EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson *
La corrupción es letal para la democracia por varios motivos convergentes. El primero, el más concreto, es que implica el desvío de dinero que debería haberse destinado a otros fines: aunque no es cierto que los problemas del país se resolverán mágicamente si “los políticos dejan de robar”, sí es verdad que los recursos que se ahorran en relojes o riyales podrían haberse volcado a construir escuelas, mejorar hospitales o reparar trenes: el hilo rojo que conecta la pileta de Ricardo Jaime con los frenos del Sarmiento.
En términos más generales, la corrupción corroe la cultura tributaria y afecta la base fiscal de la autoridad pública. Por eso, aunque condenable en cualquier tiempo y espacio, resulta especialmente grave en aquellos dirigentes y fuerzas políticas que defienden el protagonismo del Estado como regulador de la economía y protector social: no hay Estado fuerte sin impuestos altos y su recaudación depende, al menos en parte, de que la sociedad confíe en que su dinero será correctamente utilizado.
Pero además, en tanto provee un trato diferencial para ciertos individuos o grupos, la corrupción vulnera el principio de igualdad ante la ley, base del Estado de Derecho republicano, y pone en crisis la convivencia ciudadana. Con su potencial degradante, enloda a la política como un todo y contribuye a estirar la distancia entre la sociedad y lo que se ha dado en llamar “clase política”, un fenómeno común a otras latitudes pero que en Argentina se verifica con particular énfasis a partir de la crisis de representación abierta en 2001.
Más en concreto, la corrupción obtura los espacios de discusión y debate. ¿Qué quiero decir con esto? A la hora de formular una evaluación del kirchnerismo, por ejemplo, uno puede razonablemente valorar la Asignación Universal, la moratoria jubilatoria y la estatización de YPF, y criticar la intervención del Indec y el manejo de la inflación, pero no puede incluir a la corrupción dentro del balance. No puede pensar que están bien algunas cosas y mal otras, y considerar dentro de ellas al soborno o la coima. Al ser éticamente inadmisible, la corrupción impide ensayar un cálculo y adoptar una postura, es decir situarse políticamente, respecto de la performance de un funcionario, un gobierno o un ciclo histórico. Como señala Alejandro Grimson, es esa potencia cancelatoria de la corrupción la que explica su carácter anti-político: la corrupción altera el flujo cotidiano del proceso político, lo interrumpe, y produce un efecto disruptivo que altera roles y posiciones. Como después de una bomba, nadie queda situado en el mismo lugar luego de un escándalo.
¿Hasta dónde llega la corrupción en Argentina? No es fácil decirlo, porque a diferencia de otros problemas sociales como el desempleo o la inflación, perfectamente medibles en un tanto por ciento, o incluso la inseguridad, controlable por cantidad de homicidios o encuestas de victimización, la corrupción es muy difícil de cuantificar. El difundidísimo Índice de Percepción de la Corrupción (CPI) elaborado por Transparencia Internacional permite clasificar en un ranking a casi doscientos países. El problema es que se elabora en base a informes de consultoras financieras e instituciones internacionales como el Foro Económico Mundial, lo que genera un sesgo que refleja lo que podríamos llamar el punto de vista del mundo de los negocios: es probable que una economía amigable con el mercado se sitúe mejor que una que no lo es más allá de la transparencia con la que opera, como demuestra el hecho de que por ejemplo Colombia, donde una porción importante del territorio sigue sustraída al control del Estado bajo el dominio de la guerrilla o el narco, se ubique en un puesto más alto que, digamos, Ecuador.
Según los últimos datos, Argentina se encuentra en el puesto 108, mientras que Chile, por tomar un ejemplo cercano, se sitúa en el 23. ¿Argentina es un país mucho más corrupto que Chile? Desde este punto de vista sí, pero la información sólo da una pauta de la percepción. La otra gran herramienta de medición producida por la misma organización es el Barómetro Global de la Corrupción, que consulta a las personas sobre su exposición a casos de corrupción. Los datos de 2013 indican que, mientras que en Argentina entre un 2% y un 7% de los encuestados (dependiendo de las áreas de gobierno) reconocía haber pagado un soborno en los últimos doce meses, en Chile esa proporción se ubicaba entre el 3% y el 11%, y en Estados Unidos entre el 6% y el 15%.
Inherente al ejercicio del poder, la corrupción siempre está: la cuestión es cómo la tramita la sociedad, qué lugar ocupa en el sentido común ciudadano y qué hacen los políticos con ella: hay corrupción en Finlandia y en Italia, pero es obvio que finlandeses e italianos no la viven de la misma manera (y nótese que se trata en ambos casos de países desarrollados con un PBI per capita no muy diferente). Al revisar la experiencia argentina de los últimos años, queda la impresión de que la corrupción, que se convirtió en un tema central del debate político en los 90, funciona, como sostiene el sociólogo Sebastián Pereyra, como un clima que envuelve un momento determinado. Es un plus que agrega dramatismo a una etapa histórica. El vínculo de la sociedad con la corrupción es histérico: la corrupción siempre está, pero tiene que darse un cierto “momento emocional” para que se haga visible y se convierta en una preocupación generalizada que trascienda la indignación de las minorías intensas situadas a uno y otro lado de la grieta, cada una enojándose con el escándalo ajeno.
