EL PAíS
La moral de los acreedores, defendida desde el Fondo
El FMI es hoy la mejor carta de los acreedores privados, avezados lobbistas en Washington, para conseguir una mayor tajada en el reparto de la torta argentina. Las lecciones de los últimos días.
› Por Maximiliano Montenegro
Nunca un gobierno argentino cumplió tan holgadamente con las metas fiscales pautadas con el Fondo Monetario. Y nunca le costó tanto conseguir la aprobación de una simple auditoría trimestral. Parece una eternidad, pero el acuerdo vigente se firmó hace sólo 6 meses, por un período de tres años, para refinanciar todos los vencimientos de capital con el organismo por ese lapso. Sin embargo, el Fondo se guardó las cartas para que el Gobierno sintiera la presión de vivir al borde del abismo cada 3 meses. Semejante situación es irracional desde el punto de vista macro: introduce un grado de incertidumbre que atenta contra las expectativas de reactivación de la inversión y el consumo. Pero es un mecanismo eficiente para colar en la agenda oficial los intereses de los acreedores privados, avezados lobbistas en Washington, que pretenden una mayor tajada en el reparto de la torta argentina.
La filosofía del acuerdo firmado en septiembre era elemental. Argentina se comprometía a abonar puntualmente los intereses de los créditos con los organismo (FMI, Banco Mundial y BID), y éstos accedían a refinanciar el capital desde septiembre de 2003 hasta septiembre de 2006. Nada revolucionario. Era lógico que, después de una crisis como la de 2001, a un deudor cualquiera se le postergaran las cuotas de capital, sobre todo si el acreedor no sufría quita alguna sobre el principal y seguía cobrando intereses. Para llegar a ese arreglo, además, desde la devaluación hasta enero pasado, Argentina pagó en términos netos a los organismos 7000 millones de dólares con sus reservas.
No hay que ser un experto en finanzas para entender que el programa, que ayer estuvo a punto de naufragar, es muy beneficioso para las instituciones con sede en Washington. Más todavía si se lo mira desde la perspectiva de un tenedor de bonos en default, quien en los últimos dos años no cobró un solo dólar de intereses, y a quien se le ofrece devolver el capital con una poda del 75 por ciento.
Lavagna pergeñó esa propuesta tan dispar acorde con los vientos de cambio que soplaban en Washington. La gestión Bush, a través de varios ideólogos –como los economistas republicanos Adam Larrik y Allan Metlzer–, fue promotora global del default con los acreedores privados. El argumento era la necesidad de terminar con los salvatajes a dichos especuladores con los fondos públicos del FMI y del Banco Mundial. Esa idea fue formalizada en la llamada teoría del “riesgo moral”. En palabras del ex secretario del Tesoro Paul O’Neill, no era ético que “plomeros y carpinteros” norteamericanos financiaran con sus impuestos a los brokers que especulaban con bonos de la deuda de los países emergentes.
Bajo ese esquema, conceder un acuerdo favorable al Fondo Monetario y castigar a los acreedores era una estrategia bien vista por el Tesoro y el “mainstream” de la academia norteamericana. En especial, en un país que atravesaba la mayor recesión de su historia y con 50 por ciento de la población viviendo bajo la línea de la pobreza.
Sin embargo, en Washington la “puerta giratoria” se mueve rápido, y los funcionarios y economistas que un día están de un lado del mostrador, al poco tiempo están del otro lado, defendiendo sus posturas con la misma vehemencia.
Larrik es hoy asesor del grupo de acreedores más poderoso, que obviamente rechazan la quita ofrecida por Kirchner y cuestionan públicamente que el FMI goce de un trato tan privilegiado. Los funcionarios del Fondo reciben a diario los llamados de ejecutivos de fondos de inversión de miles de millones de dólares, quienes sabrán retribuir la gentileza algún día. (El caso más paradigmático de puerta giratoria al más alto nivel es el de Stanley Fisher, quien durante los noventa ocupó el mismo puesto de Anne Krueger en el Fondo y hoy revista como número dos del Citicorp.) Los directores del G-7 en el FMI, a su vez, responden al mandato de Estados (Japón, Italia, Alemania) que soportan el lobby de sus acreedores-ciudadanos.
Con la economía en marcha, y el superávit fiscal duplicando las metas incluidas en la carta de intención, los acreedores privados aspiran a un bocado mayor. El Fondo es hoy el mejor instrumento para lograr ese objetivo. Porque defiende una nueva versión del “riesgo moral”: ahora que Argentina es menos pobre, no es ético que los especuladores se lleven tan poco, cuando pueden quedarse con más.
La administración Bush fue clave en la negociación de ayer en el G-7. Su apoyo a Argentina se explica por dos motivos. Por un lado, el Departamento de Estado tiene un interés geopolítico: teme que el “plan B” de Kirchner sea seguir los pasos de Hugo Chávez en Venezuela. Por el otro, el Tesoro norteamericano no quiere pagar el costo económico que significaría un default argentino. Como informó Página/12, en los últimos años, el FMI concentró el riesgo crediticio, como nunca antes, en un puñado de países. Los 5 mayores deudores (Brasil, Turquía, Argentina, Indonesia y Rusia) acaparan el 87 por ciento de los préstamos. Brasil y Argentina detentan la mitad. Si fuera un banco privado, a su lado el Banco República quebrado por Raúl Moneta sería un lujo.
Un eventual default de Argentina (15 por ciento del total de créditos), y el riesgo de que esa situación se extendiera a Brasil, hubiera requerido la capitalización del Fondo por parte de sus mayores accionistas, con Estados Unidos (17 por ciento de las acciones) a la cabeza. Pero en un año de elecciones, Bush preferiría cerrarlo.
Lavagna tomó nota de la lección que deja la experiencia de los últimos días. Sabe que en la próxima revisión del acuerdo, en apenas tres meses, la pulseada será todavía más salvaje.
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