seis de nosotros fuimos a parar a Italia. La Comisión de Energía Atómica italiana nos cobijó y distribuyó: dos al sur, dos al centro y dos al norte. A mí me tocó el Centro Nuclear de Saluggia, en Piamonte”, dice Carlos Calle, ya jubilado, que volvió a radicarse en Argentina. Ahora participa de Carta Abierta. Sobre la mesa, abre una carpeta con artículos del diario La Nación sobre los avances de la política nuclear de la dictadura. Mientras los recorre, discute con ellos como de cuestiones pendientes en el alma. ¿Qué pasó con aquel programa de reprocesamiento? La historia de su secuestro y el de sus compañeros se ventila en el juicio de la ESMA, donde la fiscalía comenzará a reconstruir los secuestros ya no en términos individuales, sino de las historias que estaban detrás.
–Vamos al comienzo. ¿Quién es usted?
–Mi padre era un docente que sostenía que las escuelas técnicas eran el futuro. Director de una escuela en Villa Dolores, donde pase mi infancia. En el año ’55 mi familia se traslado a Santiago del Estero donde me encuentro con una escuela industrial de primera generación, apenas hecha, fabulosa. Me recibí de técnico químico en 1962 y al año siguiente ingresé a la Facultad de Ingeniería Química de Santa Fe. Después de recibidos, hicimos un viaje de estudios muy importante. Yo nunca había salido del país y conocí Nueva York antes que Mar del Plata. Estuvimos en algunas plantas industriales de la Kodak, en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Vimos distintos países de Europa, hicimos cursos. Llegamos hasta Rusia. Seguimos a Polonia, Checoslovaquia, y demás. Después de ver cómo era el mundo, muy distinto a la Argentina, a mí se me abrió la cabeza. Volví. Tenía que encontrar trabajo. Me había casado. Y me enteré que había trabajo en la Comisión de Energía Atómica, había un concurso. Me presenté. En ese momento, me encontré a un querido amigo, Domingo Quilici, con el que habíamos estudiado. El ya estaba en la Comisión. Trabajaba en un proyecto. Cuando supo que me estaba presentado, me dijo que el proyecto era interesantísimo. Justo me estaba por salir otra cosa, pero dije, bueno. Y me eligieron.
–Quilici iba a ser otro de los secuestrados de su grupo. ¿Qué era lo interesantísimo?
–Era un proyecto de una planta radioquímica. La cosa es que nosotros habíamos estudiado la química, pero no la radioquímica. La radioquímica es una especialidad: es la química de los elementos radioactivos que tiene sus vueltitas. En Argentina, la Comisión había construido en Ezeiza una planta piloto, muy chiquita, tipo laboratorio llamada PR1 (planta de reprocesamiento 1) para tratar elementos combustibles irradiados o usados y gastados en los reactores de investigación de la CNEA. La planta PR1 se hizo funcionar un año y medio antes de que yo llegara. Tratando elementos combustibles irradiados del RA3 se separó una pequeñísima cantidad de plutonio, medio gramo, por primera vez en el hemisferio sur.
–¿De qué año hablamos?
–Creo que 1968.
–¿Y qué implicaba?
–Es que si bien se separó una pequeña cantidad, era importante porque se había logrado hacer el proceso de separación que es bastante complicado y se hacía en forma remota: en una instalación fuertemente blindada a las radiaciones.
–¿Hasta ahí sólo Estados Unidos lo había hecho a este lado del mundo?
–Estados Unidos y también lo habían hecho los rusos, los ingleses, los franceses. O sea, todos los países desarrollados que tenían armamento, porque el plutonio es un elemento que no existe en la naturaleza. El plutonio fue el primer elemento artificial producido masivamente por el hombre. En toneladas. Eso es muy importante. Se hacía con reactores diseñados especialmente. Las potencias del mundo se dedicaban al armamentismo nuclear. Y aquí, en Argentina, se había logrado hacer una experiencia cualitativa en definitiva a muy pequeña escala, pero habíamos logrado el método. A mí me contrataron en ese momento: para sumarle capacidad a la planta junto a otro grupo de jóvenes. Era un desafío científico.
–¿Se pensaba en la Argentina nuclear?
–Hoy todo el mundo habla de la cosa pacífica. Yo estoy completamente de acuerdo con eso. Sería una locura usar la energía atómica para otra cosa.
–Pero más allá de ustedes, ¿esto era para que Argentina sea potencia nuclear o se hablaba de independencia?
