EL PAíS › OPINION
› Por Martín Granovsky
Un valle. Colinas con casas que cuelgan y de noche siembran la vista de luces. Medellín, el lugar donde murió Carlos Gardel, es una hermosa ciudad de Colombia donde la violencia está ahí, latente. No aflora como antes. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ya no reclutan en la calle ni exhiben sus fusiles en el centro. Como antes. Los paramilitares controlan algunos de los barrios pobres en las zonas altas. Están vigilantes. Ya no matan, como antes. Los narcos siguen presentes a 24 años de la muerte de su jefe Pablo Escobar. Pero no forman, como antes, el principal cartel de América Latina. Los habitantes de Medellín son gente precavida. Saben que les conviene preservar esa latencia y evitar que asome. Mientras, ganan tiempo y esperan los acuerdos de paz. Nadie cree que esos acuerdos sean mágicos. Pero la apuesta es que significan un pasito más hacia una tranquilidad de fondo que llevará décadas construir.
Medellín es la cabeza de Antioquia, antigua base electoral del ultraderechista Álvaro Uribe, el presidente que gobernó entre 2002 y 2010. La juventud, sin embargo, no es uribista. El año pasado miles de estudiantes escucharon embelesados a Lula y a Pepe Mujica en la conferencia de ciencias sociales de Clacso. Algunos de esos estudiantes aprovecharon el contacto con cientos de investigadores de otros países para contar qué hacen todos los días además de posgrados, posgrados y más posgrados: recorren los barrios controlados por los paras y, sin desafiarlos abiertamente, reconstruyen la relación cotidiana entre vecinos. Una relación cortada por el filo del miedo tras décadas de sangre.
Con picardía, la alcaldía de Medellín busca proyectar su ciudad en el mundo como un milagro. Medellín sería el símbolo de resurrección. Así como le sirvió en 2015 que miles de personas siguieran cara a cara las conferencias del portugués Boaventura de Sousa Santos o del argentino Raúl Zaffaroni, Medellín acaba de ser la sede de la versión latinoamericana del Foro de Davos. Ceos y economistas neoliberales fueron las estrellas de un encuentro organizado para demostrar que el futuro de la región no es la decadencia sino la prosperidad, siempre, claro, que la prosperidad se base en un tono amistoso hacia el market. La inauguración corrió por cuenta del anfitrión, Juan Manuel Santos. Lo acompañó otro presidente, Mauricio Macri.
A Macri lo seduce Colombia. Es amigo de Uribe y ahora también cultiva una buena relación con Santos, el político realista que derrotó al uribismo después de ser ministro de Defensa de Uribe, que volvió a derrotarlo gracias a los votos de izquierda y que tuvo el pragmatismo suficiente como para trabar un buen vínculo con los presidentes de centroizquierda de Sudamérica y para negociar con las FARC gracias a los buenos oficios de Hugo Chávez y de Raúl Castro.
Los Estados Unidos apoyaron a Uribe con el Plan Colombia. Millones de dólares en armamento y asesores. Los Estados Unidos apoyan a Santos para estabilizar a Colombia. Millones de dólares en planes de reconversión política y social a través de fundaciones. El sueño americano de que la crisis no desemboque en gobiernos radicalizados ni excesivamente autónomos a gusto de la Casa Blanca. Macri vendría a ser la pata meridional de ese sueño. Por eso, igual que Carlos Menem, el Presidente aprovechó Medellín para diferenciarse de la tradición de un siglo XXI iniciado por Chávez en 1999 y reforzado por Lula y Néstor Kirchner en 2003. Por un lado hizo el elogio de la novedad. “Nuestras democracias deben ser inteligentes y producir los cambios que el mundo espera de nosotros”, dijo en la apertura del Davos que el año que viene sesionará aquí. Y por otro lado un día antes, en Bogotá, pidió que se realice este año el referéndum para que los venezolanos decidan si revocan o no el mandato de Nicolás Maduro.
La discusión de fechas tiene su miga. Si el referéndum se hace este mismo año y el mandato queda revocado, Maduro debe convocar a elecciones anticipadas y el chavismo no cumplirá un mandato que termina en 2019. Si el referéndum es convocado para 2017 y Maduro pierde, deberá dejar el cargo pero podrá seguir un vicepresidente designado por él.
La oposición, y Macri, pide revocatorio este año. El gobierno replica que se trata de un proceso largo y que los preparativos legales insumen tiempo. Tanto tiempo que el 2016 podría terminar sin referéndum.
El gobierno argentino muestra dos caras sobre Venezuela. Una cara es Macri, siempre duro. Otra cara es la canciller Susana Malcorra, que busca consenso y negociación en el marco de la OEA y de la Unasur. Hipótesis uno: Macri y Malcorra tienen posiciones divergentes y las exponen. Puede ser cierto lo primero. Es difícil lo segundo porque la política exterior siempre la define el Presidente. Hipótesis dos: Macri está dispuesto a todo con tal de que Malcorra reúna los votos necesarios para llegar a la Secretaría General de la ONU. También es posible. Sin embargo, antes de la Asamblea General, que da los votos, hay que pasar el filtro del Consejo de Seguridad. Hipótesis tres: no solo Maduro tiene límites; también Macri. En este mundo nadie puede hacer estrictamente lo que quiere. Ni siquiera los Estados Unidos, que acaban de protagonizar una de sus aproximaciones a Venezuela después de un choque violento. Nada menos que el secretario de Estado John Kerry se reunió con su colega, la canciller Delcy Rodríguez, en Santo Domingo. Lo hizo después de haber pedido un “revocatorio temprano”. La ministra de Maduro le contestó que los tiempos los fijan los venezolanos.
La fecha clave es la reunión especial de la OEA del próximo jueves 23 en Washington. El punto difícil de resolver para los que desean referéndum este año es la ecuación de poder dentro de Venezuela. La oposición controla la mayoría del Congreso y goza del apoyo de una parte importante de la ciudadanía, incluyendo los sectores populares. Maduro tiene el Ejecutivo. Lo apoya una franja de los sectores populares y, al parecer, también lo respalda la mayoría de los oficiales. La Fuerza Armada Nacional Bolivariana tiene gran peso en esa ecuación de poder y, salvo que todo haya cambiado en su interior de manera discreta, cosa que nunca puede descartarse, la suposición es que desde el golpe de 2002 fueron adiestradas sobre una base chavista. Si eso es verdad, y si uno de los escenarios posibles es una guerra civil, el dilema para los antichavistas será si precipitarla o, más bien, desgastar a Maduro para que sea imposible una sucesión alentada por él en 2019.
También el brasileño José Serra, canciller del interino Michel Temer, se metió en la cuestión venezolana mientras su presidente imponía recortes sociales para los próximos años, renunciaba el cuarto funcionario por acusaciones de corrupción y los brasileños se enteraban, por nuevas pinchaduras filtradas, de la desesperación por cortar ya mismo el proceso de Lava Jato. Si el daño al PT ya está hecho, ¿por qué seguir?
Uno de los paneles del Foro Económico Mundial celebrado en Medellín llevaba este título: “La nueva normalidad”. Y no era una ironía. ¿O sí?
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