EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
La Presidenta que compra joyas ostentosas y carísimas en el Bulgari de Roma durante el descanso de un seminario de la FAO sobre el hambre infantil es la postal perfecta de país bananero y masas populistas. Un postre para el paladar opositor argentino. El Corriere della Sera hizo el trabajo sucio y La Nación lo difundió en la Argentina. Los autores tuvieron que pagar una multa. Todo era mentira, incluyendo el diálogo trabajosamente “reconstruido” entre el joyero y la conspicua compradora. El relato de la oposición mediática y política sobre la corrupción o sobre la tosquedad del Gobierno se vuelve cansador. Hace ya doce años que está el kirchnerismo. La oposición política y mediática tiene a la mayor parte de los jueces de su lado y en todos estos años no han podido demostrar nada de nada. La causa contra Guillermo Moreno abierta por Clarín se acaba de caer y se la tuvieron que sacar –al igual que antes le sacaron la causa Hotesur contra la Presidenta– al juez Claudio Bonadio que solamente las había tomado para revolear porquería en un intento desesperado de frenar los nueve juicios de destitución que tiene pendientes en el Consejo de la Magistratura. Hay mucho invento, algunos más elaborados que otros. Como el que se topó con un plano de la casa particular de Calafate y descubrió que tenía un sótano. No había por dónde golpear. Entonces sacó la cuenta de lo que medía el sótano y de cuántos billetes de dólar y euros podían caber allí. Y así armó un programa de televisión con la genialidad impúdica de los charlatanes de feria. Cuando la Presidenta estuvo en Cuba, hubo un periodista en el portal de Infobae que estuvo diez minutos explicando que de tres fuentes diferentes había logrado establecer la razón de que el Papa hubiera rechazado el pedido de audiencia de Cristina. Decía que el Sumo Pontífice de la Santa Iglesia Católica estaba enojado porque la presidenta argentina le había puesto a Carlos Zannini de vice a Daniel Scioli y porque el candidato bonaerense era Aníbal Fernández y no Julián Domínguez. El Papa nunca se negó a recibirla, nunca se pidió la audiencia y el disparate de que el Papa discuta candidatos con la Presidenta parece obra de un alucinado. Era todo mentira.
Pero es un periodismo que gusta como el queso con batata, tiene seguidores finos que ordenan su vida y tratan de armársela a los demás a partir de esa pintura de la realidad. Es un relato que sirvió para que presuntos defensores de los derechos humanos lo usaran como argumento para no acompañar la legislación de derechos humanos (porque el Gobierno no tiene “autoridad moral” para legislar sobre ese tema), para que discursivos luchadores por la soberanía se negaran a votar la nacionalización de YPF y hasta para que ruidosos periodistas diputados evitaran votar la ley de medios que podía afectar al grupo Clarín y a otras corporaciones mediáticas.
El juicio que le ganó la Presidenta al Corriere della Sera es la culminación de una historia que comenzó hace siete años. Los periodistas italianos inventaron una situación que nunca se produjo, ni siquiera pueden alegar que se confundieron por actitudes o comentarios. La Justicia italiana demostró que hubo mala fe porque de otra manera no podrían haber sido condenados. Eso quiere decir que ellos sabían que estaban mintiendo. La Nación reconoce que reprodujo esa información tan insidiosamente grave sin siquiera tratar de confirmar su veracidad y sin tomar en cuenta la desmentida reiterada del Gobierno.
