Mar 27.01.2004

EL PAíS  › OPINION

Una pequeña reflexión laboral

Por Enrique M. Martínez*

He seguido con la misma atención que todo el país las novedades sobre el último paso de aprobación de la reforma laboral del año 2000. Me temo que no se aprovechan todas las enseñanzas que el tema deja, y por lo tanto quisiera agregar algunas pocas ideas.
Hubo cuatro votaciones en el Congreso para llegar a la sanción de la ley, ya que la primera versión de Diputados fue corregida por el Senado, vuelta a aprobar por Diputados y finalmente sancionada en la polémica sesión de abril del 2000. En los cuatro meses anteriores hubo numerosas reuniones de discusión del proyecto. Incluso se constituyó una comisión oficiosa formada por diputados de la Alianza y algunos asesores, que se reunió con el entonces ministro Flamarique varias veces durante diciembre de 1999 para consensuar visiones. En esas reuniones de las que participé, con Alfredo Allende, Juan Manuel Casella, Margarita Stolbizer, Alicia Castro, entre otros, quedó claro que varios de los presentes entendíamos que la ley no debía aprobarse, mientras otros se resignaban dentro del concepto de la llamada disciplina partidaria. Incluso se propusieron varios caminos alternativos para generar trabajo –el hipotético objetivo de la ley– que fueron archivados sin interés por el ministro. En la reunión de cierre, como señal del espíritu general, la defensa entusiasta del proyecto estuvo a cargo del consultor Ernesto Kritz, sin que ningún legislador tomara con calor la bandera.
En tal marco, con muchos otros datos más, conocido meses antes de que la ley llegara al recinto, el gobierno sabía que la ley era antipopular. No impopular o poco simpática, era antipopular, contra los intereses del pueblo. Además contradecía la plataforma de la Alianza, votada pocos meses antes. Estaba claro que si cada legislador hubiera votado según su conciencia, la ley no hubiera sido aprobada ni siquiera en Diputados, donde el oficialismo tenía mayoría apreciable. Aun los voceros de la Alianza en defensa del proyecto en la primera sesión, que marcaron en forma especial su resentimiento contra el puñado de diputados de la Alianza que votamos en contra, reconocieron luego en privado que no compartían lo que defendieron.
Para aprobar una ley en ese contexto, el gobierno debía irremediablemente presionar a sus diputados, y lo hizo. Se obligó a una diputada a retirarse del recinto y se logró cambiar varios votos anunciados previamente en contra, con el chantaje que prenunciaba la interrupción de la carrera política a los eventuales rebeldes. Varios diputados pseudo progres siguieron ese camino.
Con ese antecedente, en el Senado, controlado por la oposición, los acuerdos oscuros eran totalmente previsibles. Pudieron ser intercambio de favores, sea designación de ñoquis o refuerzos presupuestarios a provincias o municipios. Aparentemente, terminó siendo lo peor, con pagos directos a senadores.
Pero este hecho es sólo el último eslabón de una secuencia inexorable, seguida para aprobar una ley antipopular. Toma inmensa notoriedad porque se encuadra en lo legalmente punible y porque deja a sus actores encuadrados en la figura del político chorro que está instalada en la cultura comunitaria. Pero si el Gobierno hubiera promovido una ley que tuviera en cuenta los reclamos populares –en cualquier tema–, el episodio nunca hubiera sucedido. Tales proyectos se hubieran aprobado con facilidad en Diputados y si en el Senado se hubiera intentado apelar a las viejas y mañosas prácticas, se podría haber buscado el respaldo de la opinión pública. Esto hubiera sido hacer una política de masas y no una política de pasillos y oscuridad.
Cobrar sobornos es legalmente punible. Promover leyes antipopulares, que contradicen una plataforma votada pocos meses antes, no es legalmente punible. Chantajear diputados tampoco. Intercambiar favores tampoco. ¿No deberíamos tratar de que en el futuro sí lo fueran? ¿No es ésa la enseñanza profunda que deja este episodio?
* Presidente del INTI. Ex diputado nacional por el Frepaso.

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