EL PAíS › 2013
› Por Irina Hauser
Dos sucesos judiciales hicieron que diciembre de 2012 anticipara lo que venía al año siguiente: la absolución de los acusados del secuestro de Marita Verón y una nueva prórroga para que a Clarín no le aplicaran la Ley de Medios, al filo del 7D, llevaron a ponerle nombre a la impotencia individual y colectiva que es capaz de generar el poder de una sentencia. El nombre resultó un reclamo. Cuatro palabras, o dos, ni las mejores ni las más lindas, pero quedaron selladas: “democratización de la justicia”. Un desafío enorme ante el poder de una cultura conservadora metida hasta el fondo de los despachos donde se interpreta la Ley, al que la Corte Suprema, en nombre del a familia, decidiría oponer resistencia. Cristina Kirchner habló de “democratización” ante la desazón, compartida de la luchadora Susana Trimarco y prometió una reforma frente al “divorcio entre la sociedad y la Justicia”. Esa palabra ya flotaba en el ambiente entre jueces, fiscales, secretarios, defensores y otros integrantes del sistema de justicia que no se sentían representados con un sector que salía a defender por comunicados los fallos a favor del multimedios de la Cámara en lo Civil y Comercial y que acusaba al Poder Ejecutivo de querer presionar. Fue el germen de Justicia Legítima. Es común leer y escuchar que esta organización fue obra del kirchnerismo, que le daba órdenes. Es una visión despectiva, que pretende minimizar los alcances de un debate que tuvo y tiene protagonistas en primera persona, que generó ideas tomadas por el pensamiento político, y que dejó a la vista, contra lo que pregonaba el supremo Ricardo Lorenzetti, que el Poder Judicial no estaba “unido”. Quedaron en tela de juicio desde el cotidiano lenguaje judicial críptico, hasta el nepotismo y amiguismo para los cargos, los artilugios para apurar o dormir casos, los mecanismos elitistas y corporativos, las barreras para los sectores vulnerables, la falta de transparencia y de rendición de cuentas sobre su trabajo, los privilegios impositivos. El Poder Ejecutivo convirtió parte de la ebullición en proyectos de ley. Fueron armados contra reloj, con influencia de dirigentes camporistas y pocas consultas a juristas. Entraron al Congreso con envión y fueron aprobados en abril de 2013. La reacción desde las entrañas del Poder Judicial, su tradicional Asociación de Magistrados y sus satélites, fue expeditiva. Las medidas cautelares en masa, para paralizar todo atisbo reformista, llegaron rápido a la Corte. El tribunal eligió una, la del Colegio de Abogados de la Capital y (en una milésima parte de los diez años que, por caso, prolongó una cautelar para eximir de impuestos millonarios La Nación) declaró el 18 de junio la inconstitucionalidad de la ley más irritante, la que ampliaba a 19 los miembros del Consejo de la Magistratura y que establecía que se los votara en elecciones populares. Sólo Raúl Zaffaroni opinó, con humor, en disidencia. Para hacer frente a la ley que ordenaba publicar todos los fallos, los supremos habilitaron esa publicación sólo, en exclusiva, en su Centro de Información Judicial en detrimento de otros sitios. En agosto declararon inaplicable para los funcionarios judiciales la ley que los obligaba a presentar sus declaraciones juradas en la Oficina Anticorrupción, y se quedaron ellos con la facultad de atesorarlas. También dejaron sentado que no aplicarían la ley que obliga a dar examen para entrar a tribunales, algo que sí respetan el Ministerio Público Fiscal y el de la Defensa, y algunos tribunales.
La democratización no pudo penetrar en profundidad todavía, pero sin lugar a dudas instaló una nueva mirada atenta y crítica dentro y fuera de la mal llamada Justicia. Es una mirada afilada, analítica, más conocedora de un mundo de difícil acceso que detenta la gente de a pie, entrenada también con la enseñanza del debate que trajo la Ley de Medios, la misma que, no por casualidad, todavía impide aplicar plenamente la propia Corte Suprema.
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