Dom 02.05.2004

EL PAíS  › LA CRISIS, LOS PREMIOS Y CASTIGOS, LA PALABRA OFICIAL EN JUEGO

Dale energía a mi corazón

Los premios y castigos que no son tales. La palabra oficial puesta en emergencia por la emergencia. La racionalidad económica, eje del cambio de rumbo. El conflicto con Chile, una estrategia válida en riesgo con responsabilidades no asumidas. Los acreedores externos y sus cuitas. La necesidad de adecuarse a los cambios.

› Por Mario Wainfeld

Opinion

El actual Presidente ganó espacio (para sí, para el gobierno, para la política en su conjunto) revalorizando la palabra pública. Raúl Alfonsín fue un emisor creíble hasta que su “economía de guerra” y sus “felices pascuas” le desbarataron la credibilidad y la legitimidad. Carlos Menem hizo de la mentira un recurso, del simulacro un estilo de vida. Fernando de la Rúa era un capcioso nato, no sabía ni quería ser claro, su verbo era escondedor, mitómano. Eduardo Duhalde amaneció prometiendo dólares a quienes habían depositado dólares y desde entonces casi nadie le creyó nada, ni siquiera las varias promesas que cumplió. Producto histórico de esa saga de frustraciones, con el “que se vayan todos” entre ceja y ceja, Néstor Kirhner innovó. Se propuso un rumbo distinto al que terminó siendo la marca de fábrica de sus precursores: decir lo que pensaba. Precisó sus anhelos, su ideología, sus adversarios. Su retórica, para nada alambicada ni dotada de un pico de oro, tuvo el encanto de la inteligibilidad que derivó virtuosa y velozmente a la credibilidad y a la aprobación mayoritaria. La crisis energética, como daño colateral, puede debilitar esa fortaleza del oficialismo.
La emergencia energética muestra al Gobierno vulnerable en varios flancos que fueron su bastión. Amén de sus secuelas económicas, acarrea tres problemas a los moradores de la Casa Rosada.
u El primero, bastante zarandeado ya, es el del distanciamiento con Chile.
u El segundo, también en discusión, es que se trata de otro tema en que el oficialismo “corre de atrás”, a la zaga de los acontecimientos, respondiendo a una agenda que no impone.
u El tercero, menos conversado por ahora, es que puede erosionar uno de los recursos políticos más potentes de Néstor Kirchner, que es el peso de la palabra oficial.
Sobre todos tratará esta columna, empezando por el tercero, si usted me permite.
El Gobierno no anunció la inminencia del problema energético, sea porque no la conoció antes de que estallara, sea porque quiso evitar las malas nuevas. Tampoco explicitó las discusiones internas que detonaron, que igual llegaron a conocimiento público. Por último, presentó de modo enmarañado el sistema de “premios y castigos”, que en verdad es una convocatoria pública a asumir solidariamente la carestía. La interpelación parece ser correcta y necesaria, pero su packaging es bastante escondedor. Se dirá que la retórica política es así. La oficial venía esquivando serlo, una decisión digna de encomio.
“Premiar” a quien restringe el consumo y “castigar” a quien lo acrecienta es, por expresarlo de modo piadoso, sorprendente en una sociedad capitalista cuyo “motor de crecimiento” (Roberto Lavagna dixit) es precisamente el consumo. Pedir esfuerzos y hasta sacrificios a una sociedad en estado de catástrofe es una necesidad y hasta puede ser una obligación para gobernantes responsables, llamar a las cosas por su nombre debería serlo también.
Vale la pena encuadrar el problema. Una crisis energética en un país medianamente equipado como (todavía) es la Argentina no tiene el alcance ni la posible proyección de una catástrofe. Lo que puede faltar es como mucho (redondeando como todos hacemos en un país poco habituado a la precisión) un diez por ciento de la energía necesaria, algo que puede paliarse en plazos relativamente breves con las medidas correctivas de rigor. Las famosas emergencias de California o de Brasil, usadas en términos comparativos por los funcionarios argentinos (habituados a construir en pocas horas discursos explicativos sobre los tópicos más misceláneos) no excedieron ese porcentual y se repecharon en tiempos relativamente escuetos.
