EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El insólito unipersonal protagonizado por el ingeniero López ocupa el centro de la vida política argentina. Es lógico que así sea porque su puesta en escena constituye la materialización del libro negro del kirchnerismo que necesita el establishment para el operativo de normalización política del país, para excluir la anormalidad kirchnerista. Y la puesta en escena lo tiene todo: la madrugada de un lugar muy apartado de las luces del centro, un ex funcionario escondiendo dinero en un convento, la denuncia, la casi instantánea presencia de la policía, la presencia en vivo de muchísimos billetes de diversas monedas fuertes del mundo, armas en poder del mismo personaje, la versión de un intento de cohecho al que la policía se habría negado. No le faltó nada.
Las preguntas más interesantes son las más incorrectas y a la vez las más relevantes en estas horas. ¿Cómo se construyó semejante acting, cómo fue que López decidió adoptar semejante conducta? Por supuesto, no conviene preguntarse eso. Lo que hay que hacer es repudiar, lanzar protestas contra la corrupción, declarar escándalo, decepción, dolor moral. La pretensión de hacer un análisis político es, en estos casos, sospechosa de indiferencia moral cuando no de compromiso con estas cosas “que tan mal le hacen a la democracia”. El análisis político de un acontecimiento consiste en su colocación dentro de una determinada trama, dentro de un conflicto de intereses y de poder; lo demuestra el tipo de retórica política –habilitada la mayoría de las veces por una supuesta mirada periodística desprovista de todo interés subalterno– que ha establecido que el hecho constituye el final del kirchnerismo. ¿Qué otra cosa es esta afirmación que no sea una proclama política? En eso consiste la conmoción de estos días, en la pregunta por el futuro de la experiencia política de estos años, a partir de que un acto de corrupción de uno de sus altos funcionarios es mostrado –acaso por primera vez en la historia– en vivo y en directo. Ese uso del acontecimiento obliga a que se lo analice políticamente.
Lo que en el escenario aparece como un unipersonal es, sin ninguna duda, una operación política. Lo es porque para que ocurra hace falta la coordinación de dos acciones, la que motivó el viaje del ingeniero y la que aseguró su rápido fracaso y su inmediata difusión masiva, coordinación que solamente puede ser atribuida a la magia o a una operación política. El hecho sustancial, el que permite el acontecimiento es la tenencia de mucho dinero no declarado por parte de un hombre del gobierno de los Kirchner. Pero hasta ahí la cuestión no alcanza para producir la conmoción. Es necesario que los billetes sean televisados, que se construya el máximo efecto de verdad capaz de alcanzar y conmover a millones de personas. El saber colectivo no ignora los vínculos entre dinero y política en la Argentina, la existencia de un sistema de relaciones entre empresas privadas y Estado; un sistema, dicho sea de paso, que alimentó la formación de algunas conspicuas fortunas familiares en las últimas décadas. Pero, en cambio, la corrupción televisada en vivo es una estremecedora novedad.
La ubicación en el tiempo y el espacio es otro requisito del análisis. Es un tiempo muy complejo para el macrismo. La extensión del rechazo ciudadano a las políticas económicas y sociales está alcanzando cotas muy altas. A tal punto que las plumas “independientes” que trabajan para el bloque de poder económico concentrado venían elaborando una interpretación del descontento popular en clave de agitación kirchnerista entre los sectores más afectados por esas políticas. De esa carátula política surgía de modo natural y sin que tenga que ser explícitamente declarada, la necesidad de una terapia represiva para impedir la desestabilización del Gobierno. Además de los problemas con la sociedad, el Gobierno había empezado a ver cuestionada la coalición parlamentaria de hecho con un sector de la oposición que coincide con el macrismo en un punto fundamental, la destrucción del kirchnerismo. Dicho al pasar es curioso el funcionamiento de la política en la Argentina de hoy: la alianza que respalda al Gobierno se constituye como oposición, como unidad en un objetivo contra otra fuerza política. El show de López le da un enorme respiro al macrismo, lo fortalece, le permite abrir un nuevo capítulo, el que enuncia la fórmula “final del kirchnerismo”. El desarrollo del tratamiento de los pliegos de nuevos jueces en el Senado y de la ley que comienza el desmantelamiento del sistema estatal de reparto para las jubilaciones y pensiones es una muestra de los efectos del operativo.
