EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Parecería evidente que la causa de cierto quiebre entre el macrismo y una buena porción de sus votantes, según revelan la totalidad de las encuestas, son los tarifazos. No es para menos. Pero tal vez puede señalarse un factor agregado, que son las contradicciones insultantes de varios funcionarios y del espíritu gubernamental acerca de, por un lado, el esfuerzo exigido a la población; y por otro, las hilachas que muestran a través de sus acciones y dichos.
Hay diferentes niveles de impacto tras los brutales incrementos en las tarifas de servicios públicos. En la franja más desfavorecida de la pirámide cabe hablar de un ajuste siniestro, porque el apriete en lo que debe pagarse por luz, gas, agua, transporte, sumado al efecto inflacionario en los productos de la canasta básica, significa directamente atacar la ingesta alimentaria. En ese abajo social estamos hablando de comer menos y cada vez peor, con todo lo que eso implica en sus secuelas para grandes y chicos, en violencia por ahora contenida porque el asistencialismo (bien) heredado sirve de amortiguador, en situaciones de conflicto crecientes. Hacia arriba, siguen y se profundizan los serios perjuicios para las pequeñas y medianas empresas, que tanto son el boliche del barrio como emprendimientos productivos diversos y que –nunca está de más recordarlo– proveen por lejos la mayor cantidad de fuentes de trabajo. Se calcula que sólo en el primer trimestre del año se perdieron alrededor de 30 mil empleos formales, excluyendo a los trabajadores en negro. De las empresas registradas ante la AFIP, en cinco meses cerraron 1686. Es el número más grande de que se tenga registro en 50 años, de acuerdo con la relación entre cantidad y período considerado. Cerraron unas 700 empresas constructoras, sin contar el trabajo indirecto de subsidiarias y pequeñas firmas. Uno de los ahorcamientos difundidos, el de Royac Metalúrgica, sirve como ejemplo más o menos totalizador porque abarca varias aristas. Fabrica válvulas dosificadoras para las cerealeras y su tarifa de luz pasó de 1250 a 16.800 pesos, con el aditamento de que la libre importación la dejó sin órdenes de compra porque los productos chinos son casi un 70 por ciento más baratos.
El jueves pasado, el presidente de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) se reunió con el ministro de Energía y Minería de la Nación, Juan José Aranguren, sobre quien será necesario retornar dentro de unas líneas. Osvaldo Cornide tuvo 50 minutos con el funcionario, junto con una delegación que representaba a cámaras del vidrio, cerámicas, teatros y cines. Se expusieron casos como el de Multicristal, de Lanús, donde sólo quedan siete fábricas artesanales. La tarifa de Metroenergía les pasó a 506 mil pesos y debieron paralizar la producción, después de trabajar solamente doce días, porque de hacerlo todo el mes hubieran pagado más de un millón. El dueño de San Rafael Cristalería, Mariano Arruzzoli, expuso que Metrogas le avisó el corte del servicio y que ya no pueden competir con los insumos importados de Brasil, aunque aumenten sus precios en un 40 por ciento, porque usan el horno 24 horas durante todo el año. En cuanto a teatros y cines, asistió el representante de Multiplex, Norberto Feldman, quien advirtió que el principal alerta son las salas del interior porque no podrán absorber los costos de electricidad. La cara de Aranguren, que se observa en la foto del sitio de CAME, es el retrato inmejorable de quien piensa que lo único que faltaba es gente capaz de haberse pensado con el derecho a ir a ver un espectáculo, o ser protegida de invasiones importadas, a más de la locura de creerse que podía comprarse un auto, una moto, un plasma, o viajar al exterior. De hecho, Aranguren replicó que el problema no son las facturas impagas, o a pagar, sino que, como no hay gas, deben importar el fluido. De eso, el ministro parece saber bastante porque, en abril pasado, habilitó licitar ocho barcos con gasoil provenientes de Chile, de los cuales siete fueron adjudicados a Shell, en la que continúa siendo accionista. El contrato es un 53 por ciento más oneroso que el gas natural licuado que llega por barcos, y un 128 por ciento más caro que lo abonado por las importaciones desde Bolivia. El gobierno boliviano, mientras tanto, ya previno que sus despachos de gas a Argentina son normales. Aranguren está imputado por sus vínculos con Shell y el jueves mismo hubo operativos en el ministerio que encabeza, YPF y la Oficina Anticorrupción.