El primer paso elegido, desalentar cierta demanda por vía del aumento de precios, remite a los textos canónicos del compañero Adam Smith. Es pura racionalidad económica y revela que en esta discusión el ministro de Economía hizo prevalecer su criterio en relación a la postura usualmente confrontativa de su compañero de consorcio Julio De Vido. El subsecretario de Combustibles Cristian Folgar aportó el soporte técnico para los “premios y castigos”, una carpeta que ya tenía trabajada y que dormía en los laberintos de las internas entre De Vido, el secretario de Energía Daniel Cameron y el propio Folgar. Internas que el Gobierno hace un mundo de negar pero que, como las brujas, que las hay, las hay. Y que, como las brujas, se hacen visibles cuando llega la noche.
¿Alcanzarán los “premios y castigos”? Nadie puede aseverarlo, pues depende en parte de la respuesta colectiva, en parte del crecimiento futuro, en parte de fenómenos climáticos ligeramente más inasibles. “Si en invierno hace poco frío, habrá menos consumo. Si encima llueve, mejorará la provisión de las represas hidroeléctricas”, se esperanzan en Balcarce 50 y zonas de influencia. Si el invierno argentino es un benigno verano del trópico, todo será mejor. Nada es imposible en esta tierra de milagros.
Si el consumo no merma y el clima no ayuda, queda en lista de espera otra propuesta de Lavagna que va en el mismo rumbo que los premios y castigos (inducción de la demanda vía precios), que es desalentar el homérico consumo de GNC. Por ahora, de eso no se habla.
Puesto a desandar lo hecho hasta ahora, sin verbalizarlo mucho, el Gobierno ha reabierto sus canales de comunicación y negociación con las privatizadas de servicios públicos, allende las energéticas. Con las que gerencian el agua –aseguran en Economía– está avanzado un acuerdo, que excluye aumentos de tarifas pero contiene un fondo de inversiones. Y se están sacando las telarañas a los decretos que habilitan conversaciones con otros prestadores de servicios públicos. No se trata de una urgencia pero sí de un imperativo: la insuficiencia de la actual infraestructura puede ser un eventual cuello de botella para el folclórico crecimiento de la economía nativa. Sigue habiendo mano de obra ociosa y mano de obra ocupada muy barata, sigue habiendo plata en el colchón, que funcionan como (a menudo perversas) ventajas comparativas para crecer en el corto plazo. Pero la estructura de bienes y servicios públicos –tras una década de liberalismo arrasador e imprevisor, agravada por más de un lustro de recesión fenomenal– no es ningún lujo. Y, como la energía, puede tocar su límite más pronto que tarde. El Gobierno, espabilado por el espasmo energético, parece querer anticiparse a ese cuello de botella.
Queda pendiente la pregunta acerca de por qué se sorprendió por la crisis energética.
Dos puntas tiene el camino
¿El gobierno argentino retaceó la data o pecó de imprevisor? La pregunta es pertinente en ambas laderas de la cordillera de los Andes. La respuesta, pertinente en ambas laderas, es que en cualquier caso cometió errores.
El oficialismo no asume en plenitud su responsabilidad en el conflicto con el gobierno chileno, valga resaltar con el gobierno de Ricardo Lagos, comprometido con la integración con Argentina. Las respuestas desde la Rosada suelen ser formalistas a fuer de jurídicas cuando el intríngulis es en sustancia político. Más allá de cuál es el responsable legal del baile en que quedó envuelto Lagos, es claro que el gobierno argentino le avisó tarde y mal. Y que negó la crisis hasta tenerla encima. Si no fuera un sarcasmo, cabría una excusa internacional para los hermanos chilenos: fronteras adentro ocurren cosas parecidas. Argentina debería tener funcionando un comité de crisis con el gobierno trasandino desde hace tres meses, por decir algo. Y debía haber propuesto la emergencia en seguridad tiempo atrás, por venir para acá. Es improbable que esa simetría consolara a Lagos.
