EL PAíS › 2003
› Por Fernando Cibeira
Treinta años atrás, comentó, estaba en la Plaza de Mayo celebrando la asunción de Héctor Cámpora. Ahora le tocaba a él, Néstor Kirchner, sentarse en el sillón del presidente de la Nación y desde allí asegurar que no dejaría sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. Esa frase pronunciada aquel ya emblemático 25 de mayo de 2003 marcaba una diferencia con los anteriores ocupantes del cargo, que siempre optaban por moderar sus expresiones de campaña una vez que llegaban a la Presidencia. No era el caso, más bien lo contrario. La gente lo aprendería rápido.
Una semana antes, el domingo 18, estaba convocado el ballottage. Las encuestas pronosticaban que Kirchner le daría una paliza a Carlos Menem, en el orden del 70 al 30 por ciento. Pero Menem se bajó el miércoles previo, dejando a Kirchner sólo con el escuálido 22 por ciento alcanzado en la primera vuelta. Kirchner no era muy conocido. Como gobernador de Santa Cruz había alcanzado alguna repercusión como opositor al menemismo, lo mismo que su esposa, la senadora Cristina Fernández. Pero rápidamente captó la atención de todos con su duro discurso en el Hotel Panamericano el día que se convirtió en presidente electo, acusando a Menem y sus aliados económicos de buscar condicionarlo. El tono no variaría diez días después, al jurar como presidente ante la Asamblea Legislativa, con la banda puesta y el bastón con el que había hecho malabares al recibirlo de manos de Eduardo Duhalde.
Así, al mismo tiempo que la gente lo empezó a conocer como líder político también apareció el personaje. El presidente de los sacos cruzados, los mocasines y las Bic negras. El que no dudaba en zambullirse en medio de la muchedumbre, como hizo apenas llegó ese día a la Casa Rosada y en vez de enfilar hacia el edificio fue directo hacia la Plaza, salteando las vallas para desesperación de los custodios. La ocurrencia, además de miles de abrazos, le valió un golpe con la cámara de un fotógrafo y un apósito en la frente, una de las postales más recordadas de la ceremonia.
Una de esas convicciones que prometía no abandonar tenía que ver con la política de Memoria, Verdad y Justicia respecto de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Duhalde le había hecho llegar un mensaje de la Corte Suprema de la mayoría automática: estaban dispuestos a avanzar en la constitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, un “aporte” a la gobernabilidad en señal de bienvenida. Kirchner les pidió que esperaran a que él asumiera para hacerlo, para después resolver exactamente lo contrario. En junio, por cadena nacional, anunció que iniciaría un proceso de recambio en la Corte promoviendo el juicio político a sus miembros, que derivó en pocos días en la renuncia de su presidente Julio Nazareno. En lugar del ex socio del estudio de Eduardo Menem, Kirchner nombró a Raúl Zaffaroni, uno de los más prestigiosos penalistas argentinos, enrolado en las corrientes progresistas del derecho, al que apenas si conocía personalmente.
No habían pasado ni dos meses del 25 de Mayo de 2003 y la gente comprendió entonces que aquel día había comenzado algo diferente.
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