Mar 17.11.2015

EL PAíS  › OPINIóN

Crónica desde la grieta

› Por Sergio Wischñevsky *

¿Por qué nunca hubo un debate presidencial en Argentina? Se podría pensar que no era forzoso que lo hubiera, pero tal vez de la respuesta a esa pregunta puedan surgir algunas claves interpretativas de cómo ha circulado la política entre nosotros. Difícil imaginar un debate Perón-Tamborini en 1945, toda vez que la postura de la Unión Democrática afirmó que a lo que se enfrentaban era al mismísimo fascismo. Una módica consulta a un diccionario etimológico nos dice que la palabra “debate” ancla sus orígenes en el latín, verbo latino bátuo, batuere, expresa la acción de golpear repetidamente, con cierta energía pero con suavidad. Es de la misma raíz que abatir, imbatible, batería, combate. Casi podría decirse que donde hay combate no hay debate.

Ser testigo en la Facultad de Derecho fue una experiencia política, pero también antropológica. Ya desde el mismo trámite de acreditación y espera en previa a entrar, éramos una pequeña multitud atiborrada. Se otorgaron pulseritas de distintos colores a la manera de los boliches o los hoteles all inclusive. Periodistas a granel de distintos rangos y jerarquías, desde los noteros rasos hasta las megaestrellas televisivas, pasando por centenares de técnicos y productores, militantes, invitados y aspirantes a colados que mayoritariamente fueron repelidos. La convivencia era sumamente civilizada, pero cuidadosa, uno no sabía con quién hacer chistes, qué susceptibilidades políticas podían disparar heridas. Estábamos todos juntos en la grieta, a punto de presenciar un acontecimiento y nadie quería desentonar.

¿Cómo hay que ir vestido a un debate? Algunos desprevenidos fuimos como a un recital. ¡Error! Lo que predominaba era una estricta formalidad más cercana a un casamiento o un bar-mitzva, en un exquisito salón de fiestas. Todo estaba muy bien organizado. Tanto que incomodaba.

Adentro del aula magna la distribución del público fue rigurosamente repartida. Mirando al escenario, a la derecha se ubicaron los allegados al Frente para la Victoria, y como una broma, tal vez casual, a la izquierda, los de Cambiemos. Abundaban en ambas márgenes famosos de toda fama. Gobernadores, intendentes electos y salientes, modelos, actores, funcionarios, rabinos Bergman, un exultante Fernando Espinoza junto a Verónica Magario, Gabriel Mariotto, un Jorge Telerman fungiendo casi de anfitrión, Wado de Pedro, Gustavo Marangoni; sciolistas en abundancia, presencia más módica de kirchnerismo rutilante.

Está por empezar el debate, voces insistentes piden a la concurrencia que se siente y haga silencio. Hay nervios, hay tensión y hay atención. Signo de los tiempos: todo el mundo mira intermitentemente sus celulares, escriben tuits, se sacan selfies, las publican en Facebook.

Scioli arrancó más nervioso pero más natural, Macri parece más natural pero menos real. ¿Cómo no estar nervioso en un evento como éste? El candidato del PRO establece complicidad con los periodistas, se sumerge en los tópicos de la cultura anti K, menciona cuatro veces a 6, 7, 8, menta a “la gente”, a “los argentinos”; Scioli no replica con el Grupo Clarín, nadie lo menciona en la noche, pero habla de “los estudiantes”, “los trabajadores”, “la clase media”, tampoco nadie nombra al campo.

Llega la pausa. Es irresistible la tentación de cruzar la línea e ir a la zona izquierda. Allí están Ernesto Sanz, Gabriela Michetti, María Eugenia Vidal, Daniel Hadad, y con ellos sorprende ver a la jueza federal Sandra Arroyo Salgado junto a su hija. Parecen contentos, se escucha un “Mauricio estuvo muy bien”. Llega la orden de volver a los asientos. Le pregunto a Espinoza: “¿Cómo la ves?”. Me cachetea amigablemente y dice: “Ganamos, papá”. Todos están de buen humor. El debate es una fiesta.

El segundo bloque empieza con la gente ya más suelta. Se escuchan comentarios como en la cancha de quienes quisieran estar en el atril y le soplan a Scioli lo que les gustaría que diga, “Hablale del Garrahan”, “Gecile de los satélites”, pero se oyó un rumor parecido a un gol cuando el gobernador soltó: “No pudo vencer a los trapitos, pero dice que va a derrotar al narcotráfico”, se morían por pararse a ovacionar pero primó la cordura.

Ninguno de los candidatos cayó en las trampas de su rival, todas las preguntas eran envenenadas, y casi ninguna fue respondida.

Quienes dicen que no hubo debate no están viendo algo muy importante, lo más sustancioso no estuvo en los argumentos, casi no los hubo, no podía haberlos en el formato dos minutos para explicar el mundo. La batalla que se libró fue por imponer un estilo, un sentido de lo que se quería transmitir, el lugar en donde se quería arrinconar al rival.

Macri uso palabras como “lamento”, “te convertiste”, “no entendiste” casi como quien se siente desilusionado, despechado, dolido y la más extraña fue “me rindo”, entrando en zona peligrosa. En cambio, Scioli no renunció a la política: pidió que no nos maneje el FMI, no nos arrodillemos ante los buitres, recordó que Macri “vetó leyes” y no quiso abrir mucho el campo de críticas porque su estrategia se centró en machacar como un mantra para que se instale en la memoria, que “Cambiemos propone la devaluación y el fin de los subsidios”. No intercambiaron argumentos, pero cincharon por imponer sentido.

Otro rasgo muy interesante es que ambos candidatos debieron caminar por un estrecho desfiladero. El jefe porteño les hablaba por los menos a dos capas de público: los que realmente quieren acabar con las políticas públicas, que forman un caudal numeroso de sus votantes, pero también, a los que si bien quieren un cambio, jamás avalarían ese paso. Mantener la ambigüedad necesaria resulta esencial para ganar el ballottage. El mismo problema enfrentó Scioli, necesita mantener a los adherentes kirchneristas entusiastas y al mismo tiempo ir por los que quieren ciertos cambios. Este equilibrio se notó cuando le recordó a su oponente que él no es el gobierno que termina el 10 de diciembre, pero en otros tramos reivindicó las principales políticas de estos 12 años y le recriminó no haberlas apoyado.

El formato de los dos minutos le quedó más incómodo a Scioli, que se excedió varias veces y tuvo que cerrar su alocución bajo la fiera advertencia de los guardianes del tiempo.

No bien terminó el debate comenzó la era de la interpretación. En la facultad se montaron estudios de televisión y productores y noteros recorrían con ansias los pasillos en busca de alguna nota, los analistas hacían sus aportes tratando de reinterpretar lo que todo el mundo vio; a veces aportando lucidez y otras sumiéndonos en las tinieblas.

En una Argentina que ha tenido como costumbre no darle legitimidad al rival, o donde se especuló con que no conviene debatir si se va ganando, la novedad del debate, con 32 años ininterrumpidos de continuidad democrática, no deja de ser un signo de que fue posible un encuentro en la grieta y de que una definición presidencial tan ajustada no habíamos vivido prácticamente nunca.

* Historiador.

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