EL PAíS › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Desde hace más de una semana, en la agenda oficial de la presidenta Dilma Rousseff el día 10 de diciembre está reservado para un viaje a Buenos Aires. El motivo es obvio: comparecer a la ceremonia de posesión del nuevo presidente argentino.
Al filtrar ayer esa información a la prensa, asesores de la mandataria brasileña destacaban que se trata de un gesto indicativo de la “voluntad de abrir un canal directo de comunicación con el nuevo gobierno, gane quien gane”. Es decir: cuando decidió reservar la fecha para saludar al nuevo presidente argentino, Dilma Rousseff ya había sido informada por sus auxiliares directos que difícilmente Daniel Scioli sería el vencedor.
El gobierno y el partido de la mandataria, el PT, siempre dejaron claro que su preferencia sería por el candidato oficialista. Lula da Silva viajó a Buenos Aires para participar de su campaña, y Dilma lo recibió en Brasilia. Macri, a su vez, tuvo que contentarse con una reunión entre integrantes de su equipo y el embajador brasileño en Buenos Aires, Everton Vargas.
Ambos candidatos lanzaron el esperado y protocolar discurso defendiendo el fortalecimiento en las relaciones bilaterales y mayor flujo comercial. Pero ha sido a Scioli que Dilma ofreció alargar las líneas de crédito a los exportadores brasileños, extendiendo, a los importadores argentinos, el plazo para pagar sus compras.
El sutil acercamiento a la campaña de Macri empezó a principios de noviembre. Y desde los despachos del palacio de gobierno, en Brasilia, empezaron a salir tímidos indicios de que una eventual victoria del candidato derechista no encontraría “mayores resistencias” brasileñas.
A partir del momento en que más de 40 por ciento de los votos habían sido escrutados, el equipo de la mandataria brasileña consideró el resultado como irreversible. Algunos integrantes del gobierno de Dilma admitieron, en conversaciones reservadas, que el nuevo tiempo en las relaciones bilaterales empieza plagado de incógnitas, no sólo con relación a algunas medidas internas consideradas inevitables, sino también sobre cuáles serán las nuevas líneas efectivas de la política regional a ser determinadas.
Hace poco, el asesor especial de la Presidencia para asuntos internacionales, Marco Aurelio García, que tiene libre tránsito entre los gobiernos latinoamericanos, admitió, al referirse a los gobiernos de izquierda y centroizquierda de la región, que “seguramente nuestro ciclo ha encontrado un techo”. Además de las dificultades enfrentadas en el campo de la economía, Venezuela y Argentina preocupan también en el campo de la política externa y del equilibrio regional.
A la victoria de un conservador duro en Argentina, se suma la previsión de que el gobierno de Nicolás Maduro experimentará una derrota en las elecciones legislativas de principios de diciembre. Tener a un gobierno debilitado en una Venezuela en profunda y seria crisis económica, con brotes de convulsión social, y además un gobierno de derecha en Argentina, podrá resultar en turbulencias en la política regional, prevén los estrategas de Dilma Rousseff.
Macri anunció, en su campaña, que presionará para que Venezuela sea suspendida del Mercosur por haber violado la “cláusula democrática”. En Brasilia no habrá sorpresa en caso de que el nuevo mandatario argentino cumpla con la amenaza. De ocurrir, será el primer embate entre Buenos Aires y Brasilia. Pero hay muchísimos otros temas pendientes, principalmente en lo que se refiere al comercio bilateral.
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