La resurrección de la derecha chilena pone en riesgo uno de los más ambiciosos proyectos de la gestión Kirchner, cual es avanzar en la integración comercial y política de los países del área del Mercosur. Kirchner puso muchas fichas a esa apuesta en aras de la que jugó bazas fuertes y heterodoxas, como fue su estentóreo apoyo a la candidatura presidencial del uruguayo Tabaré Vázquez.
La Concertación chilena, aliada irremplazable de ese proyecto argentino, iba por autopista a ganar las elecciones de 2005. Una de sus precandidatas emblema era su actual canciller Soledad Alvear, escorada ahora por el conflicto con Argentina.
El malhumor colectivo con Argentina es grande en Chile, las encuestas revelan porcentajes aplastantes de críticas a la moderada posición de Lagos. El pinochetismo, carente de banderas consistentes de política interna, se aferra a ese regalo del cielo que es la crisis energética y resucita una vieja utopía que es la de un Chile integrado mirando a ultramar: Nueva Zelanda, Sudáfrica, Estados Unidos..., proponiendo a la cordillera como muralla del aislacionismo trasandino.
De cara a ese malestar, el gobierno argentino muestra fisuras patentes entre el Presidente y Rafael Bielsa. En la Rosada murmuran que el ministro de Relaciones Exteriores se “mandó solo” un par de veces, con excesivo protagonismo. En Cancillería se quejan de la falta de directivas oficiales y se preguntan qué debe hacerse cuando no hay contacto directo con el Presidente. Un interrogante que se ha hecho lugar común en un gobierno excesivamente radial y en el que el Presidente dosifica cada vez más los encuentros con la mayoría de sus colaboradores.
El ruido interno devenga un costo externo. Los chilenos resienten de no tener interlocutor preciso. Las continuas desautorizaciones a Bielsa desconcertaron a las contrapartes, a quienes también les cuesta, por cuestiones culturales, acompañar las embestidas antiempresarias que les propone Kirchner. Eso en Chile no se consigue.
Para compensar un poco, los chilenos recibieron con alivio las últimas declaraciones públicas de Kirchner y un diálogo telefónico de éste con Lagos. La comisión técnica conjunta que ha empezado a funcionar puede ser un factor de distensión sobre todo si se comide a sesionar en Chile, lo que tal vez ocurra el viernes próximo. La larga ausencia de funcionarios argentinos en el país hermano también genera enconos trasandinos.
En la Rosada, empero, hay una tendencia a “bajarle el precio” al conflicto. Aparente paradoja, eso se logra mediante un razonamiento economicista: mensurar cuánta plata le cuesta a Chile el recorte de energía. “No llega a 100 millones de dólares”, pondera un ministro de íntima confianza del Presidente. Las cifras son controversiales, pero más lo es el sesgado criterio elegido. Lo que parece estar en juego es la revalidación electoral del gobierno chileno, algo que no tiene precio para sus integrantes y que debería ser considerado muy costoso por acá.
Costos diferidos
En el Gobierno nadie se atreve a extrapolar cuál será el costo local de la crisis. Es fácil calcular cuánto se irá gastando en la importación de fuel oil, gas y electricidad provenientes de países hermanos. Es más peliagudo imaginar cuánto resentirá ese gasto fiscal el crecimiento futuro. Y linda con la fantasía preguntarse si los mayores costos de energía detonarán inflación. La tendencia nacional de trasladar costos a los consumidores no ha sido abolida, que se sepa, aunque está subordinada a surtidas variables.
El Gobierno debería asomarse a esta problemática porque, en algunos territorios y algunas áreas de actividad, el nivel de ocupación crece. Y podría renacer, sí que de forma fragmentaria y desigual, una nueva forma de puja distributiva en la que cualquier respingo de inflación podría actuar como catalizador.
Los acreedores externos y los organismos internacionales de crédito también mostraron interés por el problema energético y sus secuelas sobre la economía real. Lavagna no se privó de ser irónico ante sus allegados: “Eso demuestra que están cada vez más interesados en los bonos ligados al crecimiento”. La discusión por la deuda externa ha perdido visibilidad, pero sigue siendo un núcleo duro de la política local y un bajón de energía también puede dificultarla aún más.
