Lun 04.07.2016

EL PAíS  › OPINIóN

Una ofensiva todoterreno

› Por Eduardo Aliverti

Una de las tantas reseñas fraseológicas circulantes por las redes dice que lo que les jodía no era la corrupción, sino la igualdad.

Podrá ser visto como exagerado, consignista y hasta panfletario. Podrá estimárselo como portador de romanticismo militante o ingenuidad juvenil, más propios de un póster setentista que de lo efectivamente concretado por una experiencia, la K, que no fue lo que señalan los manuales acerca del significado de revolución sino un tramo político, probablemente ni siquiera epocal, más o menos reparador de los desequilibrios sociales. Y podrá pensarse, entonces, que la palabra igualdad es demasiado grande como para largarla al ruedo así nomás. Pero de eso se tratan las definiciones de ese tipo, que antes de ser techo se pretenden piso de lo que vale la pena discutir. A veces, sin embargo, el piso y el techo quedan muy cerca. Cuando se aprecia la magnitud que tiene el ataque de esta derecha a cargo del poder desde sus tres patas decisorias, que son la gubernamental propiamente dicha, la mediática y la judicial, habrá de ratificarse que en la frase ésa (y en otras tantas que hay o pueda haber por el estilo) se resume en muy buena medida de qué va la cosa. Un gobierno con cerca de treinta ex directivos de multinacionales en puestos clave de su gestión, más unos medios que construyen la necesidad de sostener casi toda injusticia social en aras de que el salvajismo de mercado nos hará libres, más una Justicia que de la noche a la mañana resolvió mostrar arrepentimiento para sólo perseguir o actuar en contra de cuanto huela a régimen despótico y derrocado. Ese paquete de la ofensiva, en torno de los intereses de clase defendidos por el Estado del que ahora se adueñaron por vía democrática, viene a contarnos que llegó la hora de las manos limpias. Disparan con todo lo que tienen, que es lo máximo que se puede tener porque representan la suma del poder público, y parecería que van ganando en aquello de que una gran parte de la sociedad sienta que debe vivir como culposo lo que hasta diciembre del año pasado era más realidad que ensoñación. Van por Cristina presa, está claro, y el objetivo es que nadie mueva mayormente un pelo si eso sucede. La carga es que sólo se trate de Báez, López y compañía. Dicho y ejecutado por los dueños y gerentes más conocedores de lo que significa robarse el país, a lo largo de toda nuestra historia, sólo correspondería indignarse. Pero no es así, o podría no serlo. La imagen de unos corruptos puede ser más fuerte que identificar la corrupción de quienes la denuncian. Hay manchas venenosas que oscurecen la capacidad de reacción habida en estos meses de macrismo, y que no fue poca según se demostró en la calle. Aparenta, sólo aparenta, que ya no volverán con esa magnitud porque hay desbande en la representatividad política y una sensación depresiva que aumenta ante cada mazazo. Sería un problema grave, porque es hora de afirmar convicciones y no de retrocederlas.

Los ciclos tapan el bosque y en el decurso argentino se superponen para redundar, siempre, en que ni los proyectos o energías de mayor justicia social terminan imponiéndose a los oligárquicos, ni éstos a los otros. En este momento –con todas las diferencias del caso, quede claro frente a los ejércitos de interpretadores apresurados– la situación semeja a los primeros tiempos de la última dictadura, cuando los militares delincuenciales, a más de genocidas si vale la imagen, dispusieron la Comisión Nacional de Responsabilidad Patrimonial (Conarepa). Consistía, bajo terrorismo de Estado y sin los canales de protesta o reacción que hoy expresan unos pocos medios y activistas de las redes, en propagandizar la idea de que la corrupción tenía base más allá del peronismo como delito ideológico. Eran todos chorros, decían los milicos y los medios y sus jueces y, aunque fuere solamente por eso y por si quedaba alguna duda, el golpe estaba justificado. Videla era el prototipo del hombre de familia recatado que por fin había allegado ejemplaridad personal e institucional, y Massera el marino pintón en quien se confiaba para ser la cría del Proceso articulando desbande del pasado peronista con juego político hacia la burocracia partidaria amainada. Martínez de Hoz personificaba la versión del garca tradicional pero profesionalmente serio que habría de reinsertarnos en el mundo, porque para el orbe de los papelitos de colores que vendrían a invertir en Argentina, y desarrollar a las fuerzas productivas, era el mejor amigo posible. La fantasía, porque ésa sí que lo fue, duró hasta que en marzo del 80 se derrumbó el Banco de Intercambio Regional (BIR), luego en cadena con las entidades financieras de la plata dulce, y las ensoñaciones de la clase media comenzaron a dudar de los falsos profetas antes de que el manotazo de Malvinas acabara por precipitar el fin de la dictadura. Y así: Alfonsín que algo intentó, con una etapa de popularidad y sensibilidad civilista, marcada por la culpa y el espanto de la confianza popular en los chorros auténticos en quienes se había creído; hasta que los dioses del mercado lo echaron a patadas para reiniciar el ciclo de creer en los mismos culpables, y después la ruta que terminaría en 2001 y la anomalía kirchnerista de la que hoy vuelve a dudarse para volver a creer en los Martínez de Hoz redivivos, en la transferencia de ingresos de la industria al campo, en la libre importación y en el disciplinamiento de la fuerza laboral ya no a costa de terrorismo estatal explícito, sino a través del trabajo en peligro y de que se acabó la corrupción a favor de los corruptos mejores. La excitabilidad de lo instantáneo, potenciada por las redes hasta límites ya difíciles de precisar, estimula perder noción de lo sustantivo con el apoyo de los grandes medios que siguen fijando la agenda discursiva. Esto último requiere de cierta precisión: las redes, al menos hasta donde se advierte, funcionan como un apéndice de los tanques mediáticos. Reproducen la agenda de ellos. No fijan una propia. Es principio de acción y reacción. Y si la agenda ésa es López o las propiedades de Cristina en Santa Cruz allanadas por un juez que milita como empleado político del enemigo popular de toda la vida, tienen buena parte del camino ganado –en el ciclo hasta que la rueda vuelve a girar– porque, en lugar de discutir modelos de reparación social, o a secas, se discute sobre corrupción como si la corrupción fuera la base y no el anexo de todo sistema desde que el mundo es mundo.

