EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
Los resultados de Tucumán volvieron a poner el foco en el terreno electoralmente más concreto de aquí al 25 de octubre: si a las generales llega mejor Daniel Scioli o llega mejor Mauricio Macri. Así de esquemático y obvio.
Suena elemental. Quizás no lo sea tanto en medio de un mar de especulaciones que pueden ser divertidas para un café pero están basadas, a su vez, en otras especulaciones. Aire sobre aire.
Especular sin fundamentos equivale a decir con solemnidad, por ejemplo, que Cristina Fernández de Kirchner no lo quiere a Scioli y que, si el gobernador bonaerense gana la presidencia, la actual mandataria le impondrá una jefatura molesta y lo mantendrá en jaque. La hipótesis deja una pregunta sin respuesta: si Cristina quiere volver ella misma en 2019 o fogonear alguna candidatura que no sea la suya ni la de alguien distinto de Scioli, ¿cómo hará para heredar a un presidente fracasado que, más aún, habrá fracasado por sus ataques?
Otra hipótesis sin base palpable es que, en verdad, Cristina no quiere el triunfo de Scioli. No hay pruebas ni indicios de esa especulación. Los pocos funcionarios que hace unos meses insistían con las ventajas de una derrota y la vuelta inexorable de la Presidenta en el 2019 ya no lo dicen más ni a su almohada. Callaron incluso en privado hace más de dos meses, incluso antes de que la fórmula oficialista fuese Daniel Scioli-Carlos Zannini y de que Florencio Randazzo quedase fuera de carrera.
Parte de la ilusión derrotista surgía de una lectura ignorante de la historia chilena. Según esa lectura, Michelle Bachelet planificó el triunfo de Sebastián Piñera en 2010 para volver después de un turno conservador en 2014. La verdad es que Piñera le ganó en la segunda vuelta de enero de 2010 al candidato oficialista de la Concertación Eduardo Frei entre otros motivos porque en su momento la Concertación había dejado fuera de la competencia interna a Marco Enríquez Ominami. También Piñera pudo haber ganado por el cansancio de tantos años de gobierno concertacionista, por la falta de entusiasmo, por la apatía, por el agotamiento del modelo chileno de progreso social y por cien razones más. Lo cierto es que Bachelet no planificó el futuro tal como se dio y que si volvió en 2014 es, sencillamente, porque pudo construir una coalición, porque su popularidad seguía intacta y porque después de un gobierno mediocre de Piñera la derecha no logró instalar candidaturas competitivas.
Naturalmente Cristina puede cometer errores que cuesten votos al Frente para la Victoria y Scioli puede cometer errores que le cuesten votos a sí mismo y al Frente para la Victoria. Con una aclaración necesaria: la política real se nutre tanto de errores como de conspiraciones. O tal vez se nutra más de errores, casualidades o ciclos históricos regionales y mundiales que de conspiraciones. Pero atribuir cada palabra a un plan fríamente calculado y de resultado inevitable responde a una visión de la política casi infantil, parta esa atribución del oficialismo o surja de alguna de las variantes de la oposición.
No hay ninguna evidencia en contrario de un puñado de datos que se desprenden de la política real:
- Una derrota de Scioli no le conviene a nadie en el oficialismo.
- Pensar que un par de giros verbales puedan marcar el margen de maniobra de un futuro presidente más que el balance popular, favorable o crítico, de doce años de gestión, es ahistórico.
- Suponer que el folklore de las internas de hoy pesará el primer semestre de 2016 más que, por caso, la preocupante recesión en Brasil, quita dimensiones concretas de análisis.
En un contexto regional de mayor inestabilidad política, con un Brasil que no crece y un mundo nada favorable al aumento del superávit fiscal, será un hecho revolucionario si el próximo gobierno termina su mandato el 10 de diciembre de 2019 con el mismo nivel de empleo que la Argentina exhibe hoy. El principal desafío será retener empleos en un marco adverso.
Si ese objetivo –retener empleos– fuera aceptado como una meta común por la fuerza que quedó con un 38 por ciento en las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias y hoy está más cerca de la Casa Rosada, ¿quién en su sano juicio vería con buenos ojos la multiplicación de disputas y la agudización artificial de contradicciones? No se trata de desdeñar el hecho de que la política se basa no sólo en el tejido de acuerdos, sino en la competencia, incluso personal, sobre todo para sitios donde hay una sola butaca de mando, como la presidencia o las gobernaciones. Se trata, más bien, de imaginar cierta proporcionalidad entre el grado de internismo y la complejidad del escenario económico y social que ya asoma en la Argentina.
Nadie –ni Cristina ni Scioli, por tomar a las dos figuras más populares hoy en el Frente para la Victoria– dejará de colocar su impronta. Nadie se abstendrá de inscribir su estilo. Pero nadie ignora que la mejor plataforma para la gestión está en la presidencia y que ni siquiera la jefatura política más contundente puede ignorar la inminencia de un futuro compartido. Sobre todo cuando no sólo deberá gestionar Scioli, sino que deberán hacerlo los gobernadores electos e incluso los dirigentes de La Cámpora que alcancen niveles ejecutivos.
Después de Tucumán y solo con un comicio no simultáneo con las elecciones nacionales en el medio (Chaco) al oficialismo le queda por delante una intensa tarea. Entre otras cosas, gobernar. Y en términos de campaña, crecer aún más en el noroeste, morder votos en Córdoba, consolidarse en Santa Fe y mejorar el resultado en la provincia de Buenos Aires. Como a corto plazo el macrismo parece más receptivo del voto que no es rural por residencia pero sí por influencia cultural, al FpV no le quedará otra que pelear voto a voto en los pueblos de menos de 50 mil habitantes mientras apunta a compensar el déficit con una diferencia mayor en el Gran Buenos Aires y con cierta recuperación en grandes distritos electorales como Mar del Plata y Bahía Blanca.
No es poco trabajo para dos meses.
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