EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La movilización que protagonizan en estos días los partidarios de la continuidad del rumbo que vino desarrollando el gobierno en estos últimos años con las rectificaciones e innovaciones que sean necesarias se ha convertido, más que en un episodio de campaña electoral, en un hecho político en sí mismo. Los autoconvocados de barrios, plazas, lugares de trabajo, universidades, centros de investigación científica, artistas y otros sectores, se mueven, claro está, a favor del candidato del Frente para la Victoria, Daniel Scioli, pero su iniciativa y las condiciones que la rodean le dan además otros significados políticos.
El contexto de las manifestaciones es el de una nueva vuelta del plan desestabilizador en el que el establishment viene trabajando en todo este ciclo político. El resultado de la primera vuelta, inesperado para la propia derecha, los convenció de que había llegado el momento de una nueva ofensiva dirigida a lo que fue siempre su plan A: un estado de ingobernabilidad provocado por un manotazo especulativo contra la moneda que provoque incertidumbre y desesperación en amplias franjas de la población, particularmente entre los habitantes de las grandes ciudades del país. La idea es que una situación de descontrol económico sea el preludio de la política de choque predicada por el neoliberalismo. Con eso se consigue su aceptación social como mal menor y un escarmiento para cualquiera que piense en volver a desafiar la agenda del orden conservador. Quien quiera seguir ignorando esta matriz consciente y estratégica de los grandes desórdenes económicos y sociales en las últimas décadas en nuestro país puede hacerlo, con el único inconveniente de que la creencia en que estas crisis han sido fenómenos naturales, necesarios e inevitables paraliza toda acción preventiva y facilita el operativo cuyas graves consecuencias sobre nuestra sociedad todos conocemos.
Hay que reconocer una especificidad en el capítulo actual de ataque institucional a la democracia. Asistimos al hecho insólito de un conjunto de economistas –que sugestivamente incluye a Prat-Gay, a quien Macri ha anunciado como su ministro del ramo en la eventualidad de que ganara la elección– realizan insistentes “anuncios” virtuales de lo que va a suceder en la Argentina en los próximos meses. En la primera fila de las primicias están la megadevaluación de la moneda, la apertura de las importaciones y la quita de subsidios al uso de los servicios esenciales, decisiones todas ellas que provocarían distintos tipos de combinaciones entre un golpe inflacionario y un fuerte parate de la actividad económica con sus inevitables secuelas en el empleo. Se trata, sin duda, de una extraña oferta electoral, pero el caso es que viene combinada con otros aspectos del juego político. El primero es que de estas cosas hablan los tecnócratas, no el candidato que sigue llenando el aire con suspiros de unión, alegría, reconciliación, con la clara consigna táctica de no decir nada sobre la cuestión económico-social ni, en general, de ninguna cosa realmente importante. Con lo cual las amenazas de los técnicos llegan a oídos políticamente atentos y no a una buena parte de los ciudadanos. Otra peculiaridad es que los anuncios de algo que no se sabe realmente si ocurrirá están acompañados siempre de un diagnóstico catastrofista de la situación económica argentina que la vida cotidiana de las personas no autoriza; el reparo es menor porque los sabios de la tribu conocen leyes y datos que el común de la gente ignora y que aseguran el desenlace anunciado. Es decir, el ajuste que preparan no sería otra cosa que una consecuencia de la política de la actual presidenta. La otra cuestión central de esta ofensiva política desestabilizadora es que, en el caso de que ganara Macri, quedarían dos semanas de gobierno de Cristina Kirchner, el momento ideal para desatar a las fieras de la especulación.
Hay que notar que el anuncio de medidas económicas para un futuro no es futuro sino presente. Condiciona conductas, desestabiliza conciencias, fomenta los rumores, alienta la irracionalidad. Los que impulsan este operativo se han pasado todos estos días y seguirán en los que vienen acusando al Gobierno y sus partidarios de montar una campaña de terror. Curioso terrorismo éste que consiste en intentar ampliar los que los tecnócratas de derecha dicen para que no pase desapercibido para el pueblo. ¿Qué es lo que deberíamos hacer quienes creemos advertir estos designios antidemocráticos y antipopulares? ¿Callarlos para que nadie se asuste? Los que están sembrando miedo son estos personajes, por lo demás muy conocidos por todos los argentinos: los hemos visto alentando expectativas en las políticas neoliberales de los años noventa, aún en los días en los que el país había entrado en la faz más crítica de su historia más o menos cercana, sabemos de sus vínculos con poderosas empresas y grupos financieros, los Wikileaks han revelado su promiscua relación con la embajada de Estados Unidos en el país. Sin embargo, la estrategia electoral del macrismo ha logrado por lo menos parcialmente separar por un lado el mensaje de los técnicos y por otro el discurso electoral como si vivieran en dos planetas diferentes. En el planeta del show electoral se habla de las formas, de los valores abstractos y de buenos deseos, lo que constituye una inteligente decisión de campaña, con reminiscencias de aquel que no dijo lo que iba a hacer porque si lo decía no lo votaba nadie. Es decir una táctica inteligente pero políticamente perversa y manipuladora. Y no solamente ni tanto por los medios empleados sino por el fin al que se dirigen, el de una fuerte redistribución del producto nacional a favor de los sectores más poderosos de la sociedad.
Hemos hablado aquí sobre la cuestión de las formas. Resumamos lo dicho, cuando la derecha habla de las formas de los gobiernos de estos últimos años está tratando de demostrar que son posibles los cambios reparadores y redistributivos sin conflictos que los acompañen. Para que tal afirmación pueda tener algún anclaje, reducen el gobierno de una sociedad a dos patrones exclusivos: la aptitud técnica y la decencia. Es decir la política reducida a la técnica y a la moral. La técnica decide con el saber correspondiente que es lo que corresponde hacer, lo que conocen los expertos del establishment como quien conoce la ley de gravedad. Es decir no hay intereses en juego y no son esos intereses los que construyen relatos que llevan a esas decisiones. La moral del caso es una moral de reglas fijas que son esencialmente instrumentales. Es decir, los funcionarios no van a robar el dinero que es de los contribuyentes: una norma totalmente justa (a tal punto que está incorporada al Código Penal), pero insuficiente. Porque, por ejemplo, las políticas de endeudamiento con el gran capital suelen ser fuentes de extraordinarias ganancias laterales para sus operadores, a lo que, en este caso, debe sumarse la ruina social que produjeron esas decisiones de endeudamiento dirigido a la especulación financiera y no a políticas de desarrollo productivo. El hecho real es que ese discurso tecnocrático-moralista ha impactado fuertemente en un sector de nuestra sociedad; un sector que incluye porciones de los grupos sociales más beneficiados por las políticas económicas, sociales y culturales de estos doce años.
Va apareciendo claro que es inevitable cierta fatiga social ante la conflictividad política que acompaña necesariamente a los procesos de transformación. Y que la fatiga no se debe exclusivamente a la poca tolerancia anímica de algunos sectores sino a ciertas dificultades de los propios protagonistas de los cambios para superar los lenguajes estereotipados, la simplificación de la diferencia política y la carga de sectarismo que todos los movimientos populares arrastran. La cuestión principal parece estar en la innovación, o para ser más precisos en la insuficiente innovación (insuficiencia que es necesariamente relativa y que sólo sale a la luz en plenitud ante los resultados electorales). Esto es lo que ha captado la publicística de la derecha: el deseo de innovación. Y lo ha resumido en la palabra cambio. La promesa incumplible –por imposible y por falsa– es la de que todo lo que se ganó se va a conservar y a crecer, pero haciendo las cosas de otro modo, con respeto, en unión fraternal, con alegría.
Esta es la materia de la movilización popular de estos días, la conversación sobre el futuro instalada en el lugar real y no en el de simples eslóganes de campaña. Es una gran coalición social opuesta al ajuste de los tecnócratas a favor de los poderosos. Como tal debe ser una etapa de una acción más amplia, porque las presiones y la extorsión a la sociedad no van a cesar, aun cuando el resultado favorezca al candidato comprometido con el rumbo que el país asumió en 2003. Lo que se discute es cómo se deben distribuir los recursos económicos, sociales y culturales para que Argentina pueda crecer como una comunidad política estable, soberana y socialmente justa. De esto se está hablando en la calle: de salarios, de empleo, de empresa que crece, de poder adquisitivo que se defiende como un dato de justicia y también como el motor principal de una economía orientada a la producción y la satisfacción de necesidades sociales. Se habla de esto y de no regresar al pasado.
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