EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
El “milico” Aguad anunciando que la ley de medios no subsistirá en el gobierno macrista y el reconocimiento por Alfonso Prat-Gay de que “la situación económica no era tan crítica” como lo habían pensado (esto es, que la campaña terminó y las órdenes del manual de estilo de Jaime Durán Barba, a propósito de nunca decir la verdad, ya no tienen por qué respetarse completamente) son dos estampas de los últimos días en las que vale la pena reparar junto con la cita de un Blaquier, Luis, sobrino del CEO del ingenio Ledesma, directivo de Clarín, socio del Fondo Pegasus y ex Goldman Sachs, al frente del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses. Lo último requiere de confirmación definitiva, al momento de escribirse esta nota, pero en nada variaría si acaso es que sólo se pensó en él para hacerse cargo de “la plata de los jubilados”. Los nombres elegidos y en danza corroboran, casi sin excepciones, una plana de funcionarios donde resulta muy complejo encontrar ese perfil meramente técnico y desideologizado de que hace gala el nuevo gobierno, y que ensalzan sus periodistas militantes.
Con todo, fue un diseño híper anunciado y no hay derecho al pataleo. La mitad ligera y legítimamente más grande de la sociedad votó eso. Si es por –relativas– sorpresas, en consecuencia, hay que mirar enfrente. Por mucho que se busque en los archivos, no se encuentran, en el mundo, antecedentes de una despedida popular a jefe de Estado como la que tuvo Cristina el miércoles. Ninguno. Ese dato, aun cuando hubiera tenido cotejo con otro similar, es el más significativo de todo cuanto aconteció en la semana de la transición. Resultó hasta gracioso que, mientras la Plaza reventaba de gente y se cubrían sus aledaños a varias cuadras a la redonda, con una energía poca veces vista, los medios de la cadena de paz y amor titularan que la Presidenta daba su último discurso frente a “los militantes”. Más todavía, a la mañana siguiente uno de los diarios ahora oficialista privilegió, en cabeza de portada, el saludo de Mauricio Macri a “la multitud” que se congregó, apenas pasada la medianoche, frente a su domicilio palermitano. Tal juntada consistía en unos cientos de alborozados, mientras la impresionante manifestación del miércoles fue relegada a pie de página. De todas formas, este señalamiento no trata de medir cifras de manifestantes. No quiere aprovecharse de que quienes se reunieron el jueves frente a Casa Rosada, para dar la bienvenida a Macri, sólo cubrían hasta la Pirámide, como hidalgamente lo reconoció Magdalena Ruiz Guiñazú en entrevista de Luis Novaresio al admitir que esperaba más gente. Tampoco llama a la sorpresa por el modo de informar de quienes hacen gala de objetividad. Pero sí se pretende destacar que la medida del relegamiento periodístico de la despedida a Cristina está a la altura del impacto que provocó, porque haber reconocido su magnitud hubiera implicado aceptar la enorme potencialidad de la fuerza política o movimiento popular que se fue del gobierno. Y de su líder en particular. Ella brindó signos de que más tarde o más temprano se pondría al frente de la oposición, desde un peronismo en el que no se advierte figura que pudiera competirle o –mucho menos probable– desde una identidad política formalmente separada del tronco partidario. Además, queda por comprobar su capacidad constructiva una vez alejada del poder. Sin embargo, esa auténtica multitud reunida el miércoles representa por sí misma un alerta fenomenal contra el trazado de la derecha ganadora. Pone en duda, incluso, que el macrismo vaya a gozar de la luna de miel acompañante de todo gobierno en sus primeros meses de gestión, aunque no se supone que tendrán la tara de estimular fiestas y verano en estado de convulsión. Un aspecto estructural como el de Plaza del miércoles quedó postergado, también, por el insoportable culebrón sobre el traspaso del mando y, después, por el ensimismamiento de algunos comunicadores en torno de las diferencias estilísticas entre retirados y recién venidos. Como si lo primero tuviera alguna relevancia por fuera de la batalla de egos, y como si lo segundo no se supiera o significara algún cambio relevante en los contenidos ideológicos. ¿Cuánto puede tardarse en ratificar la obviedad de que el conflicto es inherente a la política? ¿Hasta cuándo se piensa que alcanzarán las estrofas escolares de la vocación de diálogo, la unión de los argentinos y el jueguito para la tribuna de convocar adversarios? Estamos hablando, por si poco fuera, de una sociedad dividida en dos mitades electorales prácticamente simétricas y que expresan aspiraciones de modelos antitéticos.
