EL PAíS › 2010
› Por Ricardo Forster
Un año seguramente inolvidable, de esos que definen, con su sola presencia, toda una época. Fue, que duda cabe, el año marcado a fuego por la muerte de Néstor Kirchner y por la popular y tumultuosa conmemoración del Bicentenario. Ya se ha escrito mucho y muy valioso sobre la extraordinaria significación de quien produjo un giro esencial en la historia contemporánea argentina y, también, sudamericana. Alguien que tomó las riendas de un país exhausto y humillado en su autoestima. Alguien que sin ser portador de un caudal electoral legitimador se despidió de la vida como muy pocos hombres o mujeres de la política: abrazado por multitudes, llorado por miles y miles de jóvenes que sintieron en lo profundo de sus corazones la interpelación lanzada por ese hombre desgarbado, de figura graciosa y de mirada dual que, como muy pocos, logró tocar fibras íntimas y sensibles de un pueblo mil veces herido y descorazonado que, sin embargo, percibió que aquel hombre venido del sur patagónico había sido portador de cualidades únicas y excepcionales.
Alguien que inició el arduo y olvidado trabajo de la reparación social al mismo tiempo que rehabilitó los caminos clausurados de la memoria y la justicia devolviéndole su dignidad a miles de compatriotas que arrastraban no sólo la tragedia de su muerte inmisericorde sino, también, la del olvido y la injusticia. Alguien capaz de desafiar a los poderes corporativos como no se lo hacía desde tiempos muy lejanos en un país devastado por la impudicia neoliberal y que se había acostumbrado a reducir los gobiernos democráticos a gestualidades vacías y complacientes ante los chantajes y las exigencias de los poderes económicos. Alguien que reescribió, con otra escritura, el vínculo de Argentina con sus hermanos latinoamericanos sabiendo, como lo supo desde un principio, que ese era el destino que nos venía esperando desde los albores de las gestas emancipadoras.
Alguien que desacralizó el poder, que abrió las puertas de la Casa Rosada para que se acercaran todos aquellos que tenían algo que decir o que pedir sin importar su condición social. Alguien que rompió el protocolo y que desacartonó la investidura presidencial empapándose de multitudes, dejando que la música y los músicos penetraran en los recintos misteriosos del poder. Alguien que fue de frente, que supo desde siempre que mejorar la vida de los que menos tienen supone abrir zonas de conflicto y atravesar desafíos, de esos que suelen desencadenar los poderosos para impedir, como lo vienen haciendo desde hace décadas, que se redefinieran las condiciones, injustas y desiguales, de la distribución de la renta. Alguien que simplemente quebró el sortilegio de la decadencia irrefrenable, de la maldición que parecía amenazar para siempre a los argentinos, aquella que prometía sólo tempestades y desolación. Alguien que tomó una decisión central y decisiva: prohibir la represión de cualquier protesta social al mismo tiempo que desautorizaba el uso de armas de fuego de parte de las fuerzas policiales y que avanzó como nunca antes en una política revolucionaria de derechos humanos y que, en ese año de 2010, produjo la sentencia de prisión perpetua en cárcel común de Videla y Menéndez. Porque conocía profundamente la historia maldita de muerte y represión se opuso a reproducirla en su gobierno.
La tristeza ante la noticia desoladora de una muerte injusta, el largo adiós de un pueblo que se volvía a inscribir en una saga que parecía pertenecer a otra época, mutó, con el correr de aquellos días de octubre, en compromiso con Cristina Fernández, en palabras nacidas del alma transformadas en gritos de aliento y fortaleza. Una sorpresa de la historia, de esa que se reconoce en viejas épicas subterráneas que cada tanto salen a la luz del día, para quienes se habían acostumbrado a reproducir un relato obsesivo, obsceno y obsecuente sobre una escena argentina convertida, gracias a ese relato monocorde, en una suerte de páramo en llamas. Kirchner, la inconmensurabilidad de su muerte inesperada, rompió en mil pedazos el sortilegio creado por la corporación mediática y abrió las fisuras que terminaron por demoler el muro construido de mentiras. Extraña y trágica la vida argentina que, a veces, necesita perder a sus mejores hijos para iluminar de otro modo una realidad rapiñada por el poder. Una rebelión de los sentimientos contra la maquinaria del fraude. La evidencia de que la multitud sabe, con sabiduría antigua y heredada de otras jornadas, quien merece su aprecio y su homenaje.
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