–Era un problema de independencia. La Argentina tenía gente capacitada. Acá hubo un proceso muy interesante dentro de la Comisión. Estamos hablando del período posbélico. Las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial capturaban a los científicos alemanes. Perón había creado la CNEA en 1950 porque se había dado cuenta de que en todos lados se estaban creando plantas de energía atómica. Esto era un problema muy importante y, como él tenía visión a largo plazo, decidió crear la Comisión y así, poco a poco, en un proceso de trasformación y desarrollo paulatino, se contrataron personas en el exterior. Vinieron técnicos alemanes que diseñaron los aviones a reacción Pulqui en Córdoba. Este fue también el caso del doctor SeelmannEggebert, un radioquímico alemán muy experto. Eso generó una bola de nieve muy positiva. Se formó a profesionales con un fuerte expertise en el campo de la radioquímica. Era un grupo importante, una base sobre la cual creció la CNEA y que estableció una estrecha relación institucional entre la CNEA y la tecnología nuclear alemana.
–¿Entonces qué pasó?
–Nuestro grupo de trabajo llegó a la conclusión de que esta planta de Ezeiza no podía ser ampliada: si queríamos aumentar la capacidad, había que hacer una nueva. No se la podía transformar: era un bloque de cemento, no había posibilidades físicas. La cuestión era tomar el ejemplo del proceso y diseñar la instalación a escala mayor.
–¿Ahí adentro era peligroso?
–No era peligroso, ¡no se podía! Había que cambiar todo. Cambiar la escala. El desarrollo tecnológico se basa en tres etapas: de laboratorio; de prototipo o semiindustrial y la etapa industrial. Vos probás primero la receta para ver si funciona. Había que hacer la etapa 2 y ahí nos metimos nosotros. Lo llamamos el proyecto de la planta PR2.
–¿Y qué pasó?
–Preparamos el proyecto. Hicimos un estudio durante algunos años. Ahí estamos entre el ’70 y ’74. Metidos en el caldo de cultivo de la Argentina. La CNEA no era una isla. Pasaba lo mismo que en el resto del país.
–Hable de eso.
–Había grupos de discusión, asambleas, reuniones. Una agrupación peronista. Participaba la gente de los centros atómicos de Ezeiza, de Constituyentes y el de la sede central. Coincidíamos en que había que adoptar para las centrales nucleares argentinas el uranio natural porque el combustible era más fácil de fabricar autónomamente. Nosotros estábamos con esto. Después de las cinco o seis de la tarde, íbamos a la sede de Libertador para activar documentos y reunirnos con los compañeros de la agrupación. Después nos íbamos a la Cámara de Diputados para discutir una Ley Nuclear. O sea que estábamos pensando la cosa nuclear en grande, a escala país.
–¿Cuál era el corazón del proyecto?
–El corazón era tener una cierta capacidad técnica propia. Nos negábamos a comprar.
–Usted habla en un viejo artículo del debate “llave en mano”. ¿Era eso?
–Es que todas estas cosas se venden como un auto. O sea, te vienen. ¿Querés el auto? Y es “llave en mano” porque te dan la llave; das vuelta la llave y salís con el auto. Pero nosotros queríamos otra cosa. Atucha I fue el primer reactor del país, se compró en 1968 con contrato llave en mano. Se hizo un contrato con la Siemens KWU, una compañía alemana y se le dijo: yo quiero esto. Obvio que Argentina participaba, pero como no tenía experiencia en el proyecto de reactores para generar electricidad, participaba de la obra civil: “dame hierro, cemento y arena”. Pero el diseño y la tecnología era totalmente extranjera. Alemana.
–¿Es bueno o malo?
–¿Qué te parece? Atucha I fue un prototipo, de 350 MW de potencia, que ha funcionado relativamente bien. Tuvo dos accidentes relevantes afortunadamente sin pérdida de radiactividad que provocaron la parada del reactor por períodos largos y exigieron un esfuerzo de capacidad de parte del personal. Porque una cosa es manejar el auto y otra cosa es llamar al mecánico: arreglarlo cuando una parte del motor se te rompe.
–¿Quién podía arreglarlo? ¿Sólo los alemanes?
