EL PAíS › OPINION
› Por César Arrueta *
Las consecuencias que traen aparejadas los cambios de época pueden leerse e interpretarse desde múltiples matrices. Esas elucidaciones adquieren cuerpo en situaciones concretas y obvias, pero también en la profundidad de algunos gestos. Los actos, hechos o movimientos implican un significado y una intencionalidad que adquieren relevancia en el contexto de coordenadas políticas y culturales que se expresan en tensión.
Los ataques informáticos –recurrentes– que se han propinado contra el diario Página/12 abren un abanico de lecturas de posibles. La primera de ellas tiene que ver con la obviedad de la intención. Es decir, aquel objetivo que subyace en cualquier acto de intimidación: infundir una perturbación emocional. En este caso la perturbación cumple un papel invasivo y diría, pensando en aquellos que desean una mirada liviana, un rol revanchista. Hasta allí comprensiones que pueden asimilarse a intercambios ciertamente tensos que se producen históricamente, por ejemplo, en los estadios de fútbol o en un tiempo reciente en las redes sociales. Pensar en esos términos sería, según mi criterio, asignarle una liviandad a los hechos que el propio periódico, por historia y compromiso, no se merece. Si aceptamos que detrás de la obviedad subyacen concepciones de praxis política, entonces esos gestos son relevantes y ciertamente riesgosos. Personalmente entiendo que los ataques informáticos están motivados por nociones conservadoras respecto al rol del Estado, el ejercicio de la libertad de expresión y sobre todo el ejercicio del poder.
No se trata de sucesos aislados o espontáneos. Tienen que ver con la instrumentación de acciones que recurren al miedo y la violación de la privacidad para recordar que determinados grupos sociales pueden (y están decididos a) actuar de manera prepotente, llegando incluso a considerar cierto despotismo. Es riesgoso, reitero, en la medida en que esa noción se extrapole a los estamentos del Estado y por ende, al prisma de la libertad de expresión.
Hoy existen indicios para aceptar ese correlato y pensar en un panorama sombrío. Decisiones recientes respecto al funcionamiento de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual, la ley de medios, cargos determinados por disposición parlamentaria, agresiones a actores sociales y símbolos identificados con la lucha por los Derechos Humanos nos aproximan a un campo minado. Un territorio donde el gesto es la acción y la acción es la fuerza de aquel que disfruta y ejerce para su beneficio el Estado, en los estrictos términos que lo definió Max Weber.
Debe decirse también que aquello que acentúa aún más esta ilación de hechos intimidantes es la profunda contradicción entre el discurso del respeto por el otro que primó en las agendas mediáticas de campaña y el desprecio por el pensamiento del otro, que se trasluce en este tipo de prácticas. Lo grave es que no estamos hablando ya de mundos ideales y voluntaristas (eso parece haber terminado en el plano del discurso), sino de mundos concretos donde la intimidación es la regla y la acción es la fuerza de grupos de poder que buscan en la inmolación de las minorías relativas su legitimación como tracción del cambio.
Por último, vale decir que la calificación de sombría no implica una secuela de resignación pues la historia también ha demostrado que la amenaza como estrategia política, lejos de cumplir su cometido, termina consolidando la(s) identidad(es) de aquel otro que se intenta ofuscar, y con ello la diversidad de pensamiento y de gestos.
* Doctor en Comunicación. Docente/investigador, secretario académico de la UN de Jujuy.
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