EL PAíS › OPINIóN
› Por Diego Tatián *
Los años son cifras que la historia carga de significado: 1916, 1945, 1969, 1973, 1983, 2001, 2003, sólo números cuya densidad ideológica para la memoria colectiva de los argentinos, sin embargo, guarda y protege una reserva latente, compleja y muchas veces involuntaria; años que conjugan la subjetividad popular pero no por ello sustraídos al reino de la crítica, ni exentos de un paciente trabajo de revisión, de interpretación renovada y memoria abierta. Asimismo, 1930, 1955, 1966, 1976, 90, connotan el significado histórico de algo que no interrumpe su presencia y cuya recurrente restitución, enmascarada o explícita, tiene lugar cuando el poder real se ve amenazado por el desarrollo de una experiencia popular.
Aunque sin duda adopta elementos de todos ellos, debemos evitar la tentación de inscribir al macrismo lisa y llanamente en la matriz ideológica, simbólica, económica y cultural de esta última secuencia de años, no porque dicha inscripción no exista sino porque esa comodidad no nos permitiría comprender su novedad y contraponerle más eficazmente las armas de la crítica que aún debemos acuñar. Lo que es seguro –por primera vez en un gobierno que resulta de elecciones democráticas, pues incluso el menemismo tenía una extracción popular– es la absoluta ajenidad del tiempo político que ahora se abre a cualquiera de los años que urdieron la trama democrática argentina.
Si bien cuenta con un blindaje mediático jamás visto antes, con consiguiente el apoyo televidente de una parte muy importante de la población, con la anexión del (¿al?) poder financiero, con la adhesión de corporaciones de negocios y el servicio inestimable de la embajada norteamericana, el gobierno de Macri está –en el sentido que el término tiene en albañilería– “descalzado”: carece de sujeto social, ostenta ignorancia –y prescindencia canchera– de la historia, no tiene arraigo en la política ni raíces en una derecha ideológica.
El conjunto de gerenciadores que por primera vez se apropia de las instituciones sin ningún tipo de mediación política –aunque sí gracias a la posibilitación del partido radical, del que el macrismo ahora prescinde y lo seguirá haciendo sin que ello diluya su irresponsabilidad política y su responsabilidad histórica– marca precisamente la situación inédita del poder real “atendido por sus propios dueños”. Una forma de liquidación de la democracia que no debe ser subestimada y que transforma lo que hasta ahora entendíamos por “política”.
La vertiginosa descarga de decretos antidemocráticos, antirrepublicanos e inconstitucionales que la nueva “administración” fue capaz de producir en tan poco tiempo, constituyen el más formidable ataque institucional que un gobierno electo le haya jamás perpetrado a la Argentina. Todo acompañado por la ingenuidad de creer que si ese conjunto de vulneraciones sociales y jurídicas se hacen rápido, juntas y en vacaciones, serán olvidadas y tendrán por consecuencia el buscado disciplinamiento de la opinión.
Esta mal aprendida lección de Maquiavelo encierra un altísimo grado de violencia antipopular: despidos masivos, pérdida de derechos, reducción del poder adquisitivo de quienes menos tienen, destrucción de la libertad de expresión, vaciamiento de programas sociales, desprotección de los sectores socialmente más expuestos, remate de la cultura pública, reendeudamiento por el que varias futuras generaciones de argentinos quedarán capturados, prescindencia del Congreso de la Nación, destitución de toda forma de soberanía, subordinación a los fondos buitres y varios etcétera, no son medidas que pueden prosperar sin resistencia. Lo que hay en juego es cuál.
La violencia, en efecto, no es solo connatural al contenido de estas medidas sino sobre todo a las formas o más bien a la ausencia de formas. Como es evidente, la violencia no ha sido exclusiva de los años en los que se interrumpieron experiencias populares a través de golpes de estado, sino que muchas veces también fueron parte de estas. En ruptura con ello, durante la última “década larga” argentina (y latinoamericana), un conjunto de transformaciones orientadas hacia la igualdad tuvieron lugar a través de la construcción de una hegemonía democrática que asume la lentitud de las cosas sin perder nunca la dirección; que asume el principio según el cual el camino más corto a veces es largo; que asume, en fin, la lección de paz que entrega la historia.
Lo que el macrismo le está infligiendo a la Argentina y al pueblo argentino lleva consigo un enorme potencial de violencia, sea como programa explícito o como daño colateral y efecto no deseado pero inevitable de simplemente implementar medidas al servicio de los grupos más concentrados en detrimento de las mayorías sociales (no sería imposible, ni nuevo, que la embajada norteamericana esté apostando a lo primero, como lo hace en tantos lugares del mundo y lo hizo en tantos momentos históricos).
Este delicado escenario exige una enorme convicción de paz en todo el campo popular, una responsabilidad lúcida de referentes sociales, dirigentes políticos, intelectuales, y una cultura de la manifestación democrática extremadamente atenta a orientar la indignación por mediaciones y tiempos políticos, a evitar la impaciencia, a mantener las exigencias de la argumentación y de la crítica, a la necesaria tarea de reconstruir mayorías por una conquista del sentido común de la maestra, del verdulero, del señor de la esquina, del colectivero, de la empleada doméstica, del obrero...
La historia argentina enseña que la violencia ha sido siempre el arma más contundente y eficaz de las minorías poderosas y la trampa más peligrosa para las clases populares. El ardid de la violencia hace que siempre concibamos la propia como respuesta a una violencia anterior u originaria. Cuando esto sucede, ya no es posible detenerla y hemos caído en la trampa. Por eso la paz es una decisión, una convicción incondicional y una autonomía, que el campo popular ha obtenido como la gema más preciada de una larga experiencia no exenta de derrotas.
El macrismo será históricamente corto –y su daño menor– si el pueblo argentino es capaz de sostener una resistencia de la paz y desactivar así la violencia que, disimulada en el estropicio de las palabras (“cambio”, “amor”, “felicidad”...), lleva incorporada a su naturaleza.
* Profesor de la Universidad Nacional de Córdoba.
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