Sáb 06.12.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Ceremonias

› Por J. M. Pasquini Durán

A dos años de diciembre de 2001, la ceremonia en la que juraron los legisladores nacionales electos parecía más bien un desmentido al pedido de “que se vayan todos”, aunque la consigna tenía mucho de utopía nacida de la prolongada relación malavenida entre la dirigencia política y la ciudadanía. Muchos rostros veteranos desfilaron esta semana frente a las cámaras de televisión que registraban el acto. También hubo caras nuevas, aunque tampoco en la proporción que demandaron aquellos cacerolazos. Entre el saldo de los que tienen mandato hasta dentro de dos años y muchos de los que salieron de las urnas en todo el país, se conformaron bloques que están lejos de representar los nuevos aires que se le atribuyen al discurso y algunos actos definitorios del presidente Néstor Kirchner.
La representación del PJ, en primer lugar, es más que nunca una federación de tendencias, en las que se mezclan leales y hostiles al Presidente, con una fuerte presencia bonaerense, aunque tampoco en ese distrito el bloque es homogéneo o compacto. La distorsión más notable, sin embargo, es la de los radicales que son la segunda fuerza del Congreso, aunque su caudal de votos esté en uno de los niveles más bajos de la historia electoral y la UCR no tenga una conducción reconocida por los afiliados y de prestigio en la sociedad. Tanto la derecha como el centroizquierda estarán presentes, pero tan fragmentados como el peronismo. Los que conocen la dinámica entre los poderes republicanos estiman que las iniciativas del Poder Ejecutivo deberán pasar por arduos trámites de negociación cada vez que necesiten el consentimiento legislativo, a no ser que apele, igual que Menem y De la Rúa, a los decretos de necesidad y urgencia, que operan mientras ocurre la siempre lenta construcción de consensos.
No es el mal mayor entre los que reclaman la atención inmediata del Poder Ejecutivo. Llegado el momento de hincar el diente en los problemas, incluso los dramas, de la economía nacional, comenzó a detenerse la vertiginosa dinámica demostrada en los primeros seis meses para afrontar asuntos político-institucionales de tanta envergadura como la Corte Suprema y la composición de las cúpulas de las Fuerzas Armadas y de seguridad, así como las campañas contra la corrupción y la impunidad. Es lógico que así sea porque, a pesar de la importancia de esas instituciones y de sus influencias en la vida cotidiana, el territorio económico ha sido la sede del poder real durante el último cuarto de siglo. Si el Gobierno pudiera recuperar la plena capacidad de decisión en ese campo, estaría recuperando la plenitud del poder para la República, punto de partida hacia la plenitud democrática basada en criterios de equidad social. Sin esa recuperación, correría peligro el poder restablecer las culturas de producción y de trabajo en el país.
La reorganización económica producida primero por la dictadura y completada en la década de los 90 fue mucho más que la privatización del patrimonio público y de la irrestricta apertura de la economía a la importación comercial y al vuelo depredatorio del capital golondrina: atornillaron culturas distorsivas que reemplazaron a la producción y el trabajo por la cruda especulación. Ese tipo de conductas persiste hoy en día, como se puede comprobar mediante la revisión de los precios del comercio minorista que empezaron a trepar en busca del máximo beneficio apenas notaron una modesta recuperación del consumo masivo. En lugar de abaratar para hacer la diferencia con las ventas masivas, la mayoría de los comerciantes prefiere vender menos pero obtener la mayor rentabilidad de cada unidad vendida, aunque excluyan del circuito a la enorme masa de pobres, más de la mitad de la población. Lo hacen, además, aprovechando que el Estado en desorden o corrompido tiene limitadas posibilidades de ejercer el poder de policía contra los abusos especulativos.
