EL PAíS › OPINIóN
› Por Washington Uranga
En medio de la transición hacia el nuevo gobierno son muchos los interrogantes que se abren, pero también certezas que se consolidan. De todos modos es un tiempo propicio para la reflexión y el análisis, un desafío para el pensamiento y para la acción.
Continuando con el estilo de campaña que le dio resultados electorales el ahora gobierno del PRO insiste en la batalla cultural que incluye resignificar palabras y consignas modificando su significado histórico, y rebautizar con nuevos nombres a viejas conductas y actitudes.
Hace tiempo el PRO y sus aliados se apropiaron de la palabra “cambio” (histórica bandera de la izquierda y del progresismo) para arrebatársela a quienes hasta entonces la enarbolaron, vaciarla de los antiguos contenidos vinculados a la política y la ideología y rellenar el concepto con significados vacuos, livianos, música ligera, globos y papelitos de colores. La perspectiva es coherente para una fuerza que dice despreciar la política, que propugna el pragmatismo y que sostiene que a la alegría se arriba sin conflictos y solo mediante la eficiencia técnica. La operación le ha sido, por otra parte, extremadamente útil y eficaz. Muchos ciudadanos votaron “el cambio”, aún sin saber de qué se trata o pensando que elegían “la alegría” y la falta de conflictos sin otra consecuencia práctica. Lejos estuvo del FpV y sus dirigentes de percibir la jugada y más lejos aún de reformular su propia estrategia frente a la metamorfosis de la oposición.
Si realmente existe la tan mentada “batalla cultural” el PRO se impuso ampliamente. Por lo hecho, pero sobre todo porque logró captar el sentido instalado en buena parte de la sociedad, potenciarlo y capitalizarlo a su favor.
Puede decirse que lo mismo ocurrió antes con el Frente para la Victoria (FpV). La recuperación de la política, el discurso rupturista y la exaltación del heroísmo en cada derecho conquistado o restituido fue también un acierto en su momento. También la recuperación del valor de una sociedad movilizada en pos de objetivos político culturales. Habría que reflexionar acerca de si el error de esa fuerza política consistió, primero, en la ritualización de una forma de hacer política y de acumulación de poder y, luego, en la reiteración por “enamoramiento” de prácticas que en otro momento dieron resultados positivos. En el escenario cambiante de la política lo que es bueno en un momento puede no serlo al día siguiente y lo que no sirve hoy puede ser útil mañana. Si esto fuera cierto obligaría a repensar de manera permanente los modos de hacer política y acumular poder. Sin resignar los principios pero con flexibilidad para renovar los métodos y las formas, dejando de lado toda soberbia basada en lo conseguido para abrir los ojos y los oídos a fin de entender lo que viene.
Al margen lo anterior, el gobierno que está por asumir persiste en la batalla cultural. Aunque la perspectiva ideológica ampliamente mayoritaria del Presidente electo y del equipo que lo acompaña sea claramente de derecha, los voceros del nuevo oficialismo rechazan esa calificación. Prefieren llamarse de “centro”, quizás porque la derecha tiene mala prensa y está claramente asociada al atropello y al autoritarismo. No menos claro es que la perspectiva ideológica tiene que ser analizada por los efectos concretos respecto de los alineamientos y las consecuencias que las medidas que se tomen tendrán para la vida cotidiana de los trabajadores y de los pobres.
Más allá de la estudiada estética de los buenos modales, de la sonrisa permanente y de un discurso sin mucho contenido que solo habla de paz y amor, es de derecha un gobierno que elige para conducir el país a personas que han sido históricos enemigos de los intereses de los trabajadores, que exhibe su alianza con sectores financieros y económicos antes que con actores populares y que declama su alineamiento internacional con la potencia hegemónica de la región.
Tampoco habría que confundirse con la adjetivación fácil. El gobierno del PRO es, sin duda, un gobierno de derecha. Pero es una nueva derecha que llega al poder no por la fuerza sino por la vía democrática (diferencia sustancial) y que pretende aprender de sus experiencias anteriores. No resignan convicciones respecto de la subordinación al mercado y de la primacía de lo privado sobre lo público, pero no habría que esperar ni brutalidad ni salvajismo en las medidas que se adopten. Al menos inicialmente. La palabra “gradualidad” se impone. También porque hay una lectura sobre la correlación de fuerzas políticas (expresada además en la urnas) y porque advierten que muchos actores populares conservan la capacidad acumulada en los últimos años para defender los derechos conquistados.
Por ese mismo motivo no parece atinada la idea de “resistencia” acuñada desde algunos sectores que serán oposición desde el 10 de diciembre. Resistencia hubo contra las proscripciones y la dictaduras. No es el caso. Ahora, en lugar de resistir sería más apropiado revisar la propia práctica política con el fin de reubicarse con creatividad y realismo en el nuevo rol de oposición que le da la historia política del país, pensando que la resistencia de antaño se podría traducir hoy en el fortalecimiento de la organización social y política. Ese objetivo se logra cuando los ciudadanos y las ciudadanas adquieren protagonismo a través del convencimiento del valor de sus derechos y conquistas y desarrollan capacidades para defenderlos sin depender de nadie, ni siquiera de líderes carismáticos aunque estos puedan ser esenciales en determinados momentos de la historia. Quienes perdieron las elecciones no son víctimas de quienes ganaron. Sí son responsables, a partir de los errores cometidos, de su propia derrota. Entenderlo así debería leerse como una manifestación de sabiduría y, quizás, el punto de partida para la autocrítica y la revisión necesaria.
Mientras tanto es posible que en los próximos meses asistamos a una puesta en escena del nuevo gobierno continuando ahora con la estrategia de campaña permanente construida por sus expertos en marketing político. Aunque no sea novedoso habrá referencias, con ese u otro nombre, a “la pesada herencia” mientras se tiran fuegos de artificio (denuncias de corrupción y de presuntas o reales maniobras de quienes hasta ahora estuvieron en el poder, inconsistencias en las cuentas públicas, etc. etc.) para distraer de los verdaderos cambios de fondo que van a comenzar operarse: modificación de prioridades en la asignación de recursos, recortes del gasto público que afectan de manera directa a los más pobres, endeudamiento progresivo y beneficios para los nuevos aliados del poder, para señalar apenas algunos.
Al mismo tiempo se verán otros hechos sintomáticos del nuevo tiempo y del cambio de época. Aún cuando formalmente se mantenga la gradualidad y se descarten medidas que puedan generar la reacción de determinados sectores, es indudable que el nuevo contexto habilita y envalentona a algunos actores que habían permanecido hasta ahora retraídos o en las sombras. El editorial de La Nación al día siguiente de las elecciones pretendiendo tirar por tierra la política de derechos humanos es una clara manifestación de ello. No hay texto sin contexto. Así como los organismos de derechos humanos de sintieron empoderados y habilitados a protagonizar por el escenario creado por los gobiernos precedentes, ahora los actores más reaccionarios de la sociedad creen que con el gobierno derechista de Mauricio Macri ha llegado su momento. Probablemente el nuevo Presidente ni siquiera necesite pronunciarse al respecto. Su gobierno garantiza el contexto que habilita otras manifestaciones textuales.
Finalmente, con el mayor sentido democrático, resulta imprescindible abrirle el crédito al gobierno que se inicia. Sin que ello signifique resignación, sino más bien una actitud tan positiva como vigilante en defensa de principios y derechos. Recordando también que, en cualquier caso, “la única verdad es la realidad”.
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