Desde el Gobierno salieron a defender al ministro con la pretensión de que no hay incompatibilidad entre ser el responsable del área energética y conservar acciones, por 16 millones de pesos, en (semejante) empresa del sector. Aranguren dijo que las decisiones relativas a Shell no las toma él sino sus segundos, pero –ojalá fuera increíblemente– los comunicadores de medios oficialistas no desataron un escándalo nacional. La Ley de Ética Pública expresa que todo funcionario “debe abstenerse de tomar intervención, durante su gestión, en cuestiones particularmente relacionadas con las personas o asuntos a los cuales estuvo vinculado en los últimos tres años, o en los que tengan participación societaria”. Pero así fuese que esa restricción demoledora no existiera: el sentido común, el estar obligado a ser y parecer; la lógica más elemental, en síntesis, de las responsabilidades institucionales, debería obligar no a que Aranguren renunciara, sino a que ni siquiera pudiera haber sido imaginado como aspirante a un cargo público. Sin embargo, he ahí la mayor sustancia porque se suponía obvio de toda obviedad que este gobierno sería el de gente como ésta. Una administración desbordada por ejecutivos de grandes corporaciones que, aspectos delictuales aparte, responden solamente al interés de los sectores más concentrados. ¿Cuánto de fuerte resultó que esa obviedad haya sido vista como secundaria por una mínima mayoría social, pero mayoría al fin, que relegó lo que Macri representa en aras de sacarse de encima a una gestión kirchnerista desgastada, obsesa en su último tramo por dirigirse sólo a la tropa propia, redistributiva pero cansadora en sus gestos, confiada en que el liderazgo de Cristina alcanzaría, capaz de subestimar el poder del adversario? Visto lo sucedido en las urnas, quedó clara la prevalencia del anti sobre el pro y ahora se pagan las consecuencias de haber descuidado que era ir por lo que faltaba y no por restar a lo conquistado.
Volvamos a la humilde hipótesis del comienzo de esta columna. Lo que asomaría como quebrado o en vías de serlo, en el contrato de Cambiemos con una sección significativa de sus electores, es el mito fundante de la honestidad republicana capaz de reclamar sacrificios. Amplias porciones populares, de pequeños comerciantes, de laburantes sueltos que viven del rebusque, de industriales medianos, votaron a Macri. De ninguna manera hubiera ganado solamente con las boletas de los ricos, valga otra vez la obviedad. Se apoyó al macrismo en forma policlasista, con la seguridad o presunción de que los logros en seguridad social, trabajo o changas estables, mejor reparto de la torta, eran irreversibles. Había espacio, se pensó, a fin de apostar al aire fresco e imaginar que un gobierno de derechas no sería ni tan cruel ni tan despistado como para retroceder en todo. Pero ocurrió que sí. Munido de su maquinaria mediática y de las esperanzas que sobrevienen a cualquier gestión recién debutada, incluso entre quienes nunca le guardaron confianza, el Gobierno se las arregló -y todavía lo hace, cómo no- para facturar sus problemas y decisiones a la herencia recibida; para construir la fantasía del segundo semestre como allegadora del país estabilizado; para contar que sufre jodiendo a los que menos tienen porque no hay otra que proveer a quienes disponen de todo. Y al cabo, vuelve a concluirse en la certeza de que la política no sólo se ejercita con lo que se ofrece, en términos concretos de bienes materiales, sino también con las propiedades simbólicas. Ahí es donde el gobierno de Macri comienza a fallar, por el choque entre su construcción de subjetividad y la realidad de uso inmediato. En el abajo hay que este modelo de ferocidad ya pega en lo que se puede consumir básicamente, pero hacia el medio -a más de lo que también golpean el tarifazo y la inflación- esa percepción ya alcanza a la autoridad de quienes construyeron otra cosa sobre la base de su superioridad moral. ¿Cuál? ¿La de un Aranguren que es ministro de Energía y accionista de Shell? ¿La de un Prat-Gay que pide disculpas a los empresarios españoles? ¿La del propio Macri, involucrado por los papeles de Panamá y sólo relativamente a salvo porque una cadena periodística lo protege? El humor mediático, ya se sabe, es fijado por lo aspiracional de la clase media. Si empieza a haber problemas ahí, la mentira de reparar a los jubilados, o de que los financistas externos se amucharán para invertir en Argentina, o de una inflación en baja porque la economía se acomoda y no por una recesión al galope, tiene patas cortas.
¿Cuánto de cortas, o de largas? Pues tanto como la capacidad popular de creer en que un gobierno conservador, por ser compasivos, será apto para ajustar los desequilibrios sociales. Y, sobre todo, tanto como la masa crítica de la población no encuentre un vehículo político que la organice. Dicho de otro modo, la perspectiva pareciera ir hacia retomar banderas de populismo progre u optar entre, pongámosle, un Massa que agrupe viudas peronistas y unos macristas a los que les haya salido bien el ajuste porque “la gente” se lo bancó. Esto último sería debido a que, para avanzar rumbo a un país normal, integrado a los bloques del libre comercio, profundamente injusto pero con déficit fiscal equilibrado, hace falta despejar todo vestigio de kirchnerismo. O como quiera llamársele a cuando las mayorías estaban mejor que ahora.
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