EL PAíS › OPINIóN
› Por Renato Meari *
Hace poco la Agrupación Oesterheld, que conduce Martín García, nos convocó a un grupo de compañeros a realizar un sentido homenaje a Antonio Cafiero y a su esposa Ana Goitia. A través de las palabras de los compañeros que expusimos, fue surgiendo la certeza de la vigencia actual de su pensamiento y de su accionar político. El tiempo ha pasado y al reflexionar nos encontramos con su propuesta hecha presente.
Pensé luego que Cafiero, más allá de su aporte intelectual permanente, activado por lecturas, intercambios personales y conocimiento histórico, fue un consecuente dirigente político que muchas veces actuaba en contra de sus naturales ambiciones personales. Definía un escenario con precisión, su contexto y sus actores, y se colocaba a un lado sin importar que su protagonismo quedara suspendido del tiempo. Finalmente, sugería contar con una sensibilidad particular para participar en política: “Los peronistas amamos lo que decimos, lo que creemos, no solo lo creemos sino que lo amamos”, decía en sus exposiciones.
Recordemos pues la renovación, palabra hoy tan en boga, recogida de los anaqueles de la política luego de la derrota de 1983, fue un amplia alameda donde Cafiero pensó, trazó mapas, convivió y compitió con su principal oponente Carlos Menem. Esa corriente generó en la provincia de Buenos Aires, en 1985, un partido amplio y generoso en el debate como fue el Frejudepa, pues el PJ estaba dominado y encriptado por Herminio Iglesias, un dirigente superado por los calendarios y las circunstancias. Hubo en esa época congresos partidarios en los cuales la acción de entrar era exclusiva tarea de valientes, como si de pronto hubiésemos retornado a los días de Borges y los malevos del Maldonado. Es imposible en la actualidad comparar esa situación al Partido Justicialista actual. Con sus limitaciones, la actual estructura partidaria habilita el disenso y el debate, y la sola mención de los nombres que aspiran a cargos o a sumar ideas, muestra la diversidad de conceptos que conviven y eso nos lleva a rescatar a Antonio Cafiero como predicador. Antonio jamás imaginó escenarios de descarte, etapas en las que tal o cual dirigente, o referente político, no podía concurrir o integrar un colectivo de renovación política. Era un hombre que, por el contrario, precisaba de los disensos incluso dentro de su propio gobierno provincial, porque los imaginaba como espacios para escuchar nuevos aportes, impresiones y reflexiones que conformaran un escenario de diferenciasdonde instalar un pensamiento para la transformación. Y esto no es imaginería de un discípulo que en una evocación se permite un dislate. Lo demuestra el hecho de que en su gabinete coexistían valiosos compañeros de diversos orígenes y pensamientos.
Esa actitud, natural en el peronismo histórico, en la acción del general Perón, obedecía sencillamente a la capacidad de conducir un colectivo político para objetivos determinados. Y la heterogeneidad con la que Antonio realizaba su quehacer en la sociedad de su tiempo, expresaba su capacidad de conducción para la que exigía que cada uno de nosotros dispusiera de lo mejor de sí en pos de un proyecto de acción de gobierno.
En esos términos, se inscribía la renovación –amplia, generosa y heterogénea– con la cual Cafiero a pesar de contar con “todas las fichas” para llegar a un congreso partidario y ser elegido candidato presidencial, opta por someterse al veredicto del voto popular. Y esa, en el sencillo desandar de la historia que se expresa en resonancias y silencio, es una enseñanza clave para este momento histórico donde muchos compañeros se autoproclaman, a veces con cierta liviandad, nuevos dueños del movimiento, o dan por concluidos liderazgos hasta ayer intocables. No hay que apresurarse, y entiendo que debemos recordar que solo el voto popular hace legítimos los liderazgos. También cabe recordar la unidad como valor esencial de los peronistas, unidad que no sintetiza entreveros sino proyectos comunes, a veces construidos con fervor y esfuerzo genuinos.
Luego de la derrota en la interna con Menem en 1988, hubo un coro de voluntades heridas que lo incitaban a la fractura y al armado de un partido. Cafiero se negó aún frente a las profundas diferencias que lo distanciaban de Menem. En este punto, pienso que tenemos que reflexionar la mayoría de los peronistas para establecer que el disenso no nos lleve a la fractura sino, como lo hizo Antonio, priorizar la construcción dentro de la diversidad. Difícil y compleja tarea de construir políticas para la transformación del país, pero es el saber esencial de la política.
De ahí que mi reflexión de estos días me imponga plantear que hoy Antonio Cafiero es el camino para aceptar el disenso como un espacio creativo para hacer política. Eso significa rescatar la unidad peronista con ideas, con diferencias, con aportes que nos exijan imaginar escenarios históricos novedosos para el país y la región en el camino de recuperar el protagonismo político con vistas a 2017.
* Secretario de Prensa y Difusión de la provincia de Buenos Aires (1987-1991).
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