Es correcto decir, en consecuencia y fuera de eslóganes, que a lo que se conoce como kirchnerismo están despedazándolo por sus virtudes y nunca por sus errores, sus insuficiencias o sus corruptos. Y gran favor le hacen a esa estrategia quienes abandonan el barco ideológico, cual si hasta ayer nomás no hubieran tributado a que lo importante era el proyecto y no sus mierdas. Es con la defección de los abandónicos del Frente para la Victoria (gobernadores, diputados, senadores, referentes diversos) que acaba de sancionarse en el Congreso la ley conocida como ómnibus, y que de un saque disculpa a los capitales fugados sin declarar, exime de impuestos a los grandes patrimonios, privatiza de modo encubierto las acciones en poder de la Anses. Todo con el paraguas de cancelar juicios de jubilados que cobrarán el 50 por ciento de la deuda si es que tienen sentencia firme, o con quita mayor si están en trámite. La plata para saldar esa cuenta surgirá del endeudamiento especulativo que el Gobierno presenta como la confianza de inversores externos, o de liquidar los fondos que el Estado acumuló. Victoria del discurso dominante, cabe reconocer, porque el empalme de que todo lo anterior habría sido corrupción pura con la demagogia de una reparación histórica dio como efecto creer en un aumento masivo para los jubilados. Si eso no es relato, el relato dónde está.

Con el peronismo sumergido en una batalla de clanes en la que apenas si importa abjurar de toda relación kirchnerista, como en esas parejas resentidas que sólo reconstruyen lo peor que les pasó, el horizonte económico es dramático pero de economía, por lo visto, no se habla o se lo hace a regañadientes, de tanto que prima condenar lo ocurrido como una fantasía y no registrar lo que sucederá como una repetición sistemática. Argentina está en recesión. Los impactos de tarifazos brutales y costo laboral reducido en las grandes empresas, gracias a la devaluación, no son compensados, ni de lejos, por alguna entrada genuina de capitales. En menos de siete meses, el macrismo devastó la dinámica del mercado interno con una transferencia de ingresos descomunal a favor de los sectores más concentrados, a quienes liberó de toda regulación. Una avalancha de productos importados recicla también la onda recesiva por ausencia de control cambiario, adelgazado reservas que de por sí, gracias al Brexit o a la coyuntura que fuere, sufren con cualquier maniobra especulativa. Es un viva la pepa de las fracciones privilegiadas del capital, con las exportaciones del agro como único sostén de la actividad. Aquel mercado interno, que fue el motor de la economía en los últimos doce años, sigue barranca abajo por causa de esa lógica financierista que no ocupa mano de obra y que estrangula o desaparece a multitudes de pymes.

Todavía no se nota que una política económica de semejante naturaleza esté generando por abajo, y en las capas medias, una combustión acorde al saqueo conservador. Por ahora iría venciendo la impresión de que a los argentinos viene de pasarnos, exclusivamente, un hecho delictivo de escala institucional masiva. El cantar será otro cuando se remonte esa mirada, que es tan corta como las esperanzas en el segundo semestre.

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