EL PAíS › OPINIóN
› Por Alejandro Auat *
El cambio de gobierno supuso un cambio en el clima social, o mejor, mediático, en torno a los juicios de lesa humanidad. No sólo la lenta y silenciosa modificación de políticas al interior de organismos que sostenían las investigaciones y los actos judiciales, sino también la sinuosa pero persistente habilitación discursiva de representaciones que el propio proceso judicial había dejado firmemente superadas mediante el dictado público de un derecho (juris-dicción) que estableció como verdad (veri-dicción) la existencia de un plan sistemático de agresión contra la población argentina en el que tuvieron responsabilidades personales y funcionales quienes fueron y son llevados a juicio con todas las garantías procesales que desmienten a cada paso la ligera acusación de “venganza” que esgrimen los acusados.
No hubo, pues, una “guerra sucia” entre dos bandos, uno de los cuales sería el que ahora arremete con nuevas armas (las judiciales) ante el otro que triunfó militarmente. Se juzgan, no actos de guerra, sino crímenes de Estado, crímenes de lesa humanidad. Ésta es la diferencia del caso argentino respecto de otros en la historia reciente: no se trata aquí de un ejército vencedor que juzga a los vencidos (como en Nüremberg o Tokio), ni tampoco de tribunales internacionales (como en los juicios sobre la ex-Yugoslavia); ni tampoco juicios de la verdad sin penalidad (como en Sudáfrica). En la Argentina se trata de un proceso social y político resumido en la idea de “Memoria para la Verdad y la Justicia”. Los juicios, entre nosotros, son el resultado de una larga y persistente lucha pacífica de la propia sociedad, en cabeza de familiares y organismos de derechos humanos, más decisiones políticas de los tres poderes de la República que jalonaron los 33 años de democracia post-dictadura.
La singularidad de estos crímenes de Estado rebasó el marco teórico obligando a revisar categorías y principios pensados por el derecho penal liberal moderno para proteger al individuo del poder punitivo del Estado. ¿Qué pasa con esos principios y garantías cuando el acusado es el propio aparato del Estado, en cabeza de sus operadores en determinado tiempo y lugar? ¿Cómo interpretar la imparcialidad del juez frente a un crimen que lesiona la propia idea de humanidad? Y así con la irretroactividad, la prescripción, y otros principios y garantías que no aplican de igual modo para crímenes de lesa humanidad que para delitos comunes.
Reinterpretar esos principios no significa derogarlos. La credibilidad del derecho sigue residiendo en su vigencia. Pero esa vigencia no se puede confundir con su simplificación interesada por parte de operadores judiciales y mediáticos. La justicia mediada por el derecho se diferencia de la venganza precisamente por la introducción de un tercero entre las partes en litigio. La imparcialidad (no-parte) no puede significar que el juez no tome ninguna decisión: su sentencia se inclinará finalmente por una de las partes, será parcial pues. Pero a esa decisión tendrá que llegar luego de un proceso contra-dictorio en el que deberá garantizar la igualdad de las partes para ofrecer sus argumentos y pruebas. La imparcialidad, entonces, se refiere al proceso, no a la valoración de cómo las acciones afectaron o no a los bienes en juego, ni a la valoración de cada aporte que se realice en el proceso.
Ahora bien, de entrada los jueces tienen sus opiniones y sus convicciones respecto de los bienes a proteger. En la selección de jueces en nuestro país en los últimos años, pregunta obligada en el Senado es sobre el compromiso de los postulantes con los derechos humanos y con la democracia. ¿Qué juez no manifestará su compromiso en tal sentido? Y los jueces también tienen historia: muchos de ellos incluso participaron de la actividad política partidaria. Esta historia no necesariamente afecta su imparcialidad, aunque para salvaguardar la credibilidad del proceso se preveen las causales de excusación o recusación. Un juez excusado o recusado no significa un reconocimiento de parcialidad: simplemente se busca remover posibles condicionamientos objetivos de los criterios del juez, pero en orden a la transparencia y credibilidad del proceso, no en orden a la imparcialidad o independencia de su juicio.
¿Cómo garantizar entonces y qué significa la imparcialidad del juez en el proceso? Si no significa neutralidad o asepsia valorativa, sólo puede significar que sus intervenciones y decisiones deben ser justificadas mediante razones contrastables públicamente. Ni las convicciones políticas, morales o religiosas, ni la historia personal o familiar, ni la posición social o económica, pueden ser suprimidas en la deliberación y decisión judiciales: pero no pueden formar parte de las justificaciones de la conducción del proceso ni de las justificaciones de la sentencia. La garantía de imparcialidad reside, pues, en un trato objetivo a las partes que se basa en una justificación racional de las decisiones, esto es, utilizando argumentos y razones aceptables en la cultura política pública, y no en motivaciones grupales, sectarias o partidistas. Es un derecho de los justiciables conocer las razones que justifican las decisiones judiciales, y refutarlas en ésa u otra instancia si fuera necesario. Eso es lo que hay que exigir: jueces capaces de dar razones de sus actos, no jueces exentos de historia o de convicciones.
* Doctor en Filosofía. Profesor de Filosofía Política. Universidad Nacional de Santiago del Estero.
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