EL PAíS › OPINIóN
› Por Elizabeth Gómez Alcorta * y Lara González Carvajal **
“Lunes 9 am, a menos de un mes de asumido el nuevo gobierno nacional. En la puerta de ingreso de una dependencia estatal intervenida, se encuentra la infantería con camiones y decenas de policías impidiendo la entrada. Personas de civil custodiadas por la policía se paran frente a la puerta y definen quien puede y quien no puede entrar a trabajar, según un listado que tienen en la mano y que discrimina a qué trabajadores del organismo se les garantiza la continuidad de su empleo y cuales están despedidos. Este listado fue confeccionado a partir de la identificación de la filiación política de cada uno de ellos.”
Situaciones como estas sucedieron durante la última dictadura cívico militar. El gobierno de facto llevó adelante una política sistemática de persecución política y disciplinamiento de los trabajadores. Sin embargo, el relato corresponde a lo que está sucendiendo hoy en la Argentina.
El empleo público tiene una serie de particularidades vinculadas a que el Estado es el propio empleador, debiendo gozar todo trabajador estatal de la estabilidad de su empleo. A la vez, cuando el Estado quiere rescindir una relación laboral lo debe hacer con causa justificada y por medio de un procedimiento reglado.
Por este motivo, la decisión política del nuevo gobierno nacional, de despedir masivamente a trabajadores tanto en dependencias del ámbito ejecutivo, como del legislativo, a nivel nacional, provincial y municipal, no puede sino alarmarnos en términos institucionales, políticos, gremiales y sociales. Máxime cuando estas prácticas están vinculadas a lo más trágico de nuestra historia.
Esta política, sostenida por varios de los funcionarios nacionales, desde el presidente Mauricio Macri a Gabriela Michetti y Andrés Ibarra –sólo por mencionar algunos– se vio plasmada en la firma del Decreto No.254/2015 por el cual se ordena revisar todas las contrataciones del personal estatal efectuadas en los últimos tres años, prometiendo públicamente que en una primera etapa aquella pesquisa recaerá en 24.000 empleos y en 11.000 concursos en marcha; y en una segunda etapa en 40.000 contratos más.
Desde el plano fáctico, aquella “revisión” alcanza su paroxismo con el despido de miles de trabajadores del Senado nacional, del Centro Cultural Kirchner, de la Afsca y de múltiples dependencias y organismos públicos y diversos municipios.
Desde el plano discursivo, el gobierno anunció que se revisarán las contrataciones de los trabajadores estatales para poder identificar quienes son militantes, y de ese modo, llevar adelante una suerte de “limpieza” en la administración pública. Si bien el Ministro de Modernización, Andrés Ibarra, afirmó que se iba a revisar “caso por caso” en función de las necesidades de servicios y de la búsqueda de supuestos “ñoquis”, lo cierto es que en las pocas semanas de gestión del gobierno macrista se produjeron despidos masivos y selectivos, en función de la filiación política de los trabajadores.
La idea de que “el Estado no es una bolsa de trabajo, no tiene que pagarle a una cantidad enorme de militantes de algún partido político” podría conjugarse con la de “corregir excesos, impedir desviaciones, reordenar y reencauzar la vida nacional, cambiar la actitud argentina con respecto a la propia responsabilidad, facilitar en suma, el desarrollo de nuestra potencialidad”. Sin embargo, las primeras palabras fueron pronunciadas por la actual vicepresidenta de la Nación, días después del dictado del decreto antes mencionado –y luego de despedir a más de 4000 empleados del Senado–, y las segundas fueron expresadas por el general Horacio Tomás Liendo, Ministro de Trabajo de Videla, para justificar el decreto-ley 21.274.
Esta ultima norma, dictada a los pocos días del Golpe –el 29 de marzo de 1976–, autorizaba a dar de baja por razones de servicio –sin causa– al personal de planta, transitorio o contratado, de cualquier dependencia estatal y fue replicada en cada provincia por los interventores.
El paralelismo es evidente. Ambos gobiernos recién llegados al poder requieren “normalizar la administración publica”, por lo que deben prescindir de una importante cantidad de trabajadores politizados.
Durante el Terrorismo de Estado, la prescindibilidad estaba ligada a “un factor real o potencial de perturbación del normal funcionamiento del organismo al cual pertenece” o que “de cualquier forma [el trabajador] esté vinculado a actividades de carácter subversivo o disociadoras”.
Para el gobierno macrista, en la administración pública no hay lugar para militantes. Los trabajadores estatales que participan activamente de la vida política son falsamente identificados como ñoquis y deben ser “erradicados”, tal como sostuvo Gabriela Michetti. La vicepresidenta afirmó que la presencia de militantes políticos en el ámbito público “ha ido boicoteando las verdaderas funciones del Estado.”
Tanto el discurso como las prácticas autoritarias de ambos gobiernos tuvieron y tienen efectos subjetivos sobre la participación política de los trabajadores y, en definitiva, en la construcción y consolidación de una ciudadanía democrática.
Tener que militar clandestinamente en democracia para poder sostener un trabajo es claramente un gravísimo retroceso histórico y político que nos retrotrae a los tiempos de la dictadura y que tendrá ciertamente consecuencias e implicancias que aún no podemos percibir.
A diferencia del discurso republicano utilizado en su campaña, el gobierno de Macri tiene evidentes rasgos autoritarios que debieran interpelarnos a todos los ciudadanos desde la responsabilidad colectiva de cuidar nuestra vida democrática.
* Abogada (UBA). ** Politóloga (UBA).
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