EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
Sin vueltas: robar está mal. En la vida privada y en la pública. En la calle y en el Estado. Pero, en política, hay momentos en que además de un acto que va contra la ética y contra el Código Penal, robarse el dinero público puede ser un acto suicida. Políticamente suicida. Más aún para fuerzas que invocan la defensa de los intereses populares y que gobernaron mediante la extensión de derechos sociales y no a través de su restricción.
Encaró el tema hace tres meses el ex presidente uruguayo José Pepe Mujica. El 17 de marzo inauguró un curso internacional sobre la desigualdad organizado por la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo y Clacso. En un tramo dijo: “Tenemos que ser exigentes con los cuadros de la nomenclatura, porque nos tienden la mesa y por urbanidad nos tenemos que sentar”. Y agregó: “Pero tenemos que saber que esa mesa no es nuestra. Es de ellos. Y has de vivir como piensas o terminarás pensando como vives”.
Tiene claro el asunto, también, el vicepresidente boliviano Alvaro García Linera. El 27 de mayo, durante una conferencia en Ciencias Sociales de la UBA organizada por la Central de Trabajadores Argentinos, hizo la lista de las debilidades que aquejan a los procesos populares de la región. El discurso completo puede leerse haciendo click en http://bit.ly/1PsHsQl. Enumeró los problemas en la economía y la distribución, el debilitamiento de la base social propia, la redistribución de la riqueza sin politización social, el desafío que se plantea cuando se acota el tiempo de los liderazgos y la débil integración económica y continental. Pero también se detuvo en lo que llamó “una débil reforma moral”.
García Linera mencionó primero la “corrupción institucionalizada”. Vale la pena citarlo extensamente: “Es clarísimo que la corrupción es un cáncer que corroe la sociedad no ahora sino desde hace 15, 20, 100 años. Los neoliberales son ejemplo de una corrupción institucionalizada, cuando amarraron la cosa pública y la convirtieron en privada. Cuando amasaron fortunas privadas robando fortunas colectivas a los pueblos de América Latina. Las privatizaciones han sido el ejemplo más escandaloso, más inmoral, más indecente, más obsceno, de corrupción generalizada. Y eso lo hemos combatido. Pero no basta. No ha sido suficiente”.
Después de esa frase el vicepresidente de Evo Morales enfocó un segundo problema de corrupción. Afirmó: “Es importante que, así como damos ejemplo de restituir la res publica, los recursos públicos, los bienes públicos, como bienes de todos, en lo personal, en lo individual, cada compañero, presidente, vicepresidente, ministros, directores, parlamentarios, gerentes, en nuestro comportamiento diario, en nuestra forma de ser, nunca abandonemos la humildad, la sencillez, la austeridad y la transparencia”.
Las presidencias del Frente Amplio iniciadas el 1° de marzo de 2005 con el primer gobierno de Tabaré Vázquez no mostraron casos importantes de corrupción en la categoría “no institucionalizada”, como diría García Linera. La institucionalizada es otra cosa, y las sociedades fantasma que se registran en las escribanías del Palacio Salvo de Montevideo son una prueba. Tampoco sufrió una pandemia de corrupción entre sus funcionarios el gobierno de Bolivia, donde Evo es presidente desde enero de 2006. O en todo caso en esos diez años hubo sucesos de corrupción pero no impunidad. La coima en un contrato de Yacimientos Petrolíferos Fiscales de Bolivia derivó en la condena de Santos Ramírez, presidente de YPFB, a 12 años de prisión. Un perjuicio al Estado de 15 millones de dólares por obras pagas y no realizadas en el ámbito del Fondo de Desarrollo Indígena Originario Campesino terminó en 205 procesados, entre ellos una ex ministra y dos senadores.
Los movimientos populares, populistas, reformistas o de centroizquierda siempre corren el riesgo de caer en una tentación: justificar la corrupción de sus funcionarios y ex funcionarios apelando a la disparidad de poder entre los que tienen dinero para hacer política (los ricos, los grandes empresarios) y quienes carecen de recursos. La riqueza de análisis como el de García Linera o de posturas como la de Mujica es que no se olvidan de la injusticia pero tampoco se escudan en esa injusticia. No la usan como coartada ni para justificar el robo liso y llano ni para legitimar el presunto robo en pos de la causa.
Es que, en el Gobierno, robar choca con la ética y además quita popularidad cuando la economía decae. Irrita. Ya fuera del Gobierno, el dinero sin justificación que puede ser fruto del robo escandaloso sigue chocando con la ética. Y encima erosiona en parte la validez de la narrativa sobre lo bueno que tuvo el pasado y resta autoridad al criticar lo malo que tiene el presente. Con un agregado: regala oxígeno a los funcionarios que son dueños de compañías offshore o acciones de Shell y son protagonistas históricos de la corrupción descripta por García Linera.
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