Sáb 31.01.2004

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Goteras

› Por J. M. Pasquini Durán

La carta que quiso ser secreta, enviada al Fondo Monetario Internacional (FMI) por el ministro de Economía, fue una imprudencia de Roberto Lavagna por partida doble. Primero, porque torció el compromiso presidencial de transparentar las relaciones oficiales, en particular con ese organismo multilateral, y luego porque allí se anuncian compromisos y plazos, como el de la renegociación de los contratos con las empresas privatizadas, que la sociedad argentina desconocía. El Estado, por supuesto, tiene derecho al sigilo en determinadas áreas porque la publicidad prematura puede multiplicar los inconvenientes en alguna negociación incompleta, pero esa atribución general requiere ciertas condiciones específicas que en esta ocasión no estaban dadas.
Entre varias razones, quizá la principal tenga que ver con el ánimo suspicaz con que se reciben todavía los discursos oficiales, bajo la presunción de la posible existencia de dobles o triples significados, tal como se acostumbraba en el pasado más o menos reciente. Decidido a fundar nuevos hábitos para recuperar la confianza popular en el Estado, desde la primera vez que firmó una carta de intención con el FMI el presidente Néstor Kirchner ordenó la difusión completa de los textos acordados y prometió que no existirían compromisos que la opinión pública no tuviera derecho a conocer.
El episodio, jugoso para la lógica del escándalo mediático, quedará como un extravío de la conducta del ministro Lavagna, siempre tan comedido con su imagen pública, aunque no haya sido una intrépida iniciativa personal sino un acto de obediencia debida. En el mundo actual hay muy pocos asuntos de interés público que puedan mantenerse en reserva, pero en esos casos mantener la confidencialidad requiere de poderes que escapan a los que maneja el ministro, por muy variados que éstos sean. No hay por qué desdeñar la opinión predominante en Economía que percibe la filtración informativa como una maniobra deliberada con intenciones de descalificar aquella voluntad oficial de transparencia, pero en todo caso quienes creen en esta versión deberían reconocer que le facilitaron la tarea a los malintencionados.
Nadie puede siquiera dudar que la presencia del FMI en la historia nacional contemporánea ha sido determinante, tanto en los períodos de gobiernos de facto como en los elegidos por las urnas. Muchos coincidirán en que esa influencia tuvo efectos perniciosos para las posibilidades del progreso nacional, si bien cada vez contó con aliados locales y la incapacidad del movimiento popular para detener las crueles consecuencias que acarrearon para las clases medias y los trabajadores. Hubo ocasiones en que los fieles discípulos nativos lograron incluso, como en la primera mitad de los años 90, seducir al consentimiento mayoritario para saborear las recetas del Fondo hasta que muchos, más de la mitad de la población, supieron que esas supuestas mieles eran tóxicas para la salud de la nación.
En los últimos tiempos se han escuchado malos augurios para el destino del FMI debido a su notoria incapacidad para prever y manejar, con la adecuada flexibilidad, las sucesivas crisis financieras internacionales, entre ellas el default argentino. Al margen del grado de acierto o de error que puedan tener esos vaticinios, sería demasiado simple pensar que las conductas del Fondo son el mero producto del ingenio de sus burócratas y técnicos. En lo que respecta a la deuda externa sus recomendaciones repican las mismas campanas que tocan las naciones más poderosas, esas que se identifican con la sigla “G7”. Como se enteró Kirchner primero con George W. Bush y esta semana con el español José María Aznar, aliado de Washington, el “G7” sigue pensando como si fuera cierto que el mundo essiempre el mismo y las demandas de las pobrezas nacionales los dejan indiferentes.
Mientras el presidente Kirchner trataba esta semana de enviar señales positivas de su visita a España donde la cordialidad fue el tono dominante en los encuentros con empresarios privados y funcionarios del gobierno (¿qué les habrá prometido?, se preguntan aquí los suspicaces), hubo nuevas expresiones del fundamentalismo de mercado. Por un lado, los bancos internacionales que iban a formar el sindicato para renegociar con los tenedores de bonos los valores que el Gobierno está dispuesto a pagar por esos títulos, renunciaron a la tarea porque la comisión no les parecía suficiente y también porque no quieren convalidar la propuesta oficial de quitar el 75 por ciento del valor nominal de esas deudas pendientes, que está en contradicción con la línea de pensamiento del “G7”. En todo caso, según las noticias extraoficiales, si hubiera más plata para los negociadores podrían desprenderse de esa manera de pensar las obligaciones de los países en desarrollo.
Por el otro, el juez Thomas Griesa, de Nueva York, falló a favor de las demandas de cuatro fondos “buitres” que reclaman el pago completo, sin ninguna quita, bajo amenaza de embargar los bienes argentinos en Estados Unidos. Por supuesto, la jurisdicción del tribunal no alcanza al mundo entero ni tampoco afecta a los particulares argentinos que tienen fondos depositados en los bancos norteamericanos, aunque no vendría mal que tengan un sofocón, a ver si deciden repatriar esos capitales fugados. El Gobierno ha tomado con calma esta decisión, porque no tiene bienes ni fondos embargables en Estados Unidos, como no sean los pagos al FMI, pero de eso con seguridad se encargarán los acreedores, con Washington a la cabeza. En cualquier caso, al Estado le irá mejor que a muchos deudores hipotecarios que son ejecutados en el país sin ninguna consideración para ninguno.
Todo esto, de la carta secreta al juez buitre, forma parte de lo que el jefe de Gabinete de Ministros, Alberto Fernández, llama un constante “juego de presiones” para definir las relaciones con el FMI. Al mismo tiempo, nada de esto conmueve, por ejemplo, a los hipermercados que bajaron el número de consumidores pero aumentaron la tasa de rentabilidad anual, como si vivieran en el mejor de los mundos. Tampoco importa demasiado a los que siguen sin conseguir trabajo estable y, si lo tienen, salarios y condiciones laborales que no humillen sus derechos legales y legítimos. Como se acaba de ver en Santa Fe, ni siquiera los damnificados por desastres naturales logran reparaciones a sus desgracias sin tener que recurrir a la protesta callejera, ni los rosarinos que se quedaron sin energía eléctrica por largas horas, como si no fuera suficiente agobio el calor infernal de la última semana. Tal vez mañana, después de las tormentas, aumente la lista de perjudicados por la naturaleza y por la indiferencia de los poderes. Otros celebrarán la lluvia después de meses de sequía absoluta, como en San Luis y otras zonas del país, pero la ley de las compensaciones no funciona así. Sólo se cumple si los esfuerzos y las recompensas se distribuyen con sentido de justicia. La esperanza es un punto de partida, pero hace falta más, mucho más.

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