–En gran parte sí, por eso digo que era un prototipo. No había a quién recurrir. Cuando vos tenés autos y tenés muchos del mismo tipo, si hay un problema tenés una línea de la que agarrarte. En este caso, no. Eso pasa con este tipo de tecnología. Se adoptó una tecnología porque había un vínculo técnico cultural muy fuerte con Alemania, que había venido a enseñarle a la gente. Habían hecho una cosa muy positiva porque formaron un grupo de profesionales, pero ellos no dudaron en aceptar esto, basada en un reactor construido en el centro de Karlsruhe, de 50 MW llamado MZFR operativo desde septiembre 1965. Y cuyo origen era un viejo proyecto militar. Obvio que lo construyeron para uso civil, pero venía de un proyecto para obtener plutonio. Esta tecnología usa como combustible uranio natural, es refrigerado y moderado con agua pesada y se adoptó para la primera central de potencia del país. Funcionó relativamente bien pero cuando se licita la segunda central, hubo una amplia aceptación en la CNEA para adoptar otra tecnología. Que también funcionaba con uranio natural, pero eso es un tema aparte.
–La segunda central se discutía mientras ustedes estaban con el proyecto.
–La segunda central era Embalse. Se eligió tecnología Candu, una tecnología canadiense que también funcionaba con uranio natural y es refrigerada y moderada con agua pesada. Pero esa tecnología es mas simple que la alemana. Había además una serie de reactores del tipo ya en Canadá. Había reactores de potencia considerable, o sea que la confiabilidad era superior. Eso permitía, además, mayor participación de la industria Argentina: había más componentes que se podían hacer acá y eso daba mayor participación nacional. Además el contrato venía atado a un acuerdo de intercambio de know how muy bien implementado por la CNEA. Y así fue que se hizo la firma de Río Tercero en 1974.
–¿Llegamos a las carretillas?
–Llegamos al ’73. Llega Cámpora. Nosotros estábamos en una discusión. Teníamos un proyecto de 10 tomos. Andábamos con la carretilla con ruedas de goma dentro de la Comisión. Llevándole al gerente el proyecto de la PR2 que nos habían encargado. ¿Lo vamos a hacer? ¿O no lo vamos a hacer? Era la ampliación del laboratorio PR1 a la escala prototipo. Estábamos en esa lucha. Impulsándolo. Y si no, le dijimos: ¿qué diablos tenemos que hacer? Porque nos han contratado para trabajar y el trabajo lo habíamos hecho. El problema es que nos habíamos metido en un problema que era estratégico. Eso fue lo que pasó.
–¿Por el tema nuclear?
–Porque se trataba de la separación de plutonio en mayor escala, de gramos a decenas de kilogramos. Nuestro objetivo sin embargo era conocer, ganar confianza con la tecnología y era totalmente civil. Para experimentar el reprocesamiento con elementos combustibles ya quemados por los reactores de Atucha I y Embalse, pero hacerlo a escala prototipo. No era para otra cosa. Pero los Estados Unidos habían decidido cerrar la provisión de tecnología para la extracción de materiales estratégicos a todo el mundo.
–¿Cómo lo supieron?
–Había un club exclusivo, el Club de Londres, que reunía a los países grandes productores de tecnología. Allí se decidió que estos países no podían vender o transferir tecnología o todo lo que fuera relativo al reprocesamiento a otros países.
–¿En ese contexto, el proyecto generó tensión en la Comisión?
–¡La carretilla generó un lío! En junio de 1973, la CNEA es tomada durante un día por la gente. La gente se rebela. Primero en Ezeiza. Al día siguiente en Constituyentes y al día siguiente en la sede central frente a la ESMA. Cuando creó la CNEA, Perón había nombrado a Pedro Iraolagoitía, un almirante, edecán naval de Perón. Creo que fue una cuestión de ejecutividad. Era muy activo, se dedicó a hacer infraestructura. En Córdoba, Buenos Aires, Constituyentes, Ezeiza, Mendoza. En 1955, la gente hubiera querido que se quede, pero se fue. Entró otro almirante, Oscar Quihillalt. La mayoría de su gente era antiperonista, tenía una mirada cientificista, la ciencia por ciencia pura. A nivel mundial, el interés de los países desarrollados era vender energía atómica propia a los países emergentes que debían comprar reactores. Ellos lo que querían era vender reactores ya hechos. Nosotros estábamos en las antípodas de esa política. Decíamos: tenemos que transitar la escala laboratorio, prototipo e industrial sucesivamente, no podemos hacer todo al mismo tiempo. Cuando se arma el lío, se produce la intervención de la CNEA. Cámpora llama a Quihillált. Renuncia y vuelve Iraolagoitía. Lo conocí siendo viejito pero muy activo. Llegamos con el proyecto en la carretilla: “¿Ustedes son bastante revoltosos?”, nos dijo en la primera reunión. Yo tenía 30 años. Le explicamos. Nos han pedido esto. Aquí está. Llamó a un asesor. Nos dijo, déjenme el proyecto. Se tomó un tiempo. Y dijo después: esto está bien. Y nos dijo: “Bueno, vamos a hacerlo”. Nos preguntó entonces: ¿a quién contratamos? Explicamos que queríamos hacerlo nosotros, ser los arquitectos ingenieros de la obra. La idea era hacer un contrato para la obra civil y otro para la construcción y el montaje mecánico.
