Lun 23.11.2015

EL PAíS  › OPINIóN

Hacerse cargo

› Por Eduardo Aliverti

No tiene sentido alguno ocultar la desazón, pero queden establecidos sus límites.

Este diario siempre dejó claro el lugar ideológico y político desde el que se expresa, jamás cambió su línea editorial y es un orgullo pertenecer a él. Desde allí se escribe esta columna porque nada de eso se modifica por la caída, dolorosa, de quienes representaban mal o bien a un modelo que les cambió la vida para mejor a una considerable o gran mayoría de los argentinos. Es el momento, aun bajo el análisis en caliente de las horas en que se conoció el resultado, para reivindicar ese orgullo y esas convicciones. El dictamen de unos comicios, por más importantes que fueren, puede y debe servir para repasar errores, lamentar decisiones, preguntarse qué habría ocurrido si tácticas y estrategia hubiesen sido otras. Pero de ninguna manera esos cuestionamientos tienen que alcanzar a las seguridades profundas. Se lo aclara porque ahora, como ya pasó al cabo de la primera vuelta, aparecerán los sabios del diario del lunes –no éste, se reitera– a decir que habían avisado todo y que debe comprenderse el hartazgo popular por unos modos oficialistas que condujeron a la derrota. Bienvenido sea lo que pueda haberse aprendido, pero montar el eje exclusivamente ahí será más propio de resentidos que de gente con claridad sobre las cosas trascendentes. No es lo mismo aprender que renunciar.

La distancia obtenida por Macri es estimable y la ola de cambio se acentuó en las provincias y ciudades de mayor peso, en unas elecciones ejemplares ratificatorias de que las denuncias de fraude son a gusto de si los denunciantes seriales ganan o pierden. Pero cuando pase el triunfalismo de estos momentos se aceptará que no es un triunfo aplastante y que la sociedad argentina quedó profundamente dividida. Las dos cosas son ciertas. Sin entrar ahora a la consideración distrito por distrito (sí destella el resultado macrista en la provincia de Buenos Aires y en sectores del conurbano, que fueron clave para que el oficialismo no pudiera descontar la diferencia en las provincias más voluminosas), el Frente para la Victoria estuvo en línea con los votos de Cristina en 2007, unos ocho puntos por debajo de la circunstancia excepcional de 2011 y, hoy, de vuelta a grandes rasgos a las cifras de 2007. Vaya potencia electoral después de tres gestiones seguidas. Y junto con ello la mayoría en el Senado y el cabeza a cabeza en Diputados. Pero sobre todo, el hecho de que es una fortaleza con capacidad de movilización, con un fuerte componente de convicciones ideológicas que la mayoría adversaria no tendrá ni de lejos a la hora de sus dificultades. La lista de causas veraces o verosímiles que llevaron al fracaso kirchnerista en estas urnas las conocemos todos. El desgaste lógico de doce años de gestión consecutivos, claro. Y luego, en orden más o menos cronológico, empieza porque no se supo, pudo o quiso generar un postulante mejor. Esto, también vale aclararlo, no va en desmedro de la firmeza con que Daniel Scioli demostró su lealtad, así sea considerando que hace dos años –según lo no desmentido ni por él ni por sus filas, nunca– estuvo a un tris de acordar con Sergio Massa. Lo cabal es que se quedó y la peleó, y cómo, desde adentro, consciente de que para el denominado kirchnerismo “duro”, y colindantes, no era digerible. Todas las escaseces del candidato, como su falta de carisma, su imagen pimpinelesca visto con paladar negro, la ausencia de estatura intelectual y los etcéteras que se recitan de memoria, llevaron a que desde el palo propio hubiera más energías para cuestionarlo que a fin de concentrarle apoyo unificado. Así y todo, quizás y justamente por esos deméritos progres que a los sectores populares y a una buena parte de la clase media le importan un pito, lo ungieron elegido después de intentar marcarle la cancha con un Florencio Randazzo a cuya fidelidad ideológico-política sólo le cabe, de piso, un severo cuestionamiento. Mucha progresía lo adoptó como el aspirante más idóneo del proyecto pero, al momento de comprobarlo, se refugió en un individualismo remarcado, capaz de tornar insólito que no haya habido hipótesis b) ante su negativa al baño de humildad. Lo que siguió también se recita de corrido. Una interna desgastante; la traición de los capataces pejotistas del conurbano a Aníbal Fernández, más allá o más acá de su figura perjudicada por una opereta periodística atroz; enfrente un marketing sin fisuras apto para mostrarse no como una derecha que será despiadada, sino cual un simpático manual de autoayuda y, para no agotar, esa decisión de un Scioli “ideologizado” (esto es, no un “más Scioli que nunca”) que habría restado todos los votos que eran probables por fuera del universo K. Dudoso: hasta el 25 de octubre, el gobernador bonaerense fue todo lo moderado –todo lo Scioli– que le reclamaban los medios de la oposición, pero resulta que con ese diseño o autenticidad no le sumó votos al Frente para la Victoria. Ni con la imagen moderada ni con la combativa. Y luego la tierna sonrisa de María Eugenia Vidal, y que la campaña K se fagocitó en actos cerrados mientras la chica y su jefe anduvieron a puro timbre y contacto físico, y lo insufrible de las cadenas nacionales y todo eso que unas líneas arriba dijimos que no sirve porque agota y es conocido. Cabe agregar o poner en primer término, como uno de los datos que pueden hacer comprensible la derrota, el tema de la gestión sciolista en la provincia de Buenos Aires o, más preciso, en el conurbano. Traiciones aparte, se perdieron Lanús, Morón, Quilmes, su ruta. Está claro que algo se hizo muy mal, y/o que el imaginario popular en esos bolsones no dimensionó (de vuelta: comprensiblemente) que la alternativa será peor. Mucho peor.