La puja por el poder entre la política, a la que le corresponde, y la economía, que se apropió de él por la fuerza, pone en tensión a todas las fuerzas sociales y tiende a dividirlas en bandos contrapuestos. La llamada clase alta, veinte por ciento de la población, está apelando a todos los recursos posibles, los propios y los de sus aliados, para retener la posición de los privilegios y para frenar o impedir que el rumbo predominante en las dos décadas de la democracia sea modificado en una dirección redentora de la justicia social. “En la década del 70, el cinco por ciento de los hogares vivía en hogares con ingresos bajo la línea de pobreza, en los 80 la cantidad de personas pobres se elevó al 12 por ciento; a partir de 1998 ya superaba el 30 por ciento y en octubre de 2002 llegaba al 57,5 por ciento”, alrededor de 21 millones de personas, sin contar a los indigentes (El Estado frente a la protesta social 1996-2003, CELS, 2003). Esta proyección histórica del desempleo y la consiguiente aparición de las organizaciones que representan a los perjudicados permite apreciar que son directa consecuencia de las políticas económicas conservadoras apoyadas en el “pensamiento único” del neoliberalismo.
En una de las tantas triquiñuelas de la propaganda, esa realidad está siendo distorsionada por los grupos económicos y políticos que se beneficiaron, y mucho, de esa trayectoria, para presentarla como la creación artificial de las izquierdas, como si se tratara de una neosubversión que el Gobierno debería reprimir hasta su aniquilación. El propósito principal es aislar al movimiento piquetero de las capas medias y quebrar las posibles bases de sustentación de las líneas reformistas del Presidente, para debilitarlo y rendirlo en un nuevo fraude de la expectativa popular. En el primer semestre de gestión, Kirchner logró en buena ley la mayoría de expectativas favorables del pueblo, pero aún ese respaldo no se traduce en tendencias organizadas de suficiente peso para equilibrar o contrarrestar las presiones y la deliberada desinformación de las derechas. Por supuesto, no todos los que repiten las consignas contra las movilizaciones populares son militantes conservadores. Hay sectores de las clases medias que las asumen, como si fueran expresión del “sentido común”, sin advertir los perjuicios que sobrevendrían para todos si se frustra esta nueva oportunidad de alcanzar el valor más completo de la democracia.
Cuando se habla de derechas la referencia no es de pura ideología, sino que involucra también a los bolsones de corrupción y a los impunes que se sienten amenazados por la reivindicación presidencial del juicio y castigo a los culpables. Por ejemplo, la asociación ilícita de hecho entre bolsones de fuerzas de seguridad, los delincuentes comunes, en primer lugar del narcotráfico, los punteros políticos que temen perder la “clientela” si la asistencia social llega a los necesitados por vías más directas y las mafias que manejan sectores de aparatos partidarios, son aliados activos de la derecha ideológica. ¿Quién puede asegurar que no estén alentando a pandillas de jóvenes indigentes a realizar saqueos indiscriminados a supermercados y comercios minoristas, hasta con “zonas liberadas”, para “conmemorar” el segundo aniversario del 19 de diciembre? Obligar a la represión salvaje, a la manera de lo que sucedió hace poco en Neuquén, es otra manera de mitigar o romper la simpatía popular hacia las promesas oficiales. Para eso cuentan, por desgracia, con algunos grupos que se denominan “revolucionarios” dispuestos a “desnudar” el carácter represivo del Gobierno para, de ese modo, evaporar las ilusiones ciudadanas en la política de la “burguesía capitalista”.
Son momentos difíciles y complicados, que ponen en apuros al Gobierno pero también a los ciudadanos que se sienten responsables por el destino colectivo, incluidos los que militan en la oposición democrática. De las ceremonias conmemorativas por el vigésimo aniversario del fin de la dictadura a las que recordarán aquellos dos días inolvidables, 19 y 20 de diciembre de 2001, en los que se logró inclusive que “piquetes y cacerolas fueran una lucha sola”, hay apenas diez días de diferencia en el calendario, pero en ese corto plazo pueden modificarse paradigmas políticos y sociales que se proyectarán hacia los tiempos que vienen. Son días de alerta y compromiso.

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