EL PAíS › OPINIóN
› Por Edgardo Mocca
Es realmente algo curioso que los principales referentes políticos y sociales del proyecto político que gobernó hasta hace pocos meses casi no sean mencionados actualmente, ni mucho menos consultados, en la abrumadora mayoría de los medios de comunicación, como no sea para involucrarlos en actos de corrupción. Es muy visible también la exclusión de todo rastro en buena parte de las emisoras de radio y televisión de una parte considerable de la corriente de periodistas que defendieron la anterior gestión. Es imposible que una pregunta sencilla sobre cómo son posibles esas curiosidades no suscite el tema del régimen político que rige la comunicación en este país. En teoría ese régimen político es democrático y liberal: el lado democrático es la exaltación de la soberanía de las audiencias –“el público decide”–. El lado liberal es, claro está, la libertad de mercado –“el Estado se abstiene”–. Cualquier queja sobre la comunicación realmente existente es colocada como sospechosa de autoritarismo; quien la ejerce es acusado de antidemocrático porque quiere imponer su gusto o su opinión sobre los de la mayoría, o de antiliberal porque quiere imponer desde el Estado lo que los individuos deben ver u oír. Pero esa es la teoría del régimen, no su realidad. La realidad es que el régimen es el del dominio pleno de un pequeño grupo de megaempresarios sobre los contenidos que emanan los medios de comunicación. Lo que vivimos en los últimos años fue un episodio de duras disputas sobre el carácter del régimen, pero el régimen no pudo ser alterado. Y vuelve a fluir con normalidad cuando la fuerza política que representa a ese sector oligopólico –en realidad oligárquico– dispone de los medios de comunicación estatales, lo que consiguió a través de un decreto de necesidad y urgencia no anulado por el Congreso.
En realidad no hay en estos días tal “normalidad”. No es que se regresa al régimen estabilizado antes de la irrupción del kirchnerismo. La diferencia esencial entre uno y otro momento es que en el país hoy hay un bloque político importante que cuestiona ese orden en materia comunicativa. Es un bloque político notablemente más amplio que los partidarios activos de los gobiernos de estos doce años; trasciende pertenencias políticas y hasta opciones electorales. Hablar de que hoy existe un bloque político de estas características no equivale a decir que no existían antes de 2003 sectores activamente movilizados a favor de la democratización de los medios. Los había hasta el punto de que la llamada coalición por una radiodifusión democrática se constituyó en un pilar de la más profunda reforma legislativa que registra nuestra historia en esta materia. Pero hoy ya no se trata de una movilización sectorial, hoy la cuestión del poder comunicativo ha pasado a ser un centro de la lucha política. Hoy no hay normalidad porque el uso y abuso del poder monopólico es advertido y rechazado por una gran masa de argentinos. Hay un sector considerable de nuestro pueblo que siente que la cadena monopólica nacional la está agrediendo, la está desconociendo. Siente que levantaron programas que escuchaban con gusto, siente que la guerra comunicativa tan cabalmente revelada en estos días por uno de los combatientes periodísticos, ha alcanzado planos casi impensables de mal gusto e irresponsabilidad. No es, claro está, la mayoría de los habitantes de este país la que piensa eso, pero existen datos que hacen pensar que no es un sector pequeño, como que la caída visible de las audiencias de la radio y la televisión pública que registran las encuestas tiene rango parecido al del crecimiento de algunas emisoras privadas en las que todavía circula cierto aire de pluralismo. El régimen formal democrático-liberal de la comunicación no funciona en absoluto. Ni siquiera rige la libertad de mercado. Si rigiera no cabe duda de que la audiencia antes citada sería mejor tenida en cuenta a la hora de la programación empresaria. Tampoco el Estado está “afuera”. No solo está presente a través de los canales públicos sino por medio de la máquina de selección y aprietes que gira en torno a la pauta publicitaria oficial. Funciona un régimen de concentración ideológica y política de los contenidos mediáticos en el que por ahora los grupos económicos oligopólicos no tienen interés en confrontar con el Gobierno.