–¿Finalmente cumplían el sueño?
–Era como un sueño, pero no tanto: teníamos el proyecto, pero requería de algunas cosas complejas. La mayor escala. No teníamos posibilidad de contratar mas personal. Así que fuimos a la UBA, a Química e Ingeniería. Hablamos con los profesores de los últimos cursos. Tenemos este problema, dijimos. Necesitamos alguien capaz de hacer las curvas de uranio, que son como un ejercicio de operaciones unitarias de química. Empezamos a contratar personal de las universidades para hacer el desarrollo de puntos críticos. Teníamos los libros que decían tal cosa, pero había que verificarlo. Inventamos el Centro de Investigación Proyectos y Aplicaciones Mecánicas, en realidad un acuerdo entre CNEA e Ingeniería donde habíamos detectado a un ingeniero muy bueno llamado Halperin. Cuando se empezó a desmadrar la situación política y nombraron a (Alberto) Ottalagano (como interventor de la UBA), tuve que ir a hablar con el ingeniero que dirigía la Facultad de Ingeniería que me recibió con una 38 arriba de la mesa. Yo iba a decirle que no fueran a sacar a Halperín del proyecto. Pero lo rajaron.
–¿Quiénes estaban en el proyecto?
–El responsable era Santiago Morazzo. El grupo estaba formado por ingenieros y técnicos, unas 40 personas.
–¿Qué pasó con el golpe cuando asume Castro Madero?
–Castro Madero estaba ahí, daba vueltas. Era un marino que había estudiado física. Cuando aterrizó en la CNEA se dedicó en primer lugar a realizar la domesticación del personal, mediante un programa de brutal represión ideológica.
–¿Ustedes eran militantes orgánicos?
–El tema es que nos tomaban como modelo mucha de la gente de la Comisión para preguntarnos cómo hacíamos para conseguir todo lo que conseguíamos. ¿Cómo era la cosa? “Vengan a Ezeiza”, les decíamos. Y Ezeiza se había trasformado en un refugio. La madrugada del 28 llegan a mi casa. Me golpean la puerta. Prácticamente me sacaron de ahí. La última visión que tengo es que bajaba en calzoncillos de la escalera. Y veía en el jardín de mi casa tipos que estaban bajando con palas. Haciendo agujeros en el jardín. Me llevaron encapuchado, esposado. Con una escopeta. Por el recorrido, como lo hacia todos los días, fui a parar a la Escuela de Mecánica. A la noche me interrogaron. Me preguntaban cómo era la organización de la célula.
–Insistían.
–Y para nosotros era al revés. A todos los que eran virulentos, les decíamos: muchachos, Perón esta diciendo que hay que desarmar los espíritus. Claro, teníamos poder y además la gente nos seguía. Después íbamos a la asamblea y proponíamos cosas. Habíamos elaborado el proyecto de Plan Nuclear tomando a la Secretaria de Energía como parte. Había un compañero que fue otro de los que pagó, Pedro Landeiro, un ingeniero brillante... En la ESMA, primero nos cagaron a patadas. “¿De qué célula me están hablando?”, les decía yo. Uno hacía de bueno y otro de malo. Dejámelo a este, decían, que lo meto a la parrilla. Me preguntaron por tres o cuatro nombres. Les decía que pregunten en la Comisión. Después del interrogatorio que duró una hora y media o dos, se fueron. Y a los tres días hubo un traslado. De noche, y en el camión reconozco la voz de Santiago Mora- zzo. Nos tocábamos los dedos. Tratábamos de darnos aliento. Era una angustia grande pero fue la primera señal de que no estaba solo. Después, con la reconstrucción de lo que sucedió, nos dimos cuenta que nos llevaron a un barco, el Bahía Aguirre. Ahí trajeron después a todos los demás compañeros de la Comisión, éramos once.
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