Este relato que va enhebrando historias truncas cuyo desenlace lejano será la desmentida, crea situaciones alteradas como la de esos legisladores que no votan lo que en vidas anteriores dijeron que había que votar. Es un lenguaje que se basa en algo tan incierto y resbaladizo como lo implícito, que a su vez es un territorio generado en forma endogámica por los mismos que lo comparten, muy diferente a lo que sucede por fuera de ellos. Para La Nación, y seguramente para muchos de sus lectores, está implícita la culpabilidad de Cristina y por lo tanto no necesita comprobar la información que reprodujo del Corriere della Sera. Y si no se fue de compras en ese momento, seguro lo hizo antes o después, en Bulgari o en Cartier. Está implícito que Cristina Kirchner se siente emperatriz y actúa como nuevo rico, está implícito que es compradora compulsiva de joyas, está implícito que para ella la política es actuación. De todos estos implícitos se desprenden muchos más hasta llegar a cada uno de los actos concretos de este gobierno, que son discutidos por los implícitos. De todos los implícitos básicos se desprende entonces que también está implícito que los juicios a los represores desnaturalizan a los verdaderos derechos humanos; está implícito que la nacionalización de YPF favorece a las trasnacionales o está implícito que la ley antimonopólica de medios audiovisuales es para controlar a los medios. Es como esas conversaciones entre personas que no completan las frases. Se entienden por implícitos. En realidad, se supone que se entienden. Porque los implícitos no se dicen ni se prueban, ni se exponen a la equivocación, a la crítica ni a la discusión, son sobreentendidos.
En una reunión del country está implícito que el Gobierno es corrupto y cualquiera que trate de esclarecer ese consenso no explicitado será sospechado de corrupto o cómplice. Para pertenecer a ese grupo hay que aceptar los sobreentendidos, que terminan por convertirse en rasgos clasistas.
La contrapartida de esa negación utópica, no es el pragmatismo. Mientras una parte vive en ese mundo de implícitos, otra parte comparte hechos concretos en un mundo donde el FMI ya no dicta la política económica del país, donde se crearon cinco millones de puestos de trabajo, donde se desarrollan los juicios a los represores, donde YPF aumenta la producción de petróleo e invierte en prospección, donde surgen 1400 nuevos medios cooperativos, universitarios, institucionales, étnicos, vecinales y sociales a partir de la aplicación de la ley de medios, donde se distribuye la AUH sin clientelismo y se aumentan las jubilaciones dos veces por año o se construyen más escuelas que en los últimos cincuenta años, igual que la inversión en obra pública.
En realidad, es al revés. Porque los implícitos parten de negar estos hechos, porque no creen que se puedan hacer, porque les molesta no haberlos hecho ellos o porque no están de acuerdo con que se hagan. Sobre todo esto último. Y la mejor forma de negar que todo eso se realizó es la negación de quienes lo hicieron: como los Kirchner y su entorno son corruptos, no pueden haber hecho nada de eso y todo es una mentira, un gran simulacro.
Cuando se discute de buena fe con un amigo anti K y se le pinchan todos estos globitos de implícitos y complicidades que comparte en su microclima, la frase que sigue es: “bueno, pero tampoco estamos en un paraíso”. Es donde empieza la discusión real, porque es cierto que hubo cosas mal hechas y porque hubo muchas otras que no se hicieron. Pero la larga lista de deudas históricas sociales, económicas y culturales acumuladas por muchos gobiernos de todos los colores, y que fueron saldadas o abordadas en estos doce años deja un saldo que no se podrá borrar con el facilismo de los sobreentendidos.
En los últimos meses, en ese discurso de que todo es una mentira, empezó a sobresalir la voz de los factores de poder económico del neoliberalismo: “Todo es un desastre que habrá que arreglar con medidas drásticas cuando se vaya este gobierno”. Los que chocaron la calesita, los que generaron la crisis del 2001, la más grande y profunda en la historia de la Argentina, quieren volver y recuperar el espacio que perdieron estos doce años. La presión sobre la economía en el tramo final del Gobierno es cada vez más fuerte y recibe el socorro de los organismos financieros internacionales desplazados, como la calificadora Moody’s o el FMI con sus repetidas predicciones apocalípticas. Y la presión será más fuerte todavía sobre el próximo gobierno si Daniel Scioli gana las elecciones. Con Macri no tendrían necesidad de presionar.
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