Esta cuestión de régimen es la que se propone ocultar detrás de las querellas entre periodistas. Últimamente la comunicación oligopólica disfruta difundiendo y comentando las discusiones y peleas entre periodistas; dentro de ese género preexistente, hoy adquiere un relieve principal la puesta en escena de las diferencias entre periodistas kirchneristas y antikirchneristas. La banalización de las disputas está en la esencia del género, y es natural que así sea porque no se trata de un género que apunte a establecer verdades sino a encender la curiosidad, el morbo y la superficialidad que son el soporte de las grandes audiencias. Lo específico de estos días no es, entonces, la banalidad. Lo específico es la presentación del problema como si se tratara de conflictos personales entre quienes disputan como si estuvieran en juego los rasgos morales de los protagonistas. Claro que el recurso se incluye como parte de la saga “moralizadora” de la política, está plenamente inscripta en la estrategia de la demonización del kirchnerismo. Las posiciones que parecen confrontarse parecen girar en la relación de cada uno con el periodismo y casi siempre quien defiende al anterior gobierno es situado en el lugar de quien está “descalificando” al “periodismo”. No hay inocencia alguna en esta escena: las grandes empresas de la comunicación han logrado colocarse fuera de la discusión. No es con ellos la cosa, sino con el periodismo independiente y probo, con los que no están hiperpolitizados ni participaron de las dádivas de los anteriores gobiernos. Un modo muy eficaz de manipulación.
El régimen político de la comunicación no es un asunto exclusivo de los periodistas. No es “la ética periodística” lo que está en discusión, sino el poder democrático, lo que obliga a que la discusión salga de todo marco corporativo. Si no una ética, debe haber en el periodismo una cierta deontología sobre sus prácticas, una suerte de autolimitación en el uso del poderoso medio de extorsión y manipulación que son un micrófono y una pantalla (hoy ya no necesariamente televisiva). Ciertamente sería oportuno algún marco para esa discusión porque aún en la guerra, como la que hoy se reconoce, debe haber ciertas reglas. Pero la cuestión principal no concierne al periodismo como colectivo gremial, profesional o intelectual sino a la comunicación como nervio central del sistema político en nuestros días. Una discusión en la que los periodistas participan no en nombre de su profesión sino como ciudadanos. Y en la que los periodistas son solamente una parte de los interesados. Sus derechos son solamente una parte de los derechos que están en juego. Es imposible una discusión seria sobre los medios de comunicación actuales sin escarbar en la historia de cómo se llegó a su actual configuración. La estructura actual, nacional y mundial, de los medios de comunicación realmente existentes es la resultante de un proceso histórico que tiene dos caras principales: una es el extraordinario proceso de concentración de la propiedad capitalista al que asistimos a escala planetaria; no solamente se ha concentrado el poder económico en los medios de comunicación sino en toda la economía mundial. La otra cara es el nuevo lugar de los medios masivos en las condiciones de una sociedad transformada por la revolución neoliberal –más conocida como globalización– que se desarrolló a lo largo de las últimas cuatro décadas. Una revolución que transformó por dentro al capital, que privilegió la especulación financiera por sobre la producción (aunque en obvia complementariedad con ésta), que debilitó a los Estados nacionales frente a los flujos desterritorializados del capital, que al reducir el rol de los Estados debilitó también a los partidos políticos, a los que mayormente cooptó para que compitan por cargos políticos sin impugnar el orden vigente. Estados nacionales subordinados a las fuerzas del poder corporativo, partidos políticos deslegitimados (hay que prestar mucha atención a la rebelión antipartido que recorre Europa), colectivos sociales y sindicales debilitados por la reconversión productiva y cultural constituyen el marco del salto cualitativo en el papel social, cultural y político de los grandes medios de comunicación en estas décadas. Concentración empresaria y nueva centralidad de los medios en la escena política componen el núcleo del régimen político de la comunicación. Las megaempresas mediáticas han devenido actor principal del bloque de poder dominante. El nuevo régimen comunicativo es, en realidad, pilar de un nuevo orden político general.
La Argentina no es una excepción. Lo específico de nuestra situación es que venimos de un largo período de impugnación al orden “pospolítico”, cuya regla de oro es sustraer de la discusión las cuestiones esenciales de la política. Lo específico es la continuidad y la intensificación de la guerra contra el orden de los últimos doce años a la que asistimos, como si la consigna siguiera siendo el derrocamiento de Cristina. La extinción de la memoria política de estos años, su interpretación como episodio de manipulación perversa y corrupta de una ilusión colectiva no son caprichos ni actos de odio individual o de grupo; son la necesidad de un bloque de poder para consolidar políticamente una plena restauración del orden neoliberal en la Argentina. En eso consiste lo que está ocurriendo en la comunicación masiva en estos días. Lejos de ser una cuestión exclusiva de periodistas, la lucha contra este régimen de silenciamiento y blindaje del poder es una necesidad para la democracia argentina si realmente quiere seguir mereciendo ese nombre. Es una necesidad que empalma con la de frenar el atropello de la corporación judicial, repudiar el operativo contra Hebe y las Madres y lograr la liberación de Milagro Sala y todos los presos políticos de Jujuy. Empalma también con la defensa de todos los derechos sociales actualmente agredidos.
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