EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Entre varios o muchos kirchneristas jugaban con el “Gracias, Bonadio”. Pero se destacó mucho más el rosario de insultos destinado al juez por los activistas anónimos que militan en la furia anti K de las redes cloacales, junto con las prevenciones y críticas que ya se habían posado sobre el emperramiento del magistrado.
Ese aspecto del retorno público de Cristina merece detenimiento. Si sólo fuera cuestión de lo que dijeron los anónimos del odio, sería un paisaje tan previsible como la impotencia que les generó la vuelta de la yegua. Pero fue desde algunos operadores del propio Gobierno, y en sus órganos periodísticos, donde se trabajó para que la Cámara desactivara citar a la ex presidenta. El fracasado emprendimiento de evitar a Cristina en Comodoro Py respondía a tres motivos. Primero, la acusación propiamente dicha –haber maniobrado en forma espuria con la cotización de dólares a futuro– es una fantochada indescriptible que provoca vergüenza ajena hasta en los juristas adherentes al macrismo. No es únicamente que se trataría de judicializar resoluciones de política económica, con lo cual es susceptible de llevarse a tribunales cada decisión que tome cualquier gobierno. Es que, para el caso, el Banco Central otrora comandado por Alejandro Vanoli ejecutó la oferta con el aval del presupuesto nacional sancionado por el Congreso, que implicaba por naturaleza tales y tales procedimientos financieros luego arrasados por el Ejecutivo macrista. Si la lógica se extremara, deberían citar a todos los legisladores de aquella instancia sancionatoria. Es una causa judicial sin pies ni cabeza que no sean la persecución a Cristina o bien, si no quiere interpretárselo como una actitud corporativa, el resentimiento y las ansias de protagonismo de un juez en particular. Son columnistas principales del macrismo quienes venían advirtiendo eso mismo. Que el expediente no aguanta los trapos. El siguiente aditamento, justamente, fue que la insolvencia profesional de Bonadio es vox populi en el ámbito tribunalicio. Por último, pero no lo menos importante y, más aún, el motivo central: debía eludirse como fuere que Cristina encontrase servida la posibilidad de victimización y, encima, con una larga lista de condimentos demasiado favorables. Reaparición al cabo de cuatro meses de silencio. Multitud esperándola, desde sus fans hasta quienes la detestan en proporción similar a lo improbable de no caer bajo el embrujo de su oratoria, de su sola presencia, de esperar a con qué se despacha. Una manifestación impresionante, conmovedora, en día laborable, a la mañana, bajo la lluvia –encima bajo la lluvia–, enmarcada por ese espacio físico desacostumbrado, siempre con esa disfonía y esas pausas discursivas que le inyectan épica a cada cosa que dice, y el sentido de vigilia de sus militantes y admiradores frente a un departamento que el gorilaje infinito no puede soportar que quede en Recoleta. Y esta vez sin siquiera la excusa repugnante de que se marchaba gracias a micros y choriplanes.
Entonces, sí que daba, y cómo, para que se acordaran de toda la familia de Bonadio. Los medios que vociferaban contra la agotadora continuidad de cadenas nacionales pusieron el discurso de Cristina precisamente en eso, en cadena, y se abundó en que fue el juez quien la reinstaló en el centro de la escena. Uno de esos medios, el que ya se sabe, tuvo la ocurrencia de acompañar su logo televisivo con una cinta negra, a modo de crespón, mientras ella hablaba. Hubo de hacerse un esfuerzo grande para deducir que era en homenaje a Mariano Mores. Recortaron una ventana de pantalla simultánea con Macri en Salta, entregándole medallas a jóvenes wichí y anunciando que hablaría en instantes. La ventana permaneció unos pocos minutos y a nadie le importó si, en efecto, Macri habló o se fue silbando bajito, porque lo exclusivo que interesaba era Cristina y la multitud bajo la lluvia que un drone, de o por Infobae, filmó para el asombro de propios y ajenos. Todo lo que Macri pudo exponer después fue el adjetivo “desafortunado”, no se sabe en referencia a qué: si al discurso de Cristina, si al inmenso gentío que fue a respaldarla o si a que sus operadores no pudieron evitar que el juez servilleta la citara (tema, este último, que igualmente obró de disparador para chanzas y cuestionamientos entre el palo macrista. “Despertate, Mauricio”, y otras lindezas por el estilo fueron moneda corriente entre sus activistas de albañal). Sin embargo, todo lo señalado hasta aquí constituye en sustancia el tramo emocional y mediático –nada menor, por cierto, dado su inmenso carácter simbólico– de la reaparición de Cristina. Y la observación de que “Bonadio lo hizo” es apenas un chascarrillo o una mostranza de enorme pobreza analítica. Ni el más respetable de los expertos jurídicos, no ya un amateur político y pericial como Bonadio, hubiera impedido que la gente se juntase para apoyar a su jefa, su referente, su ícono. Y ante todo porque, si no era ahora gracias al mamarracho y la obsesión personal o corporativa de pretender cercarla judicialmente, Cristina estaba presta a volver al ruedo de todas maneras y cuando se le antojase, más temprano que tarde o al revés. Bonadio es un objeto. El sujeto es Cristina. Quienes piensen que ese juez es un disparador estructural, y no fortuito, casi increíblemente no saben o no quieren entender que la gente se juntó en esencia por ella, no para indignarse contra un hombre gris. Por ella y contra Macri. Por lo bueno de los doce años y contra el ajuste a favor de la pandilla de los ricos asociados al Gobierno. Decir que Bonadio lo hizo es tan solvente como argumentar que la fiebre es una enfermedad y no un síntoma.
