EL PAíS › OPINION
› Por Paula Español *
En estos días que corren escuchamos diferentes voces que exaltan una Argentina integrada nuevamente al mundo, que busca fortalecer los lazos con la región de Asia-Pacífico, EE.UU. y Europa en detrimento de los vínculos comerciales con el Mercosur y América Latina. Abundan los viajes oficiales en esta dirección. A la presencia de Mauricio Macri en el Foro de Davos, se suman las visitas de los presidentes de Francia, Italia y EE.UU., y las menos publicitadas de la jefa de la diplomacia de la Unión Europea (UE), más una comitiva de parlamentarios de estos países.
Este conjunto de misiones apunta a profundizar la relación económica con los países del hemisferio norte y, en particular en este momento con la UE, con quien se aspira a firmar un gran acuerdo económico UE-Mercosur. De hecho, los representantes de ambos bloques acordaron recientemente un primer intercambio de ofertas de acceso a mercados para bienes, servicios y compras públicas en el mes de mayo.
Las negociaciones para este acuerdo llevan años, y han encontrado serias limitaciones para avanzar debido a la resistencia de la UE a incluir de manera explícita y relevante al sector agrícola. En contrapartida, los socios del Mercosur han sufrido constantes presiones para ampliar la lista de productos industriales a liberalizar. La UE desconoce así el trato preferencial y diferenciado que se otorga a las naciones con menor grado de desarrollo cuando se llevan adelante negociaciones comerciales entre países o entre bloques.
En este nuevo contexto, cabe preguntarse si, como señala el oficialismo, estábamos previamente tan “aislados del mundo”. Y, en segundo lugar, qué tipo de integración buscamos como país en vías de desarrollo.
En relación a la primera pregunta, un indicador concreto del grado de integración comercial de un país es el ratio de la suma de las exportaciones más las importaciones respecto del PIB. Esta relación, que durante los años 90 –auge del neoliberalismo– promedió un 13 por ciento, se multiplicó a casi un 30 por ciento en los últimos 12 años.
Tampoco es cierto que la Argentina constituía una economía cerrada a las importaciones. Vale la pena recordar que luego de la crisis internacional de 2009, no sólo se impusieron unas 2500 nuevas medidas restrictivas en el mundo (según el reporte preparado por la Organización Mundial de Comercio para la cumbre del G-20), sino que en dicho contexto, mientras en los países desarrollados las importaciones disminuyeron aproximadamente un 10 por ciento, en Argentina crecieron cerca de un 70 por ciento.
Y si a restricciones al comercio nos referimos, los países desarrollados no sólo cuentan con un poderoso andamiaje de normas técnicas, sanitarias y fitosanitarias, sino que además aplican aranceles a las importaciones mucho más elevados que nuestro país. Argentina tiene un arancel máximo consolidado (Mercosur) de 35 por ciento y, de hecho, el promedio efectivamente aplicado a sus importaciones es de 11,4 por ciento. Mientras que en Europa, EE.UU. o Japón se observan aranceles que superan el 200 y 300 por ciento en productos lácteos, frutas, ajos o arroz, por mencionar algunos ejemplos de nuestros productos de exportación.
El segundo interrogante –qué clase de integración buscamos– nos lleva a reflexionar acerca del tipo de exportaciones a promover y, en consecuencia, los vínculos comerciales a fortalecer. La inserción en el mundo que persigue el actual gobierno, con señales hacia EE.UU. y Europa, se asemeja más a aquella que caracterizó al país durante el modelo agroexportador de inicios del siglo veinte, en el cual exportábamos cereales, carne y materias primas, e importábamos todo tipo de producto manufacturado. Este modelo contrasta con la lógica de inserción internacional que impulsó durante 12 años el gobierno anterior, fortaleciendo los lazos económicos con el Mercosur, la región latinoamericana y el resto del denominado mundo en desarrollo o emergente.
Esta estrategia se fundaba en que América Latina, con una población de 600 millones de habitantes, representa un gran potencial como mercado para sus propios países. El comercio intrarregional se ha profundizado en la última década, con fuerte presencia de empresas pymes (según Cepal representan un 70 por ciento del total de empresas exportadoras en la región), y está fuertemente concentrado en productos de origen industrial. El aumento de las exportaciones industriales es clave para incrementar las ventas de las empresas, potenciar sus economías de escala y así promover la competitividad en el sector manufacturero. En la actualidad, cerca del 80 por ciento de las importaciones de América latina son productos industriales que vienen de países extra-regionales. Es decir, existe un amplio espacio para avanzar en la integración económica y comercial en la región, y Argentina cuenta con notables capacidades productivas y tecnológicas para explotar y expandir.
Aldo Ferrer sostenía con gran claridad que el modo de inserción de Argentina en el mundo y su consecuente política exterior están directamente vinculados a su estrategia de desarrollo económico.
No hay caminos inexorables para subirse al tren de la globalización económica. Está en cada nación tomar las riendas de su propio destino. Durante doce años, la integración al mundo estuvo guiada por un modelo de desarrollo basado en la producción industrial, la generación de empleo y las exportaciones con mayor valor agregado. El actual gobierno nos propone una integración para exportar recursos naturales y ser nuevamente el “granero del mundo”. Un déjà vu que terminó en diferentes versiones de crisis económicas a lo largo del siglo veinte; sobre todo al combinarse con fuertes procesos de endeudamiento externo. Al parecer nos encaminamos a tropezar otra vez con la misma piedra.
* Vicepresidenta de AEDA. Ex subsecretaria de Comercio Exterior.
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