EL PAíS › 2007
› Por Sandra Russo
En 2007, cuando Cristina llegó a la Presidencia, escribí su perfil en este diario en una doble página que me costó mucho armar. No había casi nada de información de color en el archivo. Como diputada y como senadora siempre había hablado de política. La nota que se publicó el día de su asunción se llamó “Cuentos para leer con rimmel”, porque, pienso ahora, ya me intrigaba su tipo de feminidad, que combinaba atributos que no solían verse juntos.
Sabía que era buena oradora, que el bloque del PJ la había expulsado en el 97, que tenía el carácter necesario como para haberle contestado al jefe de bloque menemista Augusto Alasino, cuando ella votó en disidencia con la reforma del Consejo de la Magistratura, “Esto no es un cuartel y yo no soy la recluta Fernández” o, en el 2003, gritarles a los barrionuevistas quemaurnas en Catamarca, con el pelo pegajoso por los huevos que le habían tirado, “No han podido pararnos las balas de los militares, no nos va a parar ahora una banda de mafiosos”. Pero a mí lo que me intrigaba era el rimmel.
Esas pestañas empastadas de rimmel. Ese maquillaje tan setentista. Los labios siempre brillantes, las uñas siempre tan largas y hechas. Su vestuario. Lo que me parecía que resaltaba era lo entallado de ese vestuario, porque la figura de Cristina siempre incluía su cintura. No sólo era una mujer, sino un tipo de mujer que no renunciaba ni a una pincelada de lo que ella consideraba “femenino”. Eso es un poco excesivo y ella lo sabe y lo dice, dice que siempre se pintó como una puerta. Se ríe de eso. Como si fuera imposible separar el estilo de mujer de otros aspectos suyos, como si su voracidad para absorber datos y su compulsión a encontrarle resultados concretos a un problema fueran tan naturales en ella como darle rienda suelta al rimmell.
A pesar de que ahora podría enumerar muchas otras cosas de esa Presidenta que asumió incluso pudorosamente aquel primer mandato (con ese vestidito blanco de broderie, con mangas al codo, cruzado por la banda y ella sosteniendo el bastón, como sopesándolo), sigo creyendo que fue su feminidad, y más específicamente su tipo de feminidad, tan potente, el resorte que demarcó en esta sociedad, por un lado, la identificación de miles y miles de mujeres de todas las edades, que ven en ella a la yegua que tiró del carro nacional con una obstinación y un empecinamiento animal, y por el otro, el rechazo que fue abonado y alimentado durante años en otras tantas mujeres que la detestan y que no la soportan, entre otras cosas porque ese toque excesivo de Cristina no es lo que culturalmente se nos enseña a las mujeres a valorar de otras mujeres.
Ella es un tipo de mujer empoderada desde su propio centro, o si se prefiere, desde su propia estructura. Las demás, en general, pasamos toda la vida tratando de llevar las riendas de nuestras propias vidas. Algunas admiramos a quienes llevan flameando sobre sí lo que a nosotras nos falta. Otras envidian.
Obviamente, el trasfondo de todo esto es político, y hay en juego muchas otras variables que hacen que a Cristina se la ame o de la odie. Ese trasfondo contiene los ovarios que han sellado esta etapa, los ovarios que ella misma alguna vez le reclamó tener en cuenta a la militancia, que festejaba su coraje entonando atributos masculinos. Cristina deja estampada en nuestra historia la marca de los ovarios como símbolo de aquello que hay que tener, en el ejercicio del poder, para bancarse todas las peleas que hay que dar en nombre de las convicciones, cuando esas convicciones no se inclinan por la carnalidad con los poderosos y echan raíz junto a los débiles.
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