Lun 08.03.2004

EL PAíS  › OPINION

El largo de la mirada

› Por Eduardo Aliverti

El lunes pasado bien podría verse como el día en que quedaron expuestas características gubernamentales y políticas que acercan precisión sobre el paisaje de los próximos tiempos.
Néstor Kirchner pronunció ante el Parlamento un discurso con el que, desde una visión elemental de grandes principios patrióticos, nadie en su sano juicio puede estar en desacuerdo. Sin embargo, el propio dramatismo que el Presidente les imprimió a sus palabras hacía caer por su propio peso la necesidad de avanzar mucho más allá de los enunciados conocidos. Kirchner obvió que las metas negociadas y a negociar con los acreedores suponen un esfuerzo descomunal, que sí caerá sobre las condiciones de vida populares y que sí significará la permanencia de un escenario de pobreza e indigencia para quienes quedaron en esa situación. Y a la hora de precisar de qué manera serán afectados quienes más tienen, para que la carga de la epopeya fiscal no recaiga ni con exclusividad ni en primer término sobre los derrotados de siempre, Kirchner soslayó el punto.
Dentro del Congreso, quedó claro que ese cuerpo cuenta muy poco para las iniciativas oficiales. Y afuera del recinto, una pobrísima manifestación del peronismo bonaerense demostraba que ni la rama más activa e importante del PJ termina de digerir lo que considera un plato volador llegado como mal necesario desde los hielos del sur, ni los kirchneristas asimilan la convivencia con un aparato de transas y punteros que les fue decisivo para ocupar la Casa Rosada pero que creen espantoso para continuar articulando una renovación política.
En algunos círculos de opinión se inquiere si la certeza acerca de que no existe oposición no debe ser reemplazada o complementada, acaso, por la pregunta de si hay oficialismo. Hay un Presidente de gestos fuertes y verba encendida. Hay un muy pequeño grupo de colaboradores que lo sigue a pie juntillas y alimenta de ideas-fuerza. Hay un grueso de la sociedad con el imperativo de esperanzarse en algo, al cabo de (en medio de) la noche más dramática de su historia. ¿Es eso un bloque orgánico, bien estructurado, con un proyecto preciso y capaz de contener el conflicto inevitable que sobrevendrá, sin ir más lejos, cuando queden claras las implicancias del arreglo con los acreedores; o cuando la coyuntura económica internacional deje de ser lo espectacularmente favorable que es hoy, con el precio de los granos por las nubes?
Si la vocación progresista de Kirchner es auténtica, e incluso contemplando que no se propone revolución social alguna sino, como él mismo lo dijo al asumir, la reconstrucción de un capitalismo nacional (y en la hipótesis de que eso sea posible), no son demasiadas las opciones que le esperan a la vuelta de la esquina. O se apoya en un movimiento de masas del que además puedan surgir los cuadros ideológicos y gerenciales de los que ahora carece, o se respalda en las estructuras sobrevivientes del conglomerado peronista. ¿Cómo hace para conseguir lo primero si no deja clara la dureza de las condiciones acreedoras, si no afecta los intereses de las corporaciones dominantes y si no vertebra una política clara de redistribución de la riqueza? ¿Y cómo conquistaría lo segundo si prefiere gobernar en soledad, arriesgándose al pase de factura de una estructura filomafiosa y eternamente presta a la prostitución ideológica?
Con viento a favor, en esencia soplado por el paisaje internacional beneficioso, la consolidación del asistencialismo en los núcleos suburbanos potencialmente explosivos y las expectativas positivas de la clase media, el Gobierno podría esperar un corto y mediano plazo de relativa tranquilidad. A la larga, no es una escena que pueda mantenerse. Sí puede ser suplida por otra que incluso profundice la disgregación social, basada en la recreación del ideario de derecha si es que revela sus patas cortas esta enunciada vocación de centroizquierda.
Hay que preguntarse, entonces, hasta dónde alcanza la vista de la mirada gubernamental.

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