EL PAíS › OPINIóN
› Por Julio Maier *
El artículo 120 de la Constitución Nacional argentina establece –para mal o para bien– un ministerio público monocrático, gobernado unipersonalmente, mejor dicho aún, gobernado por el principio de la verticalidad en su organización interna. Si se ha sostenido lo mismo del Poder Ejecutivo Nacional, a pesar de que la misma CN acepta la existencias de ministros con cartera de competencias y su acompañamiento necesario al presidente de la República, según actos, resulta indiscutible aquella organización interna del ministerio público, que, entonces, no depende de la ley que lo organiza. La ley orgánica –federal– del oficio, vigente hoy en día, pese a reconocer la multiplicidad de fiscales, parte de este principio, cuyas consecuencias más sobresalientes explican las facultades de delegar y de sustituir, de instruir a sus subordinados mediante reglas obligatorias para ellos, al menos por intermedio de instrucciones generales, no referidas a un caso concreto ni ilegítimas (contrarias al principio de legalidad que rige el oficio). Que yo sepa, estas características definen al ministerio público universalmente, si por universo se define al Derecho europeocontinental que dio nacimiento y reguló originariamente el oficio estatal. Tampoco es discutible, según la misma norma constitucional, punto de partida de su organización, que la cúspide o el vértice del ministerio público fiscal es el cargo de Procurador General de la Nación.
Es público y notorio, esto es, conocido por todos, que el actual gobierno federal no comulga –vaya uno a saber por qué ciertamente– con la señora que actualmente desempeña el cargo de procurador general de la Nación, cargo que, según la ley vigente que hoy lo define, tiene estabilidad temporal esto es, dura en el tiempo mientras quien lo desempeña no cese en él o sea descalificado mediante un procedimiento especial, aquí llamado juicio político, similar a la que es característica de los jueces por aquello de que los miembros del ministerio público “gozan de inmunidades personales”. También es público y notorio que quien desempeña el cargo fue elegida por el gobierno anterior casi obligadamente y por una mayoría casi absoluta (no recuerdo cómo votaron los senadores del partido hoy en el gobierno), como consecuencia de que el candidato cuyo nombramiento fue remitido en un primer momento al Senado de la Nación –organismo competente para autorizar el nombramiento– no recibió el acuerdo de la mayoría necesaria requerida. También es conocido que el Sr. jefe del gobierno federal actual y su ministro de justicia presionaron a la procuradora públicamente para que renuncie y así poder designar a un nuevo procurador, presión que el Sr. presidente ha vuelto a ejercer hace pocos días, tachándola por –según él– ser “militante” del partido que él sucedió en el gobierno de la República (¿?: no señaló actividad alguna al respecto).
No satisfechos con esos calificativos mentirosos, incluso para ellos –porque, según se advirtió por todos oportunamente, se trataba de una jurista de nota que ya había llegado a cargos elevados dentro del ministerio público, sin afiliación político-partidaria–, el PEN –esto es, el Sr. presidente y su ministro– envían un proyecto al Congreso nacional, que esperan ver convertido en ley, para reformar el oficio del cual se desprende el inocultable deseo de reducir a cero el poder que nuestra Constitución impone para el cargo que el procurador general desempeña. Prácticamente, el proyecto reduce sus competencias a las de un gerente administrativo, crea cargos que o bien le quitan competencia o de cuya aprobación dependen sus actos (los subprocuradores generales en diversos ámbitos jurídicos y el consejo general del ministerio público fiscal), con el agravante político de que los cargos de subprocuradores no dependen de prueba alguna de idoneidad previa (concurso público), como los demás fiscales, y sólo requieren el nombramiento del PEN con acuerdo de mayoría simple del Senado, mientras el Procurador General depende de un consenso de dos tercios de la Cámara; ellos conforman mayoría en el Consejo del cual depende la validez de varios actos del procurador general. Según se observa la dirección del oficio se transforma, prácticamente, en colegiada, aspecto que lesiona la definición constitucional citada. El proyecto también limita la duración del cargo de procurador general a 4 años, con lo cual parece pretender un futuro de aquiescencia con el gobierno que lo designa, limitación temporal que, aplicable o no aplicable a quien hoy detenta el cargo (no lo sabemos y lo decidirán nuestros jueces federales), resulta inconveniente, al menos con esa extensión temporal exigua, con la idea del cargo regulado en la CN (unipersonal en su vértice superior). Por supuesto, el principio de “unidad del MPF”, que caracteriza a todos los ministerios públicos conocidos por mí, se resiente hasta su desaparición, como también sucede con las facultades de allí derivadas de delegación y avocación.
No me es posible criticar en extensión el proyecto remitido a la Cámara de Diputados por esta vía. Sí, en cambio, puedo manifestar mi desconfianza hacia la hipocresía que él representa en su contenido y explicaciones, e incluir allí el tratamiento legislativo acelerado cuando las condiciones de funcionamiento del ministerio público no lo tornan necesario: su ley orgánica actual no representa un obstáculo para reforma alguna de la administración de justicia, menos aún en el sentido indicado.
* Profesor consulto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal (UBA).
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