EL PAíS
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Los gustos y la política
Por Martín Granovsky
La relación entre defensores y defendidos siempre es un tema complejo.
Por un lado, el Estado de derecho garantiza a todos los ciudadanos el derecho a un proceso justo, y una de esas garantías es contar con un defensor.
Por otro lado, es peligroso caer en la simplificación de que los abogados comparten el delito, o el presunto delito, de la persona que defienden. Si no, cada abogado integraría una asociación ilícita o resultaría sospechoso de pertenecer a ella.
Por seguir esa línea de transitividad, la dictadura encarceló, mató, secuestró y torturó no sólo a sus víctimas directas sino también a los abogados defensores de las víctimas, que en algunos casos coincidían con sus defendidos y en otros sólo estaban ejerciendo con valentía la defensa en juicio que ampara la Constitución.
No hay, evidentemente, ningún impedimento legal para defender a nadie, y no debe haberlo. Por otra parte, el Derecho Penal analiza actos y los pena o no según haya acreditado los hechos y la participación concreta de un sospechoso. En un Estado de derecho no se pena a una persona de la que no se tengan pruebas concluyentes de que haya cometido delito.
La discusión, pues, se centra sólo en un tema: la decisión personal de los abogados de defender a alguien que, como no es un indigente, igual encontrará otro letrado.
A veces esta decisión es vidriosa en términos de la opinión pública. A veces hasta se suma otra contradicción: puede aparecer cuestionado un profesional que en tiempos de la dictadura se jugó la vida cuando ésa no era, ni mucho menos, la conducta predominante en la sociedad.
Pero el problema de las decisiones personales se complica aún más cuando el abogado, al margen de su estudio, participa en política.
¿No hay contradicción entre la actividad pública y la privada? La tarea pública, ¿no fija límites a la particular? ¿No impide quizás ciertos contactos? ¿No choca incluso con el derecho, absolutamente lícito, de ganar dinero ejerciendo la profesión?
Es un debate apasionante, porque pone en tensión –en tensión, ni siquiera en contradicción– de un lado los principios jurídicos y de otro la práctica cotidiana con todos sus grises y todos sus matices.
Condenar a un abogado por simple portación de defendido es constitucionalmente peligroso. Más allá de los Tribunales, sin embargo, la discusión es amplísima. Para algunos defender o no a un cliente es una decisión que se adopta desde un punto de vista moral. Para otros, desde el estómago. Para unos terceros cuenta sólo el bolsillo. Y para un cuarto grupo se trataría sólo de una cuestión de gustos.
Pero cuando la moral individual, el estómago, el dinero y el gusto se cruzan con la política, todo se potencia y adquiere un carácter público.