La proclama del fin del kirchnerismo es eso, una proclama. No es ni verdadera ni falsa porque se proyecta hacia el futuro y nosotros vivimos en el presente. Es un programa a cumplir; como tal puede tener éxito o no. Los hechos de la madrugada del martes último son un avance de ese programa. Sus inevitables consecuencias son la euforia de la coalición antikirchnerista gobernante y la angustia de los partidarios del gobierno anterior. La preocupación por la corrupción ascenderá bruscamente en las mediciones de opinión pública en los próximos días. Es necesario darle la bienvenida a la discusión sobre la corrupción. Es el tiempo de pensar políticamente la corrupción. ¿Qué es finalmente la corrupción, en el sentido en que estamos hablando? Es el intercambio ilegal e ilegítimo entre los dueños del capital y quienes administran el Estado. Es el modo central en el que el capital penetra a la política. Hay otros, aunque no tengan tan mala prensa: son buenos negocios “legales”, oportunidades laborales y profesionales, premios, reconocimientos públicos, ayudas todas ellas en última instancia a la carrera política de la que se trate. Pueden estas últimas prácticas no responder estrictamente a la figura de “corrupción” pero son corrupción política porque presuponen un intercambio perverso que aleja al político beneficiado del sentido social de su acción y estimulan carreras individuales excluidas de toda conexión con los intereses del pueblo y de la nación. Intercambio perverso entre el capital y la política, la corrupción no puede ser eliminada de la realidad. La promesa de esa eliminación es tan mentirosa como la de la solución del problema de la inseguridad; en ambos casos se trata de una manipulación de deseos y no de una propuesta política. El combate contra la corrupción reconoce diferentes planos y diferentes actores. Por empezar (ahora que está de moda el “mapa del delito”) hay que hacer un mapa de la corrupción. Es un mapa que tiene diversas regiones y no solamente la de los funcionarios políticos. Por empezar está la región de los empresarios que, como en toda sociedad capitalista, es la región central. Hoy la ideología oficialista ha vuelto a traer a la escena el mito fundante del capitalismo, la “meritocracia”; la sociedad reparte sus lugares según los méritos individuales. De ese modo, los empresarios exitosos lo son por sus méritos como tales, su inteligencia, su creatividad, su audacia. El capitalismo nacería de una competencia meritocrática. Cualquier estudio serio de la historia económica de este país –como de cualquier país capitalista– demuestra el carácter mítico (en el peor sentido de la palabra) de esta idea. La expresión “patria contratista” nacida en nuestro país en los años del terror dictatorial es muy contundente; se trata de la colonización del Estado por parte de un sector muy importante de la burguesía argentina que alcanzó posiciones en la cúspide del poder económico y forma parte del bloque de poder junto con las más grandes empresas multinacionales. A su favor se estatizó la deuda privada en el último período de la dictadura, con Cavallo como protagonista central; a su favor se hizo la pesificación asimétrica durante la presidencia de Duhalde, después del derrumbe de 2001. Es una región importante para un plan de lucha contra la corrupción que bien podría concentrarse en una simple pregunta: ¿Quién le dio toda esa plata a López? El mapa tiene que tener un capítulo judicial, es un Poder que forma parte del Estado aunque suele ser visto y suele verse a sí mismo como un tribunal ético de la nación. Una parte del Estado, claro está, para nada ajena a la cuestión de la corrupción; vale recordar que la remoción de la mayoría menemista de la Corte Suprema por el gobierno de Néstor Kirchner tuvo como fundamento central su complicidad con la familia Macri en el caso del contrabando de autos. Las agencias del Estado tienen, por otra parte, un dispositivo funcional que muy difícilmente pueda ser regulado por el funcionario de turno, un mundo de leyes no escritas que conoce muy bien, por ejemplo, cualquiera que haya participado en una licitación en materia de obra pública. Y la política tiene también un lugar fundamental en el mapa que debe organizar la lucha contra la corrupción. Desde el punto de vista institucional, el gobierno de la Alianza (la anterior alianza) tuvo un mérito, entre los casi ninguno que tuvo, la creación de la Oficina Anticorrupción y la designación a su cabeza de un juez prestigioso y capaz como el doctor José Massoni. Hoy la oficina está dirigida por Laura Alonso. Hoy asistimos a la desnaturalización y devaluación de instituciones como la Unidad de Información Financiera, organismo clave en la lucha contra la corrupción económica y política De modo que hay una distancia entre rasgarse las vestiduras por la corrupción y encarar la lucha contra ella. Hay, entonces, un plano jurídico-institucional muy importante. Pero más importante es la lucha política contra la corrupción política. ¿De qué se trata? Se trata de la restitución del sentido de la práctica política. De sacarla del mediocre lugar de carrera profesional-corporativa y colocarla en el de actividad central de la vida entre los seres humanos. De actividad destinada a la lucha colectiva de hombres y mujeres para asegurar una convivencia social más justa y más feliz. Es la carencia de convicciones la que pone en primer lugar el negocio personal por sobre cualquier interés colectivo. Se trata de construir una moral política distinta, apoyada en la mejor tradición de lucha de nuestro pueblo. El operativo López ha golpeado muy fuerte en el corazón de quienes seguimos creyendo en un sentido distinto de la política y que vimos expresado ese sentido en la experiencia transformadora de estos años. Una experiencia que supo incorporar a una grandísima cantidad de jóvenes con ideales y capacidad de entrega a una causa, a un territorio que en las últimas décadas había estado reservado a los exitosos de la política, reducida a administración de los intereses de los poderosos. Moralizar la política es dotarla de capacidad para transformar la realidad injusta en la que vivimos.
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