En este contexto, los episodios tienden a confundirse e incluso producen un efecto de acostumbramiento, lo que no significa que todos sean iguales ni que generen las mismas consecuencias. El caso de José López es cualitativamente distinto a otros que se vienen ventilando últimamente, y no solo porque la escena de su captura pareció escrita por un aspirante a guionista fanático de Tarantino pasado de faso. Es diferente, en primer lugar, porque no fue resultado de una investigación periodística sobre la que siempre puede posarse la sombra de una sospecha en relación a sus verdaderas intenciones o la plenitud de la prueba: las cámaras de TN sucedieron y no antecedieron a la detención del ex secretario, que fue pescado in fraganti, más acá de toda duda razonable. Por otro lado, no se trataba de un empresario que podría haber amasado su fortuna gracias a su empuje schumpeteriano: el célebre argumento de Aníbal Fernández en relación a Lázaro Báez (“¿Cuál es el delito de contar plata?”) sencillamente no es válido.
Y, por último, no estamos hablando de un personaje periférico, un referente de provincias o un recién llegado al poder, sino de un funcionario que desempeñó un papel central durante los doce años de kirchnerismo, por decisión primero de Néstor y después de Cristina. El lugar que ocupó López en el corazón del dispositivo político de la década abre un profundo interrogante acerca del modo de funcionamiento del aparato kirchnerista y su exacta calidad ética. Por supuesto que, contra lo que pretende instalar el macrismo, el ciclo kirchnerista no se puede reducir a los casos de corrupción, ni sus políticas, en general positivas, eran una simple máscara para encubrir los latrocinios. Pero, ¿López era un lobo solitario o una pieza central de una maquinaria que la corrupción aceitaba y hacía funcionar? Sin López, sin los López, ¿la máquina seguía andando? ¿Qué función desempeñó en todo esto la concentración de poder, el debilitamiento de los organismos y mecanismos de accountability horizontal y cierto desdén hacia los principios del equilibrio de poder, durante años descartados como fetiches de republicanos abstractos por el kirchnerismo sunnita? ¿Hubo, en definitiva, una dimensión sistémica en la corrupción? ¿Hasta dónde llegaba la transigencia ética del gobierno, lo que se podía tolerar en nombre de otra cosa? ¿Quién sabía cuánto?
Tanto la reacción de Cristina Kirchner como la del superior inmediato de López, el diputado Julio De Vido, parecieron seguir una línea política insuficiente orientada a personalizar el problema y desplazar el foco hacia los empresarios. Y aunque es cierto que la corrupción suele concebirse como una conducta individual cuando en verdad se trata de una relación de la que el sector privado es siempre partícipe necesario, esto no exculpa al funcionario en cuestión, cuya actuación es quizás más criticable que la del empresario, que al fin y al cabo no tiene otro interés que el lucro y que no pretende actuar en nombre de, digamos, el bien común o la justicia social (de hecho, el código penal establece penas más altas para quienes, participando del mismo deliro de dádivas, forman parte del Estado). Y después está el efecto social de la defensa. Como escribió Grimson en la revista digital Anfibia, la idea de que la corrupción se circunscribe a ciertos funcionarios aislados y al poder económico puede crear la sensación de que lo que se busca en realidad es tapar el escándalo y pasar rápido la página. ¿Quién garantiza que “esto era todo”?
Conviene en cambio detenerse en un argumento que viene circulando y que es necesario desarmar, aquel que explica que para hacer política es necesario disponer de recursos, que un proyecto de transformación en clave popular no puede recurrir a las mismas fuentes a las que suele acudir la derecha y que por lo tanto no tiene más remedio que caer en el espeluznante financiamiento espurio. Aunque tiene la ventaja de iluminar un aspecto del problema que las miradas tontamente honestitas suelen pasar por alto, que es el financiamiento de las campañas electorales y su costo en aumento, ignora la cuestión del tipo de política que resulta de este método de construcción. La política es resultado pero también proceso, y la línea que divide el financiamiento fraudulento del enriquecimiento personal es fina como una hoja: el dinero, se sabe, es fungible. ¿Qué afiches iban a financiar los relojes y riyales?
Finalicemos con una especulación. Las consecuencias políticas del escándalo López, aunque imposibles de estimar ahora, serán profundas. En el corto plazo, parece evidente que refuerzan a un gobierno que, a juzgar por las designaciones en la AFI, el patético desempeño de Laura Alonso en la Oficina Anticorrupción, las confusas explicaciones ofrecidas a raíz de los Panama Papers y los evidentes conflictos de intereses de buena parte del gabinete, está dando pocas muestras de ejercer la transparencia que prometió durante la campaña.
Paralelamente, el affaire afecta la legitimidad del kirchnerismo. Por su propia lógica, los escándalos mediáticos, que son el modo en el que la corrupción se presenta ante la sociedad, no actúan bajo la forma de un tribunal de justicia, que por definición debe juzgar conductas individuales, sino a partir del castigo a colectivos sociales o incluso a procesos históricos enteros: es el kirchnerismo –o el menemismo– el que resulta enjuiciado. Y así pagan justos por pecadores: la conducción de La Cámpora o el equipo de Axel Kiciloff, por citar casos de grupos orgánicos a los que hemos criticado en varias oportunidades pero que no tuvieron que enfrentar, pese a que ocuparon lugares estratégicos en el gabinete y las empresas públicas, una sola denuncia fundada, se mezclan con los López y los Jaime en un mismo brebaje espeso, que al final es el que sobrevive en el paladar de una sociedad que por momentos tolera la corrupción pero que últimamente decidió que le resulta inaceptable.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.
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