Cambios de estilo
El oficialismo, aunque persista en negarlo, ha impuesto ciertos cambios de criterio. Habilita ámbitos de negociación con las privatizadas de servicios, sugiere restricciones a la ciudadanía y ha promovido aumentos de tarifas cuya extensión es todavía imprecisa.
También, de modo delicado y silente, fue corriendo de la escena pública a Julio De Vido, promoviendo que compartiera la comunicación sobre la crisis energética con el jefe de Gabinete Alberto Fernández. El estilo denuncista de De Vido, quizás eficiente para la primera etapa del Gobierno, no vino acompañado de su sólida presencia pública en lo que hace a anunciar soluciones y políticas futuras. De perfil bajo, remiso a hacerse oír, De Vido es casi un desconocido para la mayoría de los argentinos, según revelan las propias encuestas de opinión que trajina el Gobierno.
De Vido, una semana atrás, reincidió en su estilo. Y apostrofó a Alfonso Prat Gay por realizar una –muy sensata– estimación de los costos económicos de la crisis energética. Esa ofensiva fue desautorizada, por vía del silencio, por sus propios cofrades del gabinete, que atribuyeron el exabrupto a su carácter. Tal vez sea algo de más entidad lo que está en juego: la capacidad pluralista de aceptar críticas y debates. Y la destreza del hombre de Estado de percibir que no todo cuestionamiento implica una traición o una batalla en ciernes.
Similar –desafortunado– carril transitó Gustavo Beliz en su polémica con los jueces de la Cámara Federal. El ministro de Justicia, quien presentó el Plan Integral de Justicia y Seguridad haciendo un envite al debate y a la propuesta, replicó una crítica con amenazas de juicio político. Los jueces opinaron que su propuesta de unificación de fueros es inconstitucional. Y lo cierto es que es discutible su constitucionalidad. No se trata de una polémica sencilla ni banal, y por lo tanto esta columna no se propone sellarla en pocas líneas. Lo pertinente sería acometerla con rigor y, del lado del Gobierno, fundamentar la validez legal de su propuesta, algo que no se prueba con la mera desacreditación a un eventual oponente. La reacción inquisitorial del ministro tiene muy poco que ver con el marco de templanza y pluralismo que él mismo le dio a la presentación del Plan. Y no salda, antes bien empioja, una compleja e importante discusión legal.
Quizá sea tiempo de reflexión acerca de todo un estilo oficial que puede haber pasado su cuarto de hora. Terminada la luna de miel, puestos a discutir una agenda propuesta por la sociedad o por la crudeza de los hechos, algunos funcionarios porfían en postularse como únicos representantes de la verdad, acudiendo en exceso a la descalificación o al argumento de autoridad. Algo que no parece lo más aconsejable en un momento de pleamar. Cuando se llama a ciertos sacrificios a la población. O cuando (por dar un indicador que tiene su interés) uno de los sindicatos más afines al Gobierno, la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) lo desafía con medidas de fuerza.
La palabra oficial, volviendo al comienzo, ha sido un capital de la actual gestión. En un ambiente enrarecido y dificultado, muchas de sus palabras y sus silencios en la coyuntura le hacen poco favor y sugieren incongruencias.
Con el Presidente vuelto al ruedo, el Gobierno se apresta a soplar su primera velita y a fe que no le ha ido nada mal. Varios méritos adornan su gestión política, entre las principales la de haber sabido “leer la realidad”, las demandas de sinceridad, transparencia y regeneración institucional. En un país en crisis permanente, empero, esa lectura de realidad debe aggiornarse de modo continuo. Para entrar hay que saber salir pontifica (didáctico, filosófico) César Luis Menotti. Para mantener el rumbo hay que saber (qué) cambiar.

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