Hecho el recorrido, rápido, se pregunta cuánto de todos esos aspectos sirven para justificar que una mayoría de la sociedad se haya volcado hacia el instrumento ganador. Instrumento. Esa es la palabra. Mauricio Macri es el vector del poder económico de siempre. Él será simplemente quien administre el apetito voraz de ese polo. Y el pueblo estaba avisado, con pelos y señales. Para reiterar conceptos que quien escribe ya volcó hace pocas horas en su programa de radio, ningún voto podrá ampararse en que se le escapó la tortuga. Tras campañas anodinas en primarias y primera vuelta, se terminó exponiendo y discutiendo en cantidades y calidades que pueden exhibir pocas sociedades en el mundo. Hubo el debate presidencial que tanto se reclamaba, en virtual cadena nacional y con una audiencia inédita. Los archivos sobre ambos candidatos circularon hasta el cansancio, al igual que los modelos que encarnaban. Que nadie diga que no estaba advertido. Ayer hubo, de sobra, con qué hacerse cargo. No había subterfugios. Estaba todo claro. Los que votaron por más Estado; los que lo hicieron por más mercado; los que están mejor pero se cansaron de las costumbres oficialistas y fijaron eso como elemento decisorio; los que están hablados por los medios; los que están hablados por sí mismos; los cabeza lavadas y los cabeza rapadas, como señaló Luis Bruschtein en su columna del sábado en este diario; los que priorizan la corrupción como ingrediente sustantivo; los que la entienden como inevitable en cualquier gobierno de todo tiempo y sitio, y que nunca la extienden al mundo de los negocios privados y con el Estado. Los que entendieron que las conquistas laborales y otra cuantas ya son irreversibles. Los que saben que siempre se puede ir para atrás. Lo que se haya votado fue a plena conciencia de realidad o imaginario. Con toda la información a cuestas. Peor que cuando se salió de la explosión de 2001/2002 no hay ningún argentino, eso seguro. De modo que lo que se votó fue tomando plena responsabilidad de cuáles riesgos quieren asumirse. Y eso también involucra a los jóvenes que no vivieron el infierno de hace de tan poco tiempo, porque a esta altura de la circulación informativa, bien que tantas veces desinformante, no hay excusas para hacerse el desentendido. La gente adversa al oficialismo jugó lo anti en primerísimo lugar. No fue el bolsillo, esta vez. No hay una Argentina incendiada ni a punto de. Los niveles de consumo de franjas medias y populares están intocados en lo sustancial, genéricamente descripto, por fuera de escenarios problemáticos como el de las economías regionales. La transición es normal y hasta ejemplar, si se coteja con los antecedentes del final de Alfonsín, de Menem, de De la Rúa. Ha quedado clarísimo que las fuerzas populistas, en la acepción más favorable del término, en esa que describía como los dioses Nicolás Casullo, acaban teniendo problemas serios con la gente a la que le mejoraron la vida. ¿Deben enojarse con esa gente? ¿O en esencia entender que el inconformismo es inherente a las grandes masas incorporadas al circuito de inclusión social y posibilidades de progreso?

Igualmente, es de subrayar que no hacía falta esperar al resultado de ayer para corroborar que el modelo o la energía construidos en estos años corrían peligro. Si ganaba, bien. Pero aun con su derrota es inmodificable que será una corpulenta minoría de alta intensidad, mientras que el poder contrario no se asienta en una “ciudadanía” susceptible de ganar activamente las calles en defensa del egoísmo dolarizado, o del odio de clase, sino en unos sectores del privilegio que harán su agosto y, después, hasta más ver. Porque ellos nunca pierden en el volumen de sus negocios. Nunca. Ayer –otra insistencia– confrontaron los dos proyectos de toda la vida de este país, desde que se constituyó en Estado nacional, a fines del siglo XIX.

No hubo, para votar, nada que nuestra historia ya no haya explicado.

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