Mié 20.04.2016

EL PAíS  › OPINIóN

¿Seguridad nacional o Estado de Derecho?

› Por Lucila Larrandart *

La política criminal diseña el ejercicio de la violencia estatal, siendo el modo como el Estado haga uso del poder en este ámbito uno de los indicadores de la debilidad o de la profundidad del sistema democrático en una determinada sociedad.

El modelo autoritario se caracteriza por subordinar la libertad al principio de autoridad, por lo que el alcance de la política criminal no tiene límites; el ejemplo claro es en las dictaduras, pero también puede serlo en una democracia. El concepto de seguridad nacional, que caracterizó a las dictaduras latinoamericanas durante el pasado siglo se reemplaza por el concepto de seguridad ciudadana, que permite todo y todo lo subordina a ella, predominando la idea de que el fin justifica los medios. Es lo que se conoce como “mano dura”, que propugna dejar de lado las garantías constitucionales en aras de una supuesta “eficiencia” y que hace aparecer como si el tema de la seguridad se solucionara agravando penas y procedimientos y otorgando más facultades a las fuerzas de seguridad, haciéndose aparecer al cumplimiento de las garantías y principios constitucionales como causantes de “ineficacia” en la respuesta frente al delito, como el causante de la “inseguridad ciudadana”.

Recordemos el Proyecto de ley de Hitler en el cual que se daba el control total a la policía y se declaraba la guerra al enemigo interior. En el proyecto de Código Penal para la Alemania de 1936 se arrasan las garantías y se las reemplaza por la llamada peligrosidad de las personas. Se habla de un Derecho penal sin garantías, en donde el aparato policial se pueda mover con tranquilidad. Frente a tal descomunal combate todos los elementos del Estado deben estar al servicio de esta especie de guerra santa.

Se trata de una reedición de la teoría de la Seguridad Nacional de los años 60 a 70 en América del Sur, pero ahora protegida por los gobiernos democráticos.

Y el mejor ejemplo es el proyecto del Ministerio de Seguridad que establece las figuras del arrepentido, del agente encubierto, del agente “revelador”, del “informante” y que revela en sus fundamentos esa concepción de la seguridad que criticamos. En ese proyecto se habla de delitos de “investigación compleja”, de “nuevas estrategias de prevención y combate”, del “marco normativo adecuado” “para hacerle frente al flagelo de la delincuencia de manera más eficaz y eficiente”. Se refiere a “técnicas especiales de investigación” para “obtener información y elementos de prueba”. Estas instituciones ya existentes hace años para los delitos de narcotráfico han mostrado su inutilidad para mejorar la investigación de esos delitos y han dado lugar a numerosas violaciones de las garantías y en numerosas oportunidades a la nulidad de las investigaciones llevadas a cabo en ese marco. Este proyecto amplía su utilización para cualquier delito en el que sea necesaria por las “circunstancias particulares del caso y su grado de complejidad”.

Nada se soluciona con el endurecimiento de las leyes o con el otorgamiento de mayores poderes a la policía, sino con el funcionamiento de la agencia policial dentro de los parámetros del estado de derecho, de la legalidad y resguardando los límites de la acción policial en relación con los derechos fundamentales de los ciudadanos, así como combatiendo la impunidad frente a hechos delictivos o de corrupción policial.

Es necesario dotar a las agencias policiales de una serie de herramientas y de programas de formación y capacitación adecuados y supone el diseño de una serie de controles que garanticen a la población que la labor policial no generará conflictos con sus derechos individuales. Es preciso rediseñar las áreas de control interno de las instituciones de seguridad, de modo tal de garantizar su efectividad y transparencia y su efectiva articulación con los mecanismos de control externo.

Amnesty señala que en América latina referirse a la policía se asocia, muchas veces, a corrupción, clientelismo, “gatillo fácil”, impunidad, malos tratos y ejecuciones extrajudiciales y afirma que en casi todos los países de la región la labor policial está desacreditada.

El único marco normativo adecuado es el diseñado por la Constitución Nacional que a través del Art.1 plasma el principio de racionalidad que debe regir todos los actos de gobierno. El Art. 28 determina que los principios, garantías y derechos constitucionales no pueden ser alterados por las leyes que reglamentan su ejercicio y el Art. 31 establece la supremacía de la Constitución Nacional. En el Art. 75 inc. 22 se incorporan los Tratados Internacionales que conforman el bloque de constitucionalidad que diseña los principios a los que debe adecuarse toda política criminal en un Estado de Derecho. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos plasma en el Art.2 el compromiso del Estado de garantizar a todos sin discriminación los derechos y de adoptar las medidas oportunas para dictar disposiciones legislativas o de otro carácter que fueran necesarias para hacer efectivos los derechos. La Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica igualmente establece en el Art.1 el compromiso del Estado de respetar los derechos y libertades reconocidos y de garantizar su ejercicio a todas las personas sin discriminación y en el Art.2 el compromiso de los Estados de adoptar medidas legislativas o de otro carácter que fueran necesarios para hacer efectivos los derechos. Y el Estado es el responsable frente a su incumplimiento.

Asimismo existen claras directivas, de aplicación obligatoria, provenientes de los pronunciamientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Así en cuanto a los límites al poder penal del Estado en “Velázquez” dijo que “por graves que puedan ser ciertas acciones y por culpables que puedan ser los reos de determinados delitos, no cabe admitir que el poder pueda ejercerse sin límite alguno o que el estado pueda valerse de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho. Ninguna actividad del estado puede fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana”; que el art.1.1. de la Convención Americana “pone a cargo de los Estados partes los deberes fundamentales de respeto y de garantía, de tal modo que todo menoscabo a los Derechos Humanos reconocidos en la Convención, que pueda ser atribuido, según las reglas del Derecho Internacional, a la acción u omisión de cualquier autoridad pública, constituye un hecho imputable al Estado que compromete su responsabilidad en los términos previstos por la misma Convención”.

En la Opinión Consultiva 6/86 la Corte Interamericana dijo que la obligación de garantizar “implica el deber de los estados parte de organizar el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los Derechos Humanos”. En la Opinión Consultiva 8/87 afirmó que “Las garantías sirven para proteger, asegurar o hacer valer la titularidad o el ejercicio de un derecho. Como los Estados partes tienen la obligación de reconocer y respetar los derechos y las libertades de la persona, también tienen la de proteger y asegurar su ejercicio a través de las respectivas garantías (art.1.1), vale decir de los medios idóneos para que los derechos y libertades sean efectivos en toda circunstancia”.

No resulta tan difícil, solo tenemos que aplicar la Constitución y volver a aquel humanismo que, en la faz penitenciaria, diseñó a mitad del siglo pasado Don Roberto Petinatto, que no era un especialista ni un experto en ciencias sociales o en ciencias de la conducta, era solo un miembro del servicio penitenciario con una concepción humanista, enmarcada dentro de un proyecto popular.

Esperemos que la ministra Patricia Bullrich y los legisladores tengan presente que pueden hacer responsable al Estado frente a la comunidad internacional si aprueban una ley que sea violatoria del marco normativo constitucional.

* Profesora Consulta de Derecho Penal y Procesal Penal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y ex jueza de Cámara de Tribunal Oral en lo Criminal Federal.

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