EL PAíS › OPINIóN
› Por Jorge Halperín
Si hay algo que sigue dominando el ánimo de una parte significativa de la sociedad en este verano es la perplejidad de la derrota. Habría que remontarse muy lejos, al retorno de la democracia de fines de 1983, para encontrar otro momento en que el peronismo quedara desconcertado por una derrota que no esperaba.
Porque, incluso, el triunfo de De la Rúa frente al peronista Duhalde en 1999 era algo previsto.
Y en esta última elección de noviembre, las encuestas decían que sólo Massa, por tener votos peronistas, podría derrotar a Scioli en segunda vuelta.
Muchos explicaron esta proeza de Macri por su brillante estrategia comunicativa de introducir la idea del cambio y de prometer el imperio del diálogo, del respeto por quien piensa diferente, de marchar “juntos”, como si el candidato tuviera la fórmula mágica para terminar con las divisiones.
¿Cómo explicarse, entonces, que en estos dos meses no haya habido entre sus votantes una reacción a las políticas brutales de despidos, represión y persecución que viene ejecutando desde que llegó a la Casa de Gobierno y que contradicen el diálogo y el respeto por quien piensa distinto?
¿Cómo entender de parte del partido del diálogo el nuevo protocolo de seguridad de la ministra Patricia Bullrich, que habilita a las fuerzas armadas a reprimir la protesta con armas de fuego? No era, al fin, un proyecto para “todos juntos”. Había un tercero excluido. Y, obviamente, la idea del cambio implicaba salir de algo malo.
El antropólogo Alejandro Grimson explica en estos días en una nota del sitio online “Cosecha roja” que “en la clase media hay un silencio militante a favor de la represión que ha sido muy relevante en Argentina y que ha legitimado las dictaduras”.
Justamente antes de leerlo venía percibiendo que se prestó escasa atención a otro tipo de promesa de Cambiemos, que no formaba parte de la campaña oficial pero que estaba claramente connotada en los movimientos del PRO y sus principales referentes, y que es una suerte de contrato con sus votantes.
Y es la promesa de ejercer castigos.
El rostro del diálogo y la mesura no impidió que durante todo 2015 Cambiemos, en coalición con los medios dominantes y parte del Poder Judicial, acosara al gobierno de Cristina de Kirchner y a sus principales referentes con denuncias gravísimas que comenzaron con aquellas de alianza con el terrorismo iraní que lanzó en enero el fiscal Nisman, siguió con su muerte violenta, atribuida con megáfono a la propia presidenta, y más tarde con tapas enteras dedicadas a las falsas cuentas secretas de Máximo Kirchner, al falso sueldo descomunal del ex ministro Kicillof, a las burdas acusaciones de un criminal procesado al ex jefe de gabinete Aníbal Fernández como presunto autor intelectual del triple crimen narco. No importa la falsedad de las denuncias porque las reiteradas tapas de los grandes medios y muchos tribunales amigos les dieron una enorme entidad.
Fueron construyendo, al modo de Georges Bush h, un “eje del mal” constituido por el gobierno kirchnerista y sus “aliados” de Venezuela e Irán. E instalaron en el imaginario colectivo una guerra santa en la cual ellos son los cruzados.
De tal modo, el rostro público del PRO y la alianza Cambiemos, que en campaña hablaba de diálogo y respeto por las instituciones, también nos avisaba que era el partido justiciero que viene a terminar con un gobierno popular corrupto, criminal y mafioso. ¿Por qué una vez que consiguió ejercer el poder de la Nación iría a abandonar ese rol, ficticio, porque esconde las decenas de denuncias de corrupción macrista, pero apoyado por muchos sectores?
Y no era el único en promover esa guerra santa. Grimson recuerda que el otro gran candidato, Sergio Massa, también hizo campaña obsesiva por la inseguridad, por dar mayores atribuciones a los militares, entrar en las villas y también terminar con los piquetes. Conociendo al dirigente del Tigre, seguro que se guió por ciertas encuestas de opinión.
El voto mayoritario operó así como un mandato para castigar lo “malo” de la Década, y así está sucediendo con muchos referentes del kirchnerismo, con detenciones o procesos iniciados contra Milagro Sala, Aníbal Fernández, Julio De Vido, Guillermo Moreno, los despidos en la ex ESMA, sin contar con violencias ejercidas contra la Villa 11-14 y contra La Cámpora, periodistas echados por sus simpatías hacia el kirchnerismo, y miles de empleados públicos contratados en la década y ahora echados con la falsa acusación de ñoquis.
La violencia que viene ejerciendo Macri desde el poder no parece poner en cuestión las promesas democráticas porque se ha persuadido a millones de votantes que estamos frente a un Armagedón, una batalla contra el mal que, me atrevo a decir, incluye también los inventados desastres económicos que atribuyen a la herencia del gobierno de Cristina.
Las propias medidas económicas de shock (devaluación, baja de retenciones, y tarifazos, con su impacto inflacionario; y el bajo techo a las paritarias) obran como parte de una “terapia sanadora” supuestamente indispensable para salir del “Infierno K”.
Ya tuvimos una trágica batalla contra el Mal emprendida por la dictadura. Y vale recordar que las Cruzadas, que nacieron como el proyecto bendecido por un Papa de recuperar el Santo Sepulcro, que era la prenda de la cristiandad en poder del Mal, encarnado por los árabes, esas guerras santas terminaron en el peor escándalo de crimen y corrupción cuando los combatientes de Cristo se convirtieron en feroces mercenarios que masacraron pueblos cristianos a cambio de una buena paga.
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