De ahí en más, y allí el desafío intelectual y operativo, se necesita cuantificar políticamente. Cristina o el kirchnerismo genéricamente descripto volvieron a demostrar con creces que la calle es de ella. Pero resulta que perdieron las elecciones, no importa si por un pelo, a manos de una derecha más parecida a conservadores brutales que a unos liberales con rasgos de sensibilidad social; el paquete de “medidas sociales” anunciado el sábado pasado es tan formalmente positivo como a la vez una gota perdida en un océano de otro tipo. Tarifazos, inflación al trote, bandeja servida a los gerentes de las corporaciones más concentradas que cual si fuera poco asumieron directamente como funcionarios, liquidación de toda voz disonante en los medios públicos, rendición incondicional ante buitres locales y foráneos, despidos a mansalva, promesas de inversiones externas que apenas son hipótesis contra las que sólo avanza achicar el mercado interno. A la par, aunque ya un poco o un tanto devaluadas, todavía rigen expectativas favorables de un sector de la sociedad, amplio. Se articulan en esa franja gorilismo ancestral con voluntades fluctuantes que hoy van para acá y mañana para allá, sin más ideología que el humor económico o político del momento. Y como frutillita del postre, que admite el diminutivo pero tampoco deja de ser un dato a tener en cuenta, el peronismo quedó fragmentado en tres, cuatro o más secciones, y le hace el juego al Gobierno. Más la inoperancia, siendo contemplativos, de las CGT. Podría hablarse, en consecuencia, de algo así como un triple empate entre quien tiene la calle y el entusiasmo opositor; quien todavía maneja o administra las esperanzas de lo recientemente votado; y quien se aguachentó, o está nocaut, o traicionó, en esa tensión permanente que tiene el peronismo hacia derecha e izquierda. Puesto en categorías de análisis concreto del ejercicio del poder, sea porque se lo implementa o porque se aspira a (re)practicarlo, el kirchnerismo tiene una líder que es la máxima figura política del país, por robo, pero no le alcanzan ni los votos ni la energía social para cortarse solo. La derecha gobernante tiene proyecto o energía pero carece de líder, por completo, necesitando a los peronistas fragmentados para asegurarse territorio. Y los peronistas ésos, que disponen de territorio, no tienen ni proyecto ni líder.
Consciente de la parte que le toca, al margen de su oratoria incomparable y unida a las chicanas perfectas promotoras de ese sello, el del liderazgo, Cristina produjo frente a la multitud un discurso en el que descollaron dos palabras. O figuras. Ciudadanía y Libertad. Una en forma de convocatoria, que es el Frente Ciudadano para oponerse a la ofensiva macrista de joder a los que menos tienen. Y la otra apuntando contra la voz virtualmente única, bien de derecha, que se impone en los medios de comunicación fijadores de agenda. Esto, lo segundo, en rigor incluyó a mucha gente, no sólo empleados públicos sino también del sector privado, que cambió sus perfiles en las redes sociales, que tiene miedo de manifestar sus opiniones libremente, que siente el acoso de que mostrarse disruptiva respecto de este tiempo derechoso puede involucrar venganza patronal, no conseguir el trabajo que ya falta, comprarse problemas. Ciudadanía y Libertad no formaban parte de la oratoria elocuente que, sobre todo en el tramo postrero de la gestión K, se dirigía solamente a los convencidos. Cristina tomó nota, o eso pareció, de lo señalado líneas arriba. De que la tropa propia no basta. De que la minoría socialmente más intensa, más activa, la que no es pecho frío, sirve para dar y darse un necesarísimo baño de masas, pero no para conservar o reconquistar el poder. Hace falta, le hace falta, ir por los fluctuantes. Y fue así que introdujo banderas retóricas, abarcadoras, bien que no del tipo de las usadas por Cambiemos para pregonar –con alta eficacia de marketing– que todos seremos felices, que la política es un cuento de hadas, que no hay porqué para que haya conflictos y que vamos a la pobreza cero.
Tremendo desafío eso del Frente, para las circunstancias “Ciudadano” y no Popular, pero por algo se empieza. La letra, para variar, la escribió Cristina. La orquesta es colectiva, y dirigida por quienes sepan leer mejor.
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