Macri asumió con un registro en verdad objetivo, que es el cómodo endeudamiento en dólares del Estado. Alrededor de un 10 por ciento del tamaño de la economía, uno de los más bajos del mundo. El viernes, otro título periodístico cargado de veneno y falsedad indicó que la deuda pública creció en forma descomunal, este año, llegando a los 18 mil millones de dólares. El pequeño detalle es que el informe oficial citado aclara que el 61 por ciento de la deuda estatal es intrasector público y que los mayores acreedores son el Banco Central, el Nación y el FGS de la Anses. Es decir que el Estado se debe básicamente a sí mismo, lo cual y por lo visto debe aclararse, en forma reiteradísima, frente al manipuleo informativo de las interpretaciones monetaristas, al igual que lo elemental de que no se conocen arcas públicas que hayan fundido por prestarse entre sí. Quienes las quebraron, como en el 2001 argentino, fueron justamente los que sometieron al país a una orgía de endeudamiento en moneda extranjera. Sí es cierto que acecha el revoloteo de los buitres y el macrismo ya despachó sus enviados para negociar con ellos casi a como sea, en la presunción de que es un paso imprescindible para recolocarse en el mercado de crédito internacional. La pregunta, también subrayada hasta el cansancio, es endeudarse con quiénes y para qué, por aquello de la diferencia entre concretarlo a fines del desarrollo productivo y hacerlo simplemente con el objeto de allegarse dólares de especulación que refuercen las reservas, para luego reiniciar el círculo vicioso de tener que devolver esos billetes que el país no emite, desde una estructura económica cuya producción es dependiente de insumos externos. Al comienzo, Macri podría usufructuar aportes de bancos extranjeros y cerealeras para levantar el denominado cepo sin mayores riesgos en la unificación cambiaria. Y a mediano plazo, estará el final de la película que ya vimos las veces necesarias sin que, dicho con todo respeto, alguna o mucha gente termine de aprender. La devaluación achicará los costos salariales en dólares de las grandes empresas, en una economía fuertemente concentrada y extranjerizada, y podrá ser que en ese inicio, como en el menemato, el ajuste no se note para los sectores bajos y medios. Y al cabo, de nuevo la película. Habrá quienes se pregunten si acaso es sensato pensar que esta derecha, autopresentada como el nuevo partido latinoamericano más original del siglo XXI, será capaz de suicidarse repitiendo fórmulas tradicionales de resultado invariable. Ese no es el interrogante, porque forma la parte de la esencia capitalista destruir, antes, las conquistas de variantes socialistas y socialdemócratas; y, ahora, de los populismos bien entendidos de izquierda o centroizquierda, como el kirchnerista. La maximización de la tasa de ganancia está demasiado por encima del destino que puedan sufrir sus agentes políticos circunstanciales. Macri será, para esos actores locales e internacionales, todo lo fusible que deba ser.
Si el único límite al ajuste es la capacidad de reacción de los ajustados, mejor tomar nota de que esos ajustados, una vez que el círculo vicioso se resetee para volver a empezar, ya no serán los de 2001 al grito de que se vayan todos. Ahora disponen, o dispondrían, de una herramienta política y liderazgo que después de doce años les demostró que se puede otra cosa. Módica o muy grande, según el izquierdómetro o la sensibilidad de cada quien, pero seguro que una cosa diferente a cuando estalló la crisis de credibilidad respecto de todo el andamiaje político-partidario. Ese fue el testimonio y advertencia de la fenomenal Plaza de Mayo del miércoles, mientras tantos y cuantos andaban distraídos entre el grotesco del acto de asunción, los oropeles de mando, Cristina en clase turista rumbo a Santa Cruz o Michetti reversionando a Gilda nada menos que en el balcón. Esa Plaza fue probanza de una identidad política que las elecciones no derrotaron, porque toda esa gente no estaba derrotada. Habrá habido mancomunión en la tristeza, angustia, incertidumbre, temores, melancolía, preguntarse cómo puede ser que se termine lo mejor que nos pasó. Todo lo que se quiera. Pero de ninguna manera sensación de derrota. Ni los medios más salvajes de la otrora oposición, ni los gorilas más desencajados, se animaron a decir que esta vez hubo los micros, los planes, los choripanes, la dádiva. Lo que hubo fue agradecimiento espontáneo y necesidad de mostrar y mostrarse juntos. Cantar que acá estamos y que habrá de volverse pero ya con el instrumento a renacer o perfeccionar, no desamparados por completo.
Se viene una etapa de disputa que es exactamente la misma de siempre, pero ahora con los roles invertidos desde el ejercicio del poder y la oposición. La novedad es que las proporciones de quienes representan intereses distintos están emparejadas, nada menos que a la salida de un gobierno con tres gestiones consecutivas. Y es una gran noticia. A explorar, pero una gran noticia.
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