EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La sentencia de la autodenominada “Excelentísima” Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo de Tucumán es peor que pésima: arbitraria. La diferencia es cualitativa. Hay arbitrariedad cuando los jueces fallan contra el derecho vigente sin sostener una argumentación razonada. La decisión es mero producto de su voluntad aunque tenga el formato de una sentencia.
La consecuencia es una grave situación institucional sin precedentes desde la restauración del sistema democrático en 1983. Las soluciones a las preocupantes secuelas deben buscarse dentro del propio sistema legal que, a pesar de lo que quieran tres magistrados y muchos factores de poder, debe defenderse con sus propias herramientas.
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El autor de esta nota es abogado, recibido en una universidad pública hace más de cuarenta años. Ejerció la profesión durante más de veinticinco. Es, entonces, un profesional formado y baqueteado aunque no pretende ser un jurista, un teórico de alto nivel. Esta columna aspira a la divulgación y por eso ahorra al lector promedio ciertos tecnicismos.
Anular una elección es excepcional: requiere presupuestos de enorme dimensión. En líneas generales, los jueces deben preservar la validez de los actos de otros poderes y, en este caso, del pronunciamiento ciudadano. Todo sistema legal prescribe qué debe hacerse en cada caso si hay dudas o ambigüedades. En esta situación sólo puede anularse el comicio si se violaron las reglas constitucionales de modo flagrante y con efecto en el veredicto popular. Es la proyección concreta de un criterio general: no hay sanción ni condena, menos una nulidad total, sin plena prueba. En concordancia, no se debe condenar penalmente si hay duda ni se debe hacer lugar a una demanda civil por daños si el actor no prueba plenamente los hechos y la responsabilidad del otro.
Los jueces deben limitar su afán intervencionista, imperativo válido hasta para los referís de fútbol.
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Los “considerandos”, esto es, los fundamentos cabales de la decisión, son relativamente cortos. Mucho más escuetos que el relato de los hechos.
No es banal ni cínico preguntarse qué impacto produjeron las circunstancias que la Cámara enumera o el contexto de clientelismo sobre el que divaga. Lo serio y legal es ponderar la gravitación de las anormalidades en el resultado. En este caso, cabe inferir, no se hizo porque es clavado que la cantidad de mesas impugnadas en detalle (aun con fundamentos opinables) ni remotamente puede alterar el resultado final.
En la nutrida historia de elecciones desde 1983, que registra episodios de violencia, falta de boletas, maniobras, cortes de luz, escrutinios suspendidos y otras irregularidades distintos tribunales apelaron a remedios más sensatos y acotados. Por ejemplo a elecciones complementarias en mesas, escuelas o ciudades íntegras.
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Pasemos, casi, por alto la adjudicación de la competencia del Tribunal. La Cámara se la arrogó declarando la inconstitucionalidad de una norma que le deniega entender en este pleito. Todo apesta a “forum shopping”, a que la oposición política provincial eligió un tribunal afín y este validó la maniobra. Pero ese aspecto, que podría sellar la invalidez de la decisión, es quizás menos grave que el fondo de la sentencia, al que dedicaremos más espacio.
Dos ejes sustentan la sentencia. El primero es la existencia de clientelismo que vicia el acto electoral. El segundo, una cantidad de supuestas irregularidades.
La Cámara alude “a las consecuencias enormemente perniciosas que las prácticas clientelares tienen sobre los principios fundamentales del régimen representativo y, en particular, sobre la genuina expresión de voluntad del elector que es su presupuesto”. El alegato es interesante para un coloquio. En Tribunales sólo procede a condición de sopesar cabalmente cuán perniciosas son dichas prácticas, si existen.
El Tribunal, revelando un pobre o nulo conocimiento de la nutrida bibliografía nacional sobre el tema, acumula reflexiones generales, dogmáticas, plagadas de soberbia. Se autoerige en custodia de los sectores “desamparados” a cuyo voto le pasa por arriba. La categorización de “desamparados” no está escrita en ningún texto legal: es un arrebato ideológico, sintomático de las clases dominantes. La compasión –superioridad– niega la autonomía de los sujetos. Enumera algunos hechos tan comunes cuan transversales a todas las fuerzas políticas (la oposición tucumana gobierna San Miguel). Pero ni se esfuerza en valorar cuál es su gravitación en el resultado, ni siquiera en el plano más especulativo.
Su fundamento es que las prácticas clientelares vician irreparablemente el comicio.
No entraremos acá a discurrir a fondo sobre el clientelismo ni aun polemizar sobre el uso opinable de ese vocablo. Cualquier abordaje comprueba que no se habla de una acción aislada sino de un sistema de relaciones. Sea que se la apode “clientelismo” o sea que se elija una taxonomía más compleja y seria no es una praxis que surge y se extingue en las jornadas electorales. Si Tucumán padece “clientelismo” que ejerce el efecto de mancha venenosa, el contexto continuará dentro de semanas o meses, cuando deberían realizarse las nuevas elecciones que la sentencia impone. La proyección de lo resuelto (o de la cosmovisión que lo nutre) es que nunca podrá votarse en Tucumán con la libertad hipotética que “exigen” los magistrados.
La relación entre los votantes, los punteros, los dirigentes locales y las autoridades puede y debe analizarse, eventualmente criticarse. Su solución o tratamiento no es potestad de un patriarcado de clase, de una elite endógama, (los jueces en general) sino de la emancipación popular que les ajena.
Aseverar que los pobres son esclavos, masas inermes o que su voluntad ha sido subyugada por la entrega de un puñado de bienes se asemeja demasiado a la narrativa de ciertas fuerzas o referentes de la derecha argentina.
La viga fundante del fallo es antojadiza, tributaria de una perspectiva aristocrática y sesgada de la sociedad. Cero análisis empírico hay acerca del efecto en la elección anulada. Sobre eso debían expedirse los jueces sin hacer (se dice en sentido figurado) ejercicio ilegal de las ciencias sociales.
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Lo primero que revela la reseña del fallo sobre incidentes e irregularidades es la enumeración de las mesas supuestamente viciadas. Son un puñado, irrelevante para torcer la diferencia final.
Hay una perla reveladora cuando se habla de la quema de urnas y otros actos vandálicos. Se omite que está probado que, cuanto menos en parte sustantiva, los cometió un dirigente de la oposición que promueve el amparo y lo gana. La Cámara no se da por enterada del hecho que por ser “notorio” (sabido por la opinión pública) tiene el deber de conocer y valorar. Tal vez se deba a que su fuente de información son programas de televisión y notas de la prensa hegemónica que encubrió el dato. Los magistrados premian la conducta aviesa de quien ensució el comicio y reclama su nulidad. Desconocen que nadie puede alegar su propia torpeza y que la mala fe no debe ser premiada.
Corresponde investigar esas y otras anomalías, investigarlas, sancionarlas si son delitos pero no extrapolar o des dimensionar sus consecuencias concretas.
Exorbitante es la sentencia, un precedente antidemocrático. Les viene como anillo al dedo a quienes están generando un escenario pre golpista, con el ansia casi confesa de descalificar un resultado nacional si el candidato oficialista Daniel Scioli gana “apretadamente” por más de diez puntos y superando el cuarenta por ciento de los votos.
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Corre el plazo para recurrir a la Corte Suprema provincial. Se actúa contra reloj: es factible que no haya tiempo para que se expida antes de la fecha fijada para el cambio de autoridades. En Tribunales, el que quiere demorar o dilatar usualmente gana. He ahí el primer objetivo de la oposición nacional y tucumana.
Cabe suponer –porque es lo ajustado a derecho y por su composición– que la Corte provincial revocará la decisión. La oposición podría plantear recurso extraordinario ante la Corte Suprema nacional. Este no es automático como una apelación común. Puede considerarse improcedente, lo que primero dirime el supremo tribunal provincial y en definitiva el nacional. Si el provincial rechazara el recurso podría quedar un lapso en que la sentencia que comentamos quedara sin efecto, suspendida. En ese plazo, podría asumir José Manzur.
Lo más verosímil es que no se llegue en fecha y que la provincia quede acéfala en octubre. Una indeseable intervención federal es un desenlace factible que puede devenir inevitable. Todos los escenarios lucen insatisfactorios. Son consecuencia de la irresponsabilidad de la Cámara. Se discute si los jueces deben tomar en cuenta las consecuencias sociales y políticas de sus decisiones o si deben ignorarlas con olímpico desdén. Es un bizantinismo de juristas, enfrascados en su arrogancia y torres de cristal. Max Weber lo expresó mejor: todos los que hacen política son responsables de las consecuencias de sus acciones, aun de las no queridas (que no es el caso). Una grave conmoción deriva de la arbitrariedad.
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Entre tanto la Cámara Nacional Electoral Nacional ha ordenado medidas para preservar y mejorar las elecciones de octubre. Puede discreparse parcialmente aunque todas son sistémicas y ponderadas. Algunos ejemplos son mejorar la dotación de autoridades de mesa, la expedición de certificados, precaver que se sustraigan o escatimen boletas, capacitar a los ciudadanos.
Una movilización ciudadana que incluya a fiscales aguerridos debería sumarse al combo de movidas.
El autor de esta nota no concuerda con la mirada política de los camaristas nacionales, que cuestionó en una nota reciente. Nobleza obliga: lo que hacen hasta hoy es manejarse dentro del sistema, valerse de su experiencia para evitar problemas conocidos, con acciones reformistas y factibles. Claro que son camaristas electorales y no una terna de improvisados cuya mala praxis armoniza, en chocante sintonía, con un clima desestabilizador al que contribuyeron.
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