EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Rapoport y Ricardo Vicente *
Hay quien dice que es bueno que por fin se haya formado un partido de derecha en la Argentina, que nunca existió, porque eso equilibra el escenario político. Aunque estuviera bien que en democracia existiera un partido de ese tipo en el país, esta afirmación está tan lejos de la verdad como la de que un peso valía un dólar.
Desde la instauración del Estado nacional, en 1880, la derecha vernácula tuvo una influencia decisiva tanto en el poder político como en el económico. Entre 1880 y 1916, la Argentina fue una república conservadora bajo el mando de los “gobiernos electores” porque cada presidente saliente elegía a su sucesor y las elecciones eran totalmente fraudulentas y limitadas. Las derechas no conformaron un partido único sino que siempre eran alianzas de la oligarquía de Buenos Aires y las oligarquías provinciales. Esos gobiernos diseñaron las instituciones a su gusto y paladar: un país liberal en lo económico, dedicado a la exportación de productos primarios e importación de bienes manufacturados, y a endeudarse en el exterior; y conservador y reaccionario en lo político con una relación especial, asociada, pero más aún dependiente, del imperio británico. Esa derecha constituyó una oposición poderosa en los gobiernos radicales de Hipólito Yrigoyen, manteniendo el poder económico; apoyó al gobierno de Alvear y luego derrocó a Yrigoyen en su segundo mandato mediante el primer golpe de Estado militar en la Argentina.
Gobernó nuevamente en la década de 1930 con Uriburu y Justo, lo que se expresó sobre todo en la llamada Concordancia conservadora, otra alianza política que dirigió el país hasta 1943. Esa derecha, con el apoyo de otras fuerzas políticas, sobre todo del radicalismo, retornó al gobierno con la Revolución Libertadora y luego, a través de las fuerzas armadas y el poder económico, con golpes militares o amenaza de hacerlos y la proscripción del peronismo, siguió influyendo decisivamente y gobernando con Guido y a través de otro golpe militar (el de Onganía) hasta la vuelta del peronismo, para asumir plenamente el poder con la última y más brutal dictadura de 1976 a 1983.
Tras la vuelta a la democracia incidió en el gobierno de Alfonsín y su golpe de Estado fue aquí el proceso hiperinflacionario. Con Menem, De la Rúa y el sempiterno Cavallo, la saga continuó hasta la crisis del 2001. De modo que la derecha siempre tuvo un peso decisivo se trate de una conformación de partidos políticos como la Concordancia, de la influencia del establishment económico, de las dictaduras militares, o de fuertes corrientes de centro derecha en los partidos populares. Y sus intereses siempre obraron en contra de los de la mayoría de la población. Cuando se habla de la no existencia de un verdadero partido político quizá se quiere expresar la ausencia de un considerable apoyo popular a esa fuerza, pero ese paso se supera, como ahora, en el mundo de las corporaciones y los universos mediáticos, mediante una información engañosa. Hoy en día para conseguir ese apoyo, como se ha demostrado en muchos países, puede ser suficiente el dinero y el marketing político. Berlusconi es un buen ejemplo.
La derecha puede resguardarse, tras esa impunidad mediática que admite sus silencios y ocultas intenciones, escondiendo la basura debajo de la alfombra. No necesita programas e ideas y, por eso, ha perdido el rostro adusto del pasado y presenta una imagen festiva con una representación escénica nutrida de globos que a diferencia de los de las historietas no dicen nada, pero esas intenciones van a aparecer cuando estallen esos globos, pinchados por la megadevaluación, la austeridad, la rebaja de salarios y jubilaciones, la privatización de las empresas públicas, el pago a los fondos buitres, la apertura de las importaciones que destruyen la industria nacional, y así de seguido. Entonces vendrá otro 2001 y a empezar de nuevo. Con un helicóptero como un gran pájaro huyendo de la Casa Rosada.
Atrás ha quedado, por ejemplo (y su hija procesada por delitos de corrupción) uno de los númenes de la derecha, el inefable capitán ingeniero Alvaro Alsogaray que, a través de la didáctica televisiva, nos vendía sus inviernos tras brutales devaluaciones y nos prometía una moneda fuerte para los bolsillos magros de los futuros desocupados y empobrecidos. Y detrás de él la marcial presencia de los “libertadores”.
Carlos A. Coll Benegas, que fue ministro de Economía de Frondizi, impuesto por el establishment durante pocos meses en 1962, en vísperas del golpe militar de ese año y vinculado con él, daba sus diagnóstico desde el punto de vista de los sectores más ortodoxos en la Revista de la Unión Industrial Argentina. Según su opinión, la inflación argentina tenía su origen en el “tremendo egoísmo que caracteriza a sus grupos sociales” y se desencadena “a través de la política salarial peronista”. Desde entonces, “el sector obrero obtuvo una mayor participación en la renta nacional”. En consecuencia, “los perjudicados –clase media y agricultores– trataron de recuperar su posición. Así se establece una puja que ahora se ha agravado”. El incremento del costo de vida es consecuencia de la suba de los salarios y no a la inversa. “El mayor poder adquisitivo de los obreros provoca el alza [de precios]” y no se puede corregir el efecto sin extirpar la causa. En definitiva, la solución para frenar la inflación es “inevitablemente un descenso en los salarios reales [que] tendrá que producirse a través de un reajuste del tipo de cambio”. Los asalariados deben pagar su culpa.
Idénticas ideas respaldaron al prócer del liberalismo local, Federico Pinedo, en su tercera incursión en el manejo de la economía argentina. Nuevamente ministro con el gobierno de Guido, luego de derrocado Frondizi, ni bien asumió su cargo decretó la liberación del tipo de cambio, con una suba del 64 por ciento, que se tradujo en una fuerte devaluación, precedida de un desangre de las reservas del Banco Central. De inmediato, un brote inflacionario licuó los ingresos de trabajadores y jubilados, todo ello con el visto bueno del FMI. Su gestión duró apenas 15 días, repudiado por la sociedad argentina.
Asociado a la sangrienta dictadura cívico-militar iniciada en 1976, el Ministerio de Economía a cargo de José Alfredo Martínez de Hoz (h), resulta difícil de sepultar en el olvido. Provocó una gran devaluación con dos tipos de cambio diferenciales para favorecer al sector agroexportador manteniendo el proceso inflacionario, que pretendía reducir. Al mismo tiempo, se congelaron los salarios del sector público y cayeron los ingresos de los agropecuarios. Para disciplinar a los damnificados, se suspendieron las convenciones colectivas a fin de evitar los aumentos salariales y su impacto sobre los precios. No obstante, sus esfuerzos antiinflacionarios, tuvieron resultados contundentes: entre 1976 y 1983 la inflación se mantuvo en tres dígitos (comenzó con 444 por ciento y terminó con 333 por ciento) y ya en el año 1981 se produjo una violenta crisis que obligó al “poderoso” ministro a renunciar. El Banco Central perdió una apreciable cantidad de reservas y la deuda externa experimentó un enorme aumento. Joe fue un precursor de la integración plena de la Argentina en el orden mundial: con la reforma financiera de 1977 se dieron los primigenios pasos orientados a participar de la timba financiera que velozmente atravesaba el mundo.
Pese a la adscripción al neoliberalismo, el Estado dictatorial lejos de “achicarse” desempeñó un rol sustantivo para “agrandar la Nación”, entendiendo por ello la defensa de los intereses de los grandes empresarios. En 1982, el presidente del Banco Central, Domingo Cavallo, hoy un firme partidario de Macri, en el breve lapso de 59 días estatizó la deuda de privados, endosándosela al pueblo argentino. La magnánima medida benefició a Acindar, cuya presidencia ejerció Martínez de Hoz; Pérez Companc; Fortabat; Techint y adivinen quién, Macri, entre otros.
En los años 90 se replicaron las políticas económicas de la última dictadura: la apertura comercial, la apreciación cambiaria, el endeudamiento externo, la caída del empleo industrial y del salario real, todas piezas de un modelo de acumulación centrado en la valorización financiera, a lo que se agregó la venta de los activos públicos y con el tipo de cambio fijo y la convertibilidad, la inconcebible apreciación del peso. Pero las semejanzas no se acaban ahí: varios funcionarios, integrantes de la derecha neoliberal, participaron de ambas administraciones y Cavallo mismo fue un factótum en la dictadura militar, Menem y De la Rúa. Interviniendo o haciendo su carrera en una u otra, o en varias, encontramos a Prat-Gay, Melconian, Sturzenegger, Esper, Rogelio Frigerio, etc, etc.
Sin memoria no hay futuro. El pensamiento económico hegemónico siempre nos propone el olvido; el pasado incomoda particularmente cuando se traen ahora experiencias fallidas que han dejado marcas funestas en la sociedad argentina. Es el caso de la convertibilidad (con la liberación de todos los otros mercados y las privatizaciones de los bienes públicos) que concitó el apoyo de un sector numeroso de la población y de gran parte de la dirigencia política que ahora apoya a Macri. Fue necesario el incremento de la pobreza, las altas tasas de desocupación, el agobiante endeudamiento externo, la concentración del ingreso y la regresividad en la distribución de los ingresos, la desindustrialización, la precariedad laboral y la exclusión para que se produjera la explosión social de diciembre de 2001.
Hasta entonces, tanto durante el menemismo como durante la Alianza, sectores populares y sobre todo de clase media afectados por aquellas calamidades se mostraron como el soporte político-electoral del bloque social dominante y otorgaron su consenso a la conducción neoliberal conservadora que adoptaron ambos gobiernos a lo largo de más de una década, incluso Menem tuvo la mayor cantidad de votos en la primera vuelta de las elecciones de 2003. En estas circunstancias previas a la elección presidencial, que involucra la opción entre dos modelos, se aprecia una flagrante contradicción entre muchos que fueron víctimas de aquella expoliación y que, no obstante, apoyan a los que pusieron en práctica medidas que terminaron por deteriorar sus salarios, jubilaciones, empresas, ahorros, etc., etc. en la brutal crisis de 2001. Cierto que en esta voluntad influyen en distinta medida el poder mediático, el desgaste del gobierno o la pérdida de la memoria.
También es posible que predomine en ellos una visión individualista, proveniente de la creencia de que sus desarrollos personales se deben sólo a sus propios esfuerzos y no a la acción del Estado, en los que los gobiernos populares tuvieron, por el contrario, mucho que ver mejorando la distribución de los ingresos e impulsando la actividad productiva. Y no hablamos sólo de aumentos salariales u otros beneficios sino de lo que eso significó para comerciantes e industriales, a través de un aumento de la demanda y de otros estímulos y por esa vía de la producción y los intercambios. Un rol cada vez más importante en momentos en que las grandes corporaciones dominan el mundo y no les interesan esos sectores medios, que fueron grandes perdedores de la crisis de 2001 y de la actual crisis mundial de 2008. Si algunos piensan que una liberación de los mercados sin intervención del Estado les vendría mejor han aprendido poco de las traumáticas experiencias propias, que hoy sufren también griegos y españoles, entre muchos del primer mundo, a los que algunos conciudadanos soñaban con parecerse.
Como dijo un filósofo conservador español, José Ortega y Gasset, en un viaje a la Argentina en septiembre de 1929, analizando la idiosincrasia del país y de los argentinos en una conferencia, titulada El hombre a la defensiva, que fue muy criticada por la prensa local de esa época por señalar que los argentinos vivían sólo del presente y del futuro: “La falta mayor de nuestro tiempo es la ignorancia de la historia, nunca desde el siglo XVI, el hombre medio ha sabido menos del pasado [...] La experiencia histórica acumulada [...] permitiría evitar las fatales e ingenuas caídas históricas de otros hombres y otros pueblos [...] pero si se encuentra con problemas muy difíciles y su mente por haber perdido la memoria vuelve a la niñez, no hay verosimilitud de buen éxito. Los errores mortales de otras épocas volverán indefectiblemente a cometerse”.
* Mario Rapoport es profesor emérito de la UBA y director del Idehesi (Conicet-UBA) y Ricardo Vicente